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Una reflexión sobre el imperialismo arraigado en el antiimperialista

Zimbabue y Namibia, pueblos traicionados

Fuentes: oozebap.org

En 1980, el pueblo de Zimbabue celebró una gran victoria contra el colonialismo y el imperialismo occidental. Nosotros nos sumamos a su fiesta, ya que representaba un paso hacia la soberanía de Namibia. El resultado inesperado fue una lección al imperialismo de Occidente, desautorizando su pretensión de que se podían manipular las elecciones, incluso si […]

En 1980, el pueblo de Zimbabue celebró una gran victoria contra el colonialismo y el imperialismo occidental. Nosotros nos sumamos a su fiesta, ya que representaba un paso hacia la soberanía de Namibia. El resultado inesperado fue una lección al imperialismo de Occidente, desautorizando su pretensión de que se podían manipular las elecciones, incluso si el voto era secreto. El pueblo de Zimbabue empleó el arma del proceso electoral y votó por el gallo (el símbolo del ZANU de Mugabe) y no al arzobispo (Abel Muzorewa, considerado el títere de Occidente). La gente sabía lo que quería: un gobierno que sintonizara con sus peticiones y que representara sus intereses.

Casi tres décadas más tarde, y 18 años después de la independencia de Namibia, debemos enfrentarnos a la realidad: Mugabe y su corte leal en el ZANU/PF han arrasado el país. A finales de los años noventa, perdieron al pueblo. Si bien acusaron al imperialismo occidental, fue en primer lugar su proyecto elitista neocolonial el que traicionó la liberación. Desde el principio, los nuevos dirigentes ni siquiera se avergonzaron de practicar la violencia. Recordemos Matabeleland poco después de la independencia: decenas de miles de inocentes fueron torturados, violados, mutilados y asesinados entre 1983 y 1985 por la Quinta Brigada formada por los norcoreanos. Sólo por ser ndebele se les consideró culpables de apoyar el ZAPU de Josuah Nkomo, un movimiento de liberación alternativo que finalmente se integró al ZANU/PF. Con pocas excepciones (especialmente la iglesia católica de Zimbabue), los que sabían lo que estaba ocurriendo permanecieron callados, o incluso aprobaron (si no ensalzaron) los asesinos para que perpetraran la versión deshumanizada del «chimurenga».

La naturaleza violenta de la nueva élite que controla el estado muestra elementos similares al imaginario de los «Rhodies» (minoría blanca racista) contra los que combatieron. El lenguaje de la opresión y la coerción que dictó la realidad colonial y arraigó en la sociedad «liberada», continuó y se expandió. Durante los primeros tiempos de la independencia, las víctimas se convirtieron en verdugos para conseguir sus objetivos. Más de veinte años después, el grado de violencia y brutalidad con los que trataron a sus compatriotas superaba las atrocidades cometidas bajo el mandato colonial, haciendo que la vida de la mayoría fuera más miserable que antes de la independencia.

Cuando el autoenriquecimiento de la nueva élite la alejó cada vez más del «pueblo», acusaron al imperialismo occidental del deterioro de su legítima autoridad y de la erosión de su credibilidad. Pero la retórica antiimperialista, el oportunismo y el esfuerzo populista para ocultar sus fracasos eran sólo una gran cortina de humo.

Sin embargo, algunos se lo creyeron, especialmente entre los que no padecían en carne y hueso las políticas gubernamentales. Se trataba de los que podían identificarse con el discurso pseudoalternativo promovido por Mugabe en el mismo momento que éste ya había perdido la confianza de sus conciudadanos. En contraste con esos privilegiados extranjeros, que podían tararear la misma tonadilla sin ninguna consecuencia, los que teóricamente se beneficiaban de los frutos de la independencia, abandonaban el país. Se contaron por millones. Muchos más que durante el colonialismo acabaron exiliados y esperando la oportunidad de regresar a sus casas. Esto es, en sí mismo, indignante.

Tras veinte años bajo el ZANU/PF de Mugabe, los ciudadanos de Zimbabue han emigrado cada vez más. Las elecciones manipuladas no reflejan la realidad de esta pérdida de confianza. No se trata de una conspiración imperialista que busca acabar con el gobierno nacionalista, sino que los que pretenden alzarse contra el imperialismo han terminado por traicionar las aspiraciones e intereses de ese pueblo que aseguran representar. Por eso la mayoría ya no confía en ellos. Pero como declaró Mugabe a un grupo de empresarios en Bulawayo: «Únicamente Dios, que me escogió, me sacará». La voz y el voto del pueblo han sido erradicados.

