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Las elecciones del 24M

Victoria simbólica, atolladero real

Fuentes: Cuarto Poder

Empezaré por el final, aludiendo a una cuestión personal: tras las elecciones del 24 de mayo decenas -centenares- de amigos y conocidos han entrado en las instituciones como diputados autonómicos o concejales. Es gente que hasta ahora trabajaba y se movía en -digamos- la cara oculta de la luna y que jamás había soñado con […]

Empezaré por el final, aludiendo a una cuestión personal: tras las elecciones del 24 de mayo decenas -centenares- de amigos y conocidos han entrado en las instituciones como diputados autonómicos o concejales. Es gente que hasta ahora trabajaba y se movía en -digamos- la cara oculta de la luna y que jamás había soñado con semejante mutación. Activistas de distinto pulso político, unos muy jóvenes, otros más mayores, nunca soñaron con las instituciones por pura economía imaginativa: uno sueña con cosas difíciles, pero no imposibles, y España parecía cerrada con siete candados a los valores y propuestas que ellos defendían y encarnaban. Pero además, si no se permitían soñar en esta dirección era asimismo porque muchos de ellos mantenían relaciones tensas y suspicaces con las instituciones mismas, irreconciliables con sus estrategias y sus principios. Que un tipo como yo tenga de pronto decenas de amigos diputados y concejales da toda la medida de la envergadura de este doble cambio que, desde el 15M, ha volteado el país y transformado a la izquierda. Un año después de la irrupción de Podemos, España es un territorio mental diferente al que las elecciones municipales y autonómicas han dado hoy un poco de carnadura política y material. Las rupturas simbólicas preceden muchas veces y son las condición de rupturas reales sólo latentes; sería una ingenuidad exagerar la dimensión real del cambio introducido el 24M o ignorar las dificultades que comienzan ahora, pero esa gigantesca ruptura simbólica -que tiene que ver también con el hecho de que, de pronto, la imaginación deja de apretarse el cinturón, se atreve a soñar cosas inesperadamente posibles y a reclamarlas con su cuerpo y con su voto-, esa gigantesca ruptura simbólica, digo, puede servir, a poco que se hagan bien las cosas, para rodar cuesta arriba, como una veloz bola de nieve ascendente, hacia las elecciones generales de noviembre.

Se han escrito en estos días numerosos balances de los resultados electorales, subrayando la importancia de esta ruptura simbólica y recordando también, en todo caso, los límites que sigue imponiendo lo que yo llamo el voto prevaricador: aunque el bipartidismo ha perdido 3,3 millones de sufragios, 12 millones de españoles, el 50% del electorado efectivo, sigue apoyando al PP o al PSOE y ello no obstante la pública inmoralidad de estos partidos. Hay que disfrutar de la felicidad liberadora de los resultados y, al mismo tiempo, no olvidar la realidad antropológica de nuestro país. Pero ni la felicidad es suficiente para afrontar con éxito las próximas citas electorales ni la realidad antropológica debería ser suficiente para impedir el cambio. El verdadero desafío para Podemos y las otras fuerzas de izquierdas concierne a su propia capacidad para gestionar, en el frente externo y en el interno, la nueva realidad post-electoral. Era fácil tener razón sin tener poder; era cómodo no poder medir ni aciertos ni equivocaciones porque, en cualquier caso, ni los aciertos ni las equivocaciones introducían ningún efecto real. Desde mayo de 2014 y, aún más desde la semana pasada, con la esperanza han aumentado también los peligros. Ninguna angustia puede compararse a la de tener suficiente poder como para poder equivocarse; en un contexto en el que lo más fácil será cometer errores, Podemos y las fuerzas afines tendrán que asumir, en todo caso, la responsabilidad política y las consecuencias felices o catastróficas de esta inédita libertad para meter la pata.

En el frente exterior, buena parte de las posibilidades de cara a las generales se van a jugar en el terreno de la política institucional. De entrada, en la concreción de los pactos que permitirán desalojar al PP de gobiernos autonómicos y municipales. Es tan contradictorio como inevitable llegar a acuerdos con el PSOE, uno de los partidos del régimen (el partido del régimen, como recuerda Manolo Monereo), que por su parte tratará de utilizar esos acuerdos para evitar su muerte y, por lo tanto, la del propio régimen. Esa guarrada es lo que llamamos «política» y con razón a mucha gente no le gusta. Como en todo caso hay que aceptar la correlación de fuerzas para intentar cambiarla, conviene recordar que aquí la contradicción no se da entre la realidad y los principios sino que es la realidad la que impone una colisión dentro de los principios mismos. Por principio hay que echar al PP y por el mismo principio hay que rechazar todo pacto con el PSOE. ¿La solución? La más fea, la más «política»: la casuística. Es más que evidente que en los municipios y las comunidades buena parte de los votantes han apoyado a Podemos o a las candidaturas populares porque no soportaban la idea de seguir siendo gobernados por el PP, pero no es menos evidente que esos mismos votantes no aceptarían un pacto general con el PSOE -suicidio obviamente descartado- ni un mercadeo entre municipios y comunidades ni una renuncia al programa. IU ha muerto precisamente en esas tumbas. La casuística exige tratar cada caso de una manera diferente a partir de un solo principio (el del programa ético y político) y garantizar la transparencia de las negociaciones como supremacía democrática en las estrecheces de la realidad negociadora.

