La llegada de Trump a la presidencia de Estados Unidos ha propiciado una gigantesca campaña de intoxicación orientada a mantener la agresiva política exterior norteamericana, plan cuya fuente está en los servicios secretos norteamericanos, en la élite del Washington político y en el entramado que controla el Pentágono. El responsable del vertedero cree siempre que […]
La llegada de Trump a la presidencia de Estados Unidos ha propiciado una gigantesca campaña de intoxicación orientada a mantener la agresiva política exterior norteamericana, plan cuya fuente está en los servicios secretos norteamericanos, en la élite del Washington político y en el entramado que controla el Pentágono. El responsable del vertedero cree siempre que el mundo está lleno de mugre, y sabemos que creer a Washington es como pensar que los curas pederastas del Vaticano son defensores de los niños. Que Trump sea un personaje grotesco, propenso a las bufonadas, xenófobo, abiertamente ofensivo con las mujeres, además de millonario, no impide que haya llegado a la presidencia a lomos de un populismo reaccionario y de un programa demagógico que quiere centrar su política en las cuestiones internas, y que ha conseguido la complicidad de millones de norteamericanos golpeados por la crisis y la destrucción de puestos de trabajo: la esperanza de esos trabajadores es un espejismo más y una contradicción, pero el mundo está lleno de ellas. Y la élite del poder en Washington, en el partido demócrata y en el republicano, en el Pentágono, en las grandes empresas y en los grupos de presión o lobbys, teme que Trump abandone parcialmente la política exterior que Estados Unidos ha seguido hasta hoy.
En la rueda de prensa con que Trump ha querido responder a la campaña de intoxicación, anunció que construiría el muro con México (muro que, parcialmente, ya existe: entre Tijuana y San Diego, en tramos de la Baja California, Arizona, Sonora, Nuevo México), que las empresas norteamericanas deberían crear empleos en el país, sin trasladar sus fábricas al exterior, que anularía el Obamacare, y que tanto China como Rusia respetarían a Estados Unidos.
Además, criticó a los servicios secretos norteamericanos: el día anterior se había filtrado un nuevo e inquietante «informe» cuyas revelaciones sugieren un Trump en manos de Moscú: desde turbadoras escenas de cama en un hotel de la capital rusa, hasta supuestos encuentros de un colaborador de Trump con agentes moscovitas en Praga (Michael Cohen, que ha tenido que exhibir ante la prensa su pasaporte para demostrar que no ha estado nunca en la capital checa), desde la relación de su nuevo secretario de Estado, Rex Tillerson, con Putin y Rusia y otras cuestiones semejantes, todo estaba orientado a marcar el camino a la nueva presidencia. Tillerson, director ejecutivo de la petrolera Exxon Mobile, que tiene evidentes intereses económicos para seguir manteniendo buenas relaciones con el gobierno ruso, no va por ello a convertirse en un comisionado de Moscú. Ese informe fue elaborado por un antiguo agente del contraespionaje británico que trabaja ahora para los lobbys de Washington.
A la feroz campaña de intoxicación sobre los supuestos «piratas informáticos rusos», lanzada por las agencias de espionaje norteamericanas sin ofrecer ningún tipo de pruebas, se añade así el truculento informe del espía británico con que el establishment de Washington trata de marcar el terreno a Trump. Nada nuevo en un Washington que es una charca de corrupción, donde bufetes de abogados y empresas de investigación mercadean con «informes» de oponentes políticos y empresariales, y donde se recurre a cualquier exceso para destruir al enemigo y al competidor. El caso de la becaria Mónica Lewinsky en los años de la presidencia Clinton, y las múltiples maniobras, denuncias, manipulaciones periodísticas y escándalos asociados, sirve de recordatorio de lo que es el Washington político.
Estados Unidos no ha mostrado hasta el momento ninguna prueba convincente de sus acusaciones hacia Moscú, y, en cambio, la prensa norteamericana y sus colegas occidentales han sembrado mentiras por doquier: desde la afirmación de que el supuesto pirateo ruso al Partido Demócrata hizo perder las elecciones a Hillary Clinton (ocultando, de paso, las escandalosas maniobras de la dirección demócrata favoreciendo a Clinton contra Bernie Sanders), hasta un goteo de alarmantes noticias falsas, como la publicada por el Washington Post afirmando que los piratas rusos habían penetrado en la red eléctrica de Vermont, con los riesgos que ello comportaría; noticia que el propio diario tuvo que rectificar días después ante la evidencia pública de la mentira. El propio Trump ha acusado públicamente a la CNN de mentir, sin que esa cadena de televisión haya respondido de manera convincente.
