Si existe un escrito que ha influido en la manera de comprender y analizar los conflictos en el continente africano, ese es el ensayo «The Coming Anarchy», publicado en 1994 por el periodista estadounidense Robert Kaplan tras su paso por países como Sierra Leona y Liberia.1 Su impacto, paradójicamente, ha sido tan negativo como positivo. […]
Si existe un escrito que ha influido en la manera de comprender y analizar los conflictos en el continente africano, ese es el ensayo «The Coming Anarchy», publicado en 1994 por el periodista estadounidense Robert Kaplan tras su paso por países como Sierra Leona y Liberia.1 Su impacto, paradójicamente, ha sido tan negativo como positivo. Vamos por partes. Negativo, porque su relato dibujaba sociedades pseudo-apocalípticas, víctimas del caos y la anarquía, en el que la violencia, dixit, «era una liberación para la mayoría de la población» y las consecuencias inevitables de la «pobreza extrema» o de la ausencia de la «Ilustración occidental». Kaplan, insistía: «la guerra no es tanto un medio sino un fin en sí misma (…) Sierra Leona es un microcosmos de lo que está ocurriendo (…) en el resto de África Occidental y del mundo subdesarrollado: la caída de los gobiernos centrales, el auge de los dominios tribales y regionales, la incontrolada expansión de las enfermedades y la omnipresencia de la guerra».
Esta caricatura de la realidad hubiera quedado relegada quizá a la condición de anécdota si no fuera porque Kaplan era entonces asesor personal del Presidente Clinton, quien, solícito, envió por fax el ensayo a todos sus embajadores dispersos por el planeta. En el envío iba implícito una nueva manera de ver y entender el mundo, consagrada definitivamente tras el 11 de septiembre de 2001, en la que el subdesarrollo, la guerra y el hambre más allá de las fronteras de la «civilización», suponía un claro peligro para el orden, la estabilidad y el progreso occidentales. Desarrollo y seguridad se daban definitivamente de la mano y se iniciaba la era de la llamada «paz liberal» en el que democracia y mercado eran recetas insustituibles y universales para el bienestar y el futuro mundiales. En ese contexto, surgieron otras aportaciones, que aunque más sofisticadas (hablo de Martin Shaw o de Mary Kaldor), incidían en las tesis de Kaplan de hallarnos ante guerras post-ideológicas, más centradas en las rivalidades étnicas o −como pondría de moda a finales de los noventa el economista del Banco Mundial, Paul Collier− en la codicia y en la ambición por el control y saqueo de los recursos naturales. «No hace falta que le pregunten a los rebeldes que luchan en Sierra Leona, el Congo o Liberia por sus motivaciones o agravios», planteaba más o menos en estos términos Collier, «porque en realidad lo que persiguen es su enriquecimiento personal».2
A Kaplan le debemos, sin embargo -y aquí viene lo positivo del asunto− un alud de reacciones y críticas desde entonces que han nutrido de interesantes aportaciones el debate sobre los conflictos armados en África Subsahariana. Por un lado, muchos reprobaron su empeño de rescatar a Malthus -tal y como pretendían también otros autores del momento como Homer-Dixon−3, situando la escasez de recursos y la presión demográfica como causalidades. El problema no era tanto una cuestión de supuesta «escasez», argumentaban los más críticos, sino de redistribución justa de los recursos y es que, como sostenía Christopher Cramer, si el problema fuera la «falta de alimentos» entonces la ayuda alimentaria sería una solución: «Todo lo contrario, la ayuda alimentaria [en África] ha contribuido a prolongar el conflicto».4 Por otra parte, las críticas confluían en que los análisis de las guerras africanas centrados en la etnicidad eran sumamente discutibles al estar construidos desde un discurso racial y de determinismo biocultural, en el que las diferencias culturales son consideradas como la causa del conflicto, el antagonismo y la violencia, tal y como paralelamente había defendido otro contemporáneo, Samuel Hungtington, en su obra «The Clash of Civilizations».5 En definitiva, las tesis de Kaplan contribuían a reforzar el tópico del «África salvaje y violenta» y, en muchos aspectos, advertía Mark Duffield, suponía una versión externa o internacional de una «nueva doctrina racista».6
Artículos, críticas y años después, y cuando muchos daban por superado el debate «primordialista» de Kaplan, Mario Vargas Llosa nos emplaza a un nuevo episodio. En su artículo escrito en «El País Semanal» de 11 de enero de 2009, el galardonado escritor peruano nos invita, tal y como reza el título del escrito, a un «Viaje al corazón de las tinieblas».7 Como hiciera Kaplan, Vargas Llosa utiliza el título de la novela decimonónica de Joseph Conrad para adentrarnos en el conflicto de la República Democrática del Congo de la manera más anacrónica y descontextualizada posible. Uno por uno recrea todos los tópicos, tildados mil y una veces de dañino reduccionismo, para describir el tercer país más extenso de África, de casi 65 millones de habitantes, y probablemente una de las realidades políticas, sociales y étnicas más complejas de todo el planeta. «Horror», «terrible», y «epidemia» son palabras que el autor entrecruza de forma reiterada e indiscriminada, como hicieran sus predecesores en la pluma, Conrad y Kaplan, para sintetizar en pocas páginas, y este es su mérito, las históricas y sucesivas guerras en el Congo. Unas guerras que, para éste, «han dejado hace tiempo de ser ideológicas (si alguna vez lo fueron) y sólo se explican por rivalidades étnicas y codicia de poder de caudillos y jefezuelos regionales o la avidez de los países vecinos (Ruanda, Uganda, Angola, Burundi, Zambia) por apoderarse de un pedazo del pastel minero congoleño.» En medio, una población -literalmente− «reducida a la condición de zombie», inerte, incapaz de hacer frente a las adversidades, secuestrada por la avaricia de los más fuertes. «Es difícil cuando uno visita el Congo», sentencia en las postrimerías del escrito, «no recordar la tremenda exclamación de Kurz, el personaje de Conrad, en El corazón de las tinieblas: «¡Ah, el horror! ¡El horror!»».