De la transparencia y contenido de estos pactos dependerá la victoria sobre el régimen, golpeado y tambaleante pero no mortalmente herido. También de la gestión concreta de gobierno allí donde las candidaturas populares asumirán con toda probabilidad la administración de algunos municipios importantes. Barcelona y Madrid, centro del seísmo simbólico, motor material e imaginario del cambio, deben estar a la altura de su papel. Será muy difícil. Es verdad que sólo quedan cinco meses para noviembre, pero este año hemos aprendido que en un solo mes se pueden vivir varias eras geológicas y la membranosa constelación mafiosa de intereses empresariales y políticos que atenazan nuestras ciudades -mediante contratos, deudas adquiridas y presiones financieras y mediáticas- va a movilizar todos sus recursos para desacreditar las políticas de los equipos de Manuela Carmena y de Ada Colau. Sería muy ingenuo creer que gobernar Madrid y Barcelona en estas circunstancias, islas mestizas en el corazón del régimen, es una bicoca o una ventaja. Si una combinación de realismo, contundencia, serenidad, movilización y compromiso no logra resistir las presiones y mantener la adhesión popular de los que han votado por primera vez en muchos años, Barcelona y Madrid, que pueden ser el principio del principio, pueden convertirse, al contrario, en el principio del fin.

Pero aún más fácil es meter la pata en el frente interno. ¿Qué debe hacer Podemos de cara a las generales? ¿Qué conclusiones sacar tras el éxito de algunas de las candidaturas de unidad popular el pasado 24M? No tengo una respuesta clara, pero confieso que me preocupan las que pretenden serlo. En la izquierda tenemos la tendencia a medir toda la realidad a partir de una verdad parcial; somos «idealistas» en el sentido más filosófico del término; y a veces incluso a ese «idealismo» lo llamamos «materialismo». Llevamos tantas décadas fuera de la realidad que, cuando de pronto tocamos una tecla que conecta con ella, creemos haber hallado un procedimiento mecánico de aplicación universal. Hace un año y medio un grupo plural de activistas e intelectuales que habían aprendido mucho en América Latina y en el 15M tocaron la tecla, mitad por perspicacia analítica mitad por casualidad. Funcionó. Se abrió una grieta a través de la cual la realidad en aluvión fertilizó a la izquierda y la izquierda, a su vez, salió de su larva elitista. A esa tecla se la llamó Podemos. Hoy se podrá reprochar a Podemos que, en este tiempo histórico acelerado y cambiante, haya creído por una inercia supersticiosa que se podía apretar una y otra vez con el mismo resultado la misma tecla (la de un populismo más mediático que laclauliano vivido finalmente como «cálculo»), pero conviene ser prudente a la hora de sacar conclusiones precipitadas sobre los resultados electorales.

Es indudable que algunas de las candidaturas populares señalan la necesidad de una convergencia que, desde fuera, sume un nuevo impulso al que activó Podemos en 2014. Lo que a mis ojos resulta inquietante es que algunos crean que -ahora sí- la izquierda ha encontrado la verdadera tecla que nos va a permitir superar Podemos (¡en un año y como si fuera el obstáculo!) y derrocar al régimen del 78. Esta tecla imaginaria es mucho más simplona e «idealista» que la que se reprocha, a veces con razón y otras sin ella, a la dirección podemita. España es un país fragmentado ideológica, geográfica y demográficamente. Sólo un ejercicio irresponsable de ilusionismo político puede llevar a extrapolar los resultados de los grandes a los pequeños municipios, de las elecciones municipales a las autonómicas, de una región a otra, de una clase social a otra; y sólo ignorando estas diferencias, y otras más directamente políticas (el liderazgo concreto de las candidaturas y el perfil concreto de la oposición local) se puede llegar a la conclusión de que bastaba poner de acuerdo de manera muy horizontal a unos cuantos izquierdistas y activistas en cualquier lugar de España (acuerdo para el que Podemos habría sido un obstáculo) para vencer en las elecciones. Es una versión interesada y mitológica. Esa fórmula ha servido en algunos territorios y en otros no y ello en razón de variables numerosas y complejas; y es difícil pasar por alto que, allí donde ha servido, se ha debido sin duda al apoyo de Podemos o de su «espíritu», catalizador del voto mayoritario, menos politizado y menos activista. Hay que recordar, en todo caso, que en conjunto no se ha votado más a las candidaturas populares que a Podemos sino menos y que en Madrid, por ejemplo, no había ninguna diferencia de composición plural y «popular» entre las listas del Ayuntamiento y las del Parlamento autonómico ni tampoco en el vigor, transparencia y contenido de la campaña. La tecla que aquí se activó -y marcó la diferencia- fue curiosamente la de un liderazgo transversal muy laclauliano, el de Manuela Carmena, y no la de la unidad asamblearia de la izquierda movimentista y de la vieja izquierda, unidad que conviene defender pero que no puede atribuirse, o no solo, el éxito electoral.