En un acto de traición, los ciudadanos vendidos son calificados como verdaderos revolucionarios, aunque sirven para sus intereses de clase. La operación «Murambatsvina» («limpiar la basura») destruyó durante el 2005 las chabolas urbanas, mientras Mugabe y su clan viven en palacios. Los más pobres incluso robaron lo que pudieron. El término despectivo, que hace referencia a las decenas de miles de marginados como si fueran chusma, habla por sí mismo. Esta fue la arrogancia del poder, odiado por las masas. Las mismas masas que antaño formaron la base de una insurgencia exitosa contra el gobierno minoritario que controlaba, si no el pueblo, sí el poder del estado y su aparato represivo militar y policial.

La situación actual es muy parecida. Una vez más, una minoría aislada conserva el poder a toda costa sometiendo a una mayoría ansiosa por cambiar. Sólo que esta minoría no es extranjera. El «enemigo interior», como lo llama el teórico poscolonial indio Ashis Nandy, nació y se socializó con el colonialismo, por mucho que se propusiera como alternativa. Proviene del mismo centro de la bestia. Hablan el mismo idioma y muestran la misma falta de respeto por los derechos humanos y la democracia. Es una prueba más de que el legado colonial perdura. El imperialismo, como la última ironía de la historia, pervive en las posturas pseudo-antiimperialistas del régimen, que ha perdido al pueblo pero que intenta volverlo a recuperar reivindicando su oposición al imperialismo.

Si el proyecto de liberación iba mucho más allá que establecer un proyecto elitista neocolonial, necesitamos posicionarnos sin titubeos a esta traición. Necesitamos redefinir nuestra noción de solidaridad. Esto no significa que debamos admitir a Blairs, Browns, Bushs y compañía su doble rasero, sus Guantánamos, sus invasiones, sus políticas migratorias racistas y sus proyectos hegemónicos globales. Nada tenemos en común con ellos, aunque algunas veces coincidamos en criticar la misma violencia. Nuestros motivos son muy diferentes. Pero si nos comprometemos con esto, debemos dejar de replantear nuestros valores y abandonar cualquier justificación de Mugabe. No hay alternativa.

Nuestra posición en Zimbabue la debemos fundamentar en nuestra apuesta por la liberación, que implica la democracia y los derechos humanos en un contexto socioeconómico que reduzca (hasta eliminarlo) las proporciones indecentes de desigualdad. La lucha para la autodeterminación política también fue una lucha para la emancipación en términos económicos. Fue un combate por la dignidad humana. Los que niegan esta dignidad a los demás, a menudo por sus intereses y egoísmo, no merecen ningún tipo de apoyo. Si continuamos justificándolos, aunque sea indirectamente con la evasiva y el silencio, traicionamos nuestros propios valores y nuestro proyecto de liberación.

Los imperialistas de todo el mundo y de todos los colores intentan explotar estas contradicciones y conflictos para lograr llegar a su terreno. Debemos afrontar su reto, incluso si esto significa abandonar viejos camaradas. Y debemos hacerlo para contribuir a un futuro mejor. Convenzámonos de esto, en lugar de comprometernos con los intereses de clase de una nueva élite que continúa explotando y aterrorizando al pueblo como ya lo hizo el colonialismo en el pasado. No debería ser la pigmentación la que tenga la última palabra sobre a quien se es leal.

Deberíamos compartir valores que persigan la igualdad, la libertad y la dignidad para cuanta más gente mejor. Y si esto implica abandonar viejos camaradas, también significa volverse a unir al «pueblo». Los condenados de la tierra merecen nuestra empatía, identificación y solidaridad.

«A luta continua», el eslogan gritados por todos, no puede convertirse en «the looting continues» (el saqueo continúa), como acertadamente señaló, hace dos años, el activista Firoze Manji en una conferencia en Windhoek. De otro modo, sacrificaremos nuestra credibilidad y legitimidad, y traicionamos los mismos valores que motivaron nuestra lucha y los sacrificios de tantos. Como pueblo, nos merecemos algo mejor. Y aquellos representantes políticos que se interesan por la integridad, la legitimidad y el «pueblo», deberían sacar algunas conclusiones sobre lo que ocurre en Zimbabue.

Henning Melber es investigador y colaborador del Nordic Africa Institute en Uppsala, Suecia. Nacido en Namibia, fue miembro de la SWAPO, especialmente activo en el exilio. Ha escrito el capítulo «Namibia, tierra de valientes: memoria selectiva sobre la guerra y la violencia en la construcción nacional» en el libro A propósito de resistir. Repensar la insurgencia en África (oozebap, Barcelona, 2008).

Tambien es autor de Limits to Liberation in Southern Africa. The unfinished business of democratic consolidation, HSRC Press, Sudáfrica, 2003. Las principales obras que ha coordinado son: Zimbabwe and Beyond, Uppsala, 2002; Transition in Southern Africa – Comparative Aspects. Two Lectures, Uppsala, 2001 (junto a C. Saunders); Namibia – A Decade of Independence, 1990-2000, Windhoek, 2000; It Is No More a Cry. Namibian Poetry in Exile, Basilea, 1982.