Vargas Llosa además enfatiza una de las características del actual imaginario sobre África y los conflictos: la idea de que dentro todo es anarquía, desorden y violencia, mientras que lo que viene de fuera en forma de «asistencia humanitaria» son cándidos oasis de civilización y altruismo. Sin duda, el trabajo de algunas organizaciones e individuos viene acompañado de grandes dosis de incondicionalidad y profesionalidad en contextos, que como la República Democrática del Congo, existen numerosas y diarias violaciones de los derechos humanos. No obstante, eso no justifica el análisis maniqueo del autor, reforzando las fronteras entre el mundo civilizado y el que no lo está, omitiendo el papel, histórico, de las potencias internacionales o del papel de las empresas transnacionales en el ciclo de explotación, expolio y conflicto. Ni una sola mención a los actores de esta compleja y extensa red del conflicto congolés, sin la cual no podemos aproximarnos a lo que cada día sucede en esta antigua colonia belga, tiranizada hasta el paroxismo, nos recuerda el estadounidense Adam Hochschild, por un «civilizado» Leopoldo II que en cuatro décadas se estima contribuyó a la muerte de más de diez millones de congoleses.8 Así, los más de cuatro millones de muertos que estas guerras en el Congo acumulan desde mediados de los noventa no son fruto, como nos presenta el escrito, de luchas atávicas y sin sentido, sino consecuencia precisamente de las relaciones de explotación e injusticia a las que gran parte de la población está sometida y en la que un gran número de actores, también internacionales y transnacionales, participan. Sólo nos basta recuperar el informe elaborado por el Panel de Expertos de Naciones Unidas hace unos años en este país para establecer la larga lista de implicados (en su mayoría empresas británicas, estadounidenses y belgas), la doble moral occidental y, desgraciadamente, la impunidad de la que gozan los señalados como responsables.
«¿Qué le hace falta para aprovechar sus incontables recursos? (zinc, cobre, plata, oro y el codiciado coltán, …)», se pregunta entonces el escritor peruano. «Cosas por ahora muy difíciles de alcanzar: paz, orden, legalidad, instituciones, libertad. Nada de ello existe ni existirá en el Congo por buen tiempo». Vargas Llosa se olvida, sin embargo, de que está hecho el ordenador portátil con el que seguramente ha escrito estas páginas (y con el que las escribo yo), el teléfono móvil que utiliza diariamente (como también utilizo yo), la televisiones de plasma o los MP3, por poner algunos ejemplos, e incluso algunas de las armas fabricadas en el norte que, más tarde, países como el Congo acogerán. La «maldición de los recursos africanos» de la que hablan algunos resulta que necesita de la connivencia de todos nosotros.
Textos como el de Vargas Llosa, por lo tanto, van más allá de la mera anécdota. Como sucediera con Kaplan hace algunos lustros, esta interpretación alimenta un determinado imaginario sobre África y los africanos: desvirtuada y reducida a caricaturas alejadas de una realidad eminentemente compleja. Asimismo, esta visión contribuye al diseño de políticas y agendas que ponen el acento en cuestiones internas y se olvidan, deliberadamente o no, de las historias de agravios e injusticias, del comercio de armas, de la explotación de recursos o de unas reglas del juego asimétricas y profundamente inicuas.
Oscar Mateos es investigador sobre conflictos en África Subsahariana ([email protected])