No hemos encontrado la tecla porque no hay una sola tecla sino muchas y hay que tocarlas todas, cada una a su debido tiempo, como en un inmenso órgano de catedral. Podemos, lo escribí hace meses, es uno de los nombres de ese país desconocido que descubrió el 15M. Hay otros y habrá que formar con ellos una frase coordinada y convincente. Pero no debemos olvidar ninguna de las dos lecciones del 24M. La primera es que la convergencia de todas las izquierdas, las derrotadas y las emergentes, es inaplazable e indispensable. Sin ella no habrá un nuevo impulso cuesta arriba. La segunda es que esa convergencia es inútil, y hasta contraproducente, sino converge con la gente, compuesta en su mayor parte de no-activistas cabreados o desencantados, empobrecidos y desesperanzados, cuya tentación oscila entre el PSOE y la abstención. Para esta doble tarea hace falta estar ya allí donde esa convergencia, por primera vez en décadas, es posible y además útil; ese es el sitio donde nos ha puesto Podemos. El debate está abierto y no tengo una respuesta clara ni desde luego una fórmula única, pero no deberíamos extrapolar modelos mecánicos de unos territorios a otros y mucho menos de unas elecciones municipales a unas generales, donde cualquier convergencia de izquierdas necesitará una estructura flexible y una iniciativa de alcance estatal en la que pueda converger también, o sobre todo, la gente normalmente juiciosa y normalmente cansada. Podemos ha hecho toda clase de méritos para jugar ahí un papel protagonista, al menos de momento, y debe jugarlo entre Scila y Caribdis; es decir, entre la disputa del «centro» y el repliegue identitario, un ancho espacio intermedio en el que hay que elaborar discursos y propuestas inasimilables para las fuerzas del régimen y declinables para todos los otros nombres del 15M.

Acabo volviendo al principio. La noche del 24M me sentí, de pronto y contra toda lógica, abatido y casi desesperado, hasta el punto de que un familiar me preguntó extrañado: ¿te pasa algo? Es que -respondí- decenas y hasta centenares de amigos y conocidos míos son a partir de hoy diputados o concejales. ¿Seguirán siendo amigos míos ahora que son diputados y concejales? Que estos amigos que nunca soñaron con entrar en las instituciones ocupen ahora cargos públicos da toda la medida de lo que ha cambiado felizmente nuestro país y nuestra izquierda; e incuba la esperanza de que estos dos cambios traigan otros aún mayores. Pero que la política la hayan hecho hasta ahora nuestros antagonistas, que el ritmo, el espacio, las aristas, las haya diseñado el régimen que combatimos, que el medio institucional nos reciba ya configurado de la peor manera, no es asunto baladí. La frontera entre el «realismo» y la rendición es bien flaca y lo que marca la diferencia es menos la tentación, la corrupción o el compadreo que el cansancio, la tensión en espacios cerrados y mal iluminados, la falta de lecturas, la huida del pensamiento, la ausencia de lugares y ocasiones donde estemos obligados a cuidar a los demás. Es por ese camino por el que se impone la profesionalización de la política con todas sus derivas éticas destructivas. Hay que ser mucho más disciplinado y fuerte para conservar las amistades que para conservar la integridad moral; y me parece, aún más, que lo primero es condición de lo segundo. La política es la ciencia de las negociaciones y las tensiones, es verdad, pero es antes que eso -porque es su objetivo- la delicada artesanía de las atenciones y los cuidados. Nos conviene mucho que haya Manuelas y Adas de cualquier sexo en las mesas de negociación; y nos conviene mucho que mis amigos diputados y concejales conserven mi amistad, no para evitarme un sufrimiento seguro, sino porque de esa manera habrá más posibilidades de que ellos cambien las instituciones y menos de que las instituciones los cambien a ellos.

Santiago Alba Rico es filósofo y columnista.

Fuente original: http://www.cuartopoder.es/tribuna/2015/05/30/las-elecciones-del-24m-victoria-simbolica-atolladero-real/7187