Es una evidencia que todos los países con capacidad para hacerlo mantienen programas de espionaje en Internet, y, sin duda, Moscú y Pekín los tienen: no tenerlos sería una irresponsabilidad para con su propia seguridad, pero que Washington se muestre ante el mundo como un país ejemplar que ha sido agredido por los piratas informáticos de Rusia es, sencillamente, grotesco. Estados Unidos es el país que mantiene el mayor programa de espionaje del mundo, como reveló Edward Snowden; es un país que desde sus terminales propias y desde las que posee en países aliados alcanza a espiar todos los correos electrónicos, llamadas telefónicas, y datos bancarios que circulan por el mundo, y con ese programa colaboran Microsoft, Apple, Facebook, Google y otras empresas tecnológicas y de internet. Sabemos que la NSA norteamericana, que ha infectado miles de redes informáticas en todo el mundo, ha llegado a piratear los sistemas de reservas de vuelo de la compañía aérea rusa Aeroflot. Los programas de vigilancia global y de robo de información que mantiene Estados Unidos, con la complicidad de las agencias de sus aliados, son, de hecho, la principal fuente de espionaje del mundo, y un verdadero peligro para la libertad, la democracia y los derechos de los ciudadanos, aunque no por ello Washington deja de acusar regularmente a Moscú y Pekín de piratería en Internet.
Que un país como Estados Unidos, que apoyó el golpe de estado de Yeltsin en 1993, y le asesoró en secreto para robar la victoria al Partido Comunista en 1996, se declare ahora ofendido por la supuesta intromisión electoral rusa, es conmovedor. Que un país como Estados Unidos, que conspiró para destruir la democracia en la Guatemala de Arbenz, en el Chile de Allende, en el Brasil de Joao Gulart, por citar unos pocos países, se declare ahora preocupado por los riesgos para la democracia que supone el pirateo en Internet es, también, emocionante. Que el país que ha incendiado Oriente Medio, imponiendo guerras en Afganistán, Iraq, Siria, Libia y Yemen, y que bombardea regularmente, en estos meses, a siete países (los citados, además de Somalia y Pakistán); que ha apoyado un golpe de Estado en Ucrania; que fuerza el estacionamiento de nuevas tropas y armamento de la OTAN en las fronteras rusas y que impulsa el peligroso escudo antimisiles, declare que las acciones de Moscú son un peligro para el mundo, sería, también, enternecedor si no fuera siniestro.
Con la presidencia Trump, Moscú va a tratar de mejorar las relaciones con Washington, después del fiasco que supuso la promesa de Hillary Clinton, en 2009, de «reinicio» de las relaciones con Rusia, que fue seguido de la expansión de la OTAN hasta las fronteras rusas. Por su parte, Trump va a intentar centrarse en la política interior, y, para ello, tiene que desactivar la tensión internacional; pero para mejorar relaciones con Moscú debería dar pasos en Siria, dejando de apoyar a los grupos terroristas que Washington patrocina y financia; debería buscar una solución, conjunta con Moscú, para Ucrania, donde los acuerdos de Minsk están en vía muerta; debería detener la expansión de la OTAN en Europa, y negociar el escudo antimisiles. Demasiado para un personaje como Trump, porque, además, la inercia de la política exterior norteamericana, el peso del complejo militar-industrial y del Pentágono, el deseo de mantener un mundo unipolar, van a ser determinantes en su presidencia. Estados Unidos mantiene hoy más de setecientas bases militares en ciento veinte países del planeta, y acaba de enviar tres portaaviones y más de cien aviones de combate al Mar de la China del sur, en un movimiento que, sin duda, cuenta con el acuerdo de Trump, obsesionado con China.
No puede esperarse gran cosa de un personaje estrafalario como Trump, presionado además por esa gigantesca campaña de intoxicación lanzada por los servicios secretos norteamericanos, y, aunque Moscú y Pekín van a intentar desactivar la tensión internacional y mejorar las relaciones con Washington, los obstáculos en el camino son muchos y el futuro está lleno de incógnitas y de mentiras. Washington va a seguir chapoteando en el vertedero.
Fuente: http://www.elviejotopo.com/topoexpress/servicios-secretos-trump/