El 21 de enero de 2017 se terminaron los ocho años de mandato presidencial de Barak Obama en los Estados Unidos, con un balance absolutamente negativo para este personaje, si se consideran las grandes expectativas que se generaron luego de su primera elección en noviembre de 2008. En ese momento se anunció que en Estados […]
El 21 de enero de 2017 se terminaron los ocho años de mandato presidencial de Barak Obama en los Estados Unidos, con un balance absolutamente negativo para este personaje, si se consideran las grandes expectativas que se generaron luego de su primera elección en noviembre de 2008. En ese momento se anunció que en Estados Unidos había comenzado un nuevo ciclo histórico, que traería resultados benéficos para el resto del mundo, en razón de que había sido elegido un individuo de piel negra y profesor universitario. En forma alegre se creía que por el solo hecho de ser el primer presidente negro de los Estados Unidos se estaba dando paso a un nuevo tipo de gobierno en esa potencia, que dejaría atrás las acciones imperialistas, agresivas y criminales contra el resto del planeta. Se suponía que con Obama se inauguraba un período de humanitarismo, de paz y de concordia en las relaciones internacionales. Los cálculos fueron demasiado optimistas, y en verdad poco realistas, ya que es muy cándido suponer que por cuestiones circunstanciales de raza o de género (como lo planteó la candidatura reciente de Hilary Clinton) se va a modificar un sistema imperialista.
La política de Obama en nada ha modificado ese proyecto de dominación mundial de los Estados Unidos y, antes por el contrario, ha acentuado las acciones criminales y terroristas en el ámbito internacional por parte de ese país. Uno de los mejores ejemplos al respecto es el de la institucionalización de los llamados «martes de la muerte», como se examina en este artículo.
Lista en mano
Durante su nefasto gobierno, Barack Obama instauró una novedosa práctica criminal, una nueva forma de terrorismo de Estado, con alcances mundiales, política que de seguro va a ser mantenida por sus sucesores. Cada martes en las primeras horas del día Obama se reunía con sus asesores de seguridad con el fin de confeccionar y actualizar una lista con los nombres de aquellos considerados como «enemigos de los Estados Unidos» y determinar, con nombre y apellido, a aquellos que debían ser asesinados durante esa semana. Así como suena, sin eufemismos, el individuo que fungía como Presidente de la primera potencia mundial decidía a quienes se iba a asesinar, porque estaba claro que no se iban a capturar vivos.
Desde la Casa Blanca se planeaba, con ayuda de sofisticada tecnología, la ubicación de los enemigos que se debían matar. Recurriendo a información satelital se detectaba el lugar a donde se encontraba el blanco elegido y se daban las órdenes, que permanecían en secreto, para que desde alguna base militar de los Estados Unidos, dentro o fuera del país, a control remoto se maniobrara un dron provisto de «armas inteligentes» que descargara sus bombas letales sobre el objetivo escogido. Una información de prensa que comentó este tipo de acciones afirmaba, con un tono de reproche y de admiración, «La muerte en las montañas del norte de Pakistán viene de arriba. Discreta y perniciosa, se abate de repente como un aguacero».
Guerra preventiva al extremo
La innovación perversa de Barack Obama, acaso producto de su formación académica como abogado experto en «derechos civiles», consistió en que esas muertes planificadas se convirtieron en una rutina de cada semana, planeadas en lo que se conoce como los «martes del terror». Esos asesinatos se realizaban en cualquier lugar, sin importar si eran países con los que Estados Unidos estuviera oficialmente en guerra. En otras palabras, no solamente se acudía a este tipo de asesinato de estado en Irak, Afganistán o Libia, sino en Yemen, Siria, Somalia, Pakistán, Filipinas o en cualquier lugar en donde el gobierno de Obama ubicara a alguien que catalogara como terrorista y como enemigo. La estrategia se basa en el principio de hacer la guerra sin dejar rastro, entendiendo como tal no el rastro de muerte y destrucción (que es evidente), sino en que los Estados Unidos nadie se dé cuenta ni reclame por los muertos que se ocasionan en el exterior, que incluso llevo a que se asesinaran a ciudadanos de los mismos Estados Unidos, radicados en algún país musulmán y vistos como fundamentalistas. No dejan rastro, sobre todo porque no produce muertos del lado del país agresor, no importa que en el lado de los agredidos queden decenas o centenas de muertos.
Obama terminó siendo peor que Bush, al llevar la guerra preventiva al paroxismo absoluto, puesto que se trata de matar a quien se supone enemigo de los Estados Unidos, antes que estos pudieran actuar contra esa potencia. Un directivo de la CIA se lo dijo sin ambages al Washington Post: «Estamos matando a esos hijos de puta más rápido de lo que pueden crecer».
Terrorismo de Estado «inteligente»
Para que se vea que no falta la sofisticación en la forma de matar por parte de los gobernantes de los Estados Unidos, Obama y sus asesores distinguían dos tipos de ataques: los personalizados y los específicos. Los primeros matan a personas, los segundos a grupos, principalmente de jóvenes. Más exactamente, como lo ha dicho el peridista Jeremy scahill: «…el presidente Obama ha dado autorización para que se realicen ataques incluso sin conocer la identidad de las personas atacadas, la política conocida como «signature strikes», ataques contra grupos sospechosos. La idea es que ser un hombre en edad militar, de cierta región de un determinado país del mundo, es suficiente para ser considerado un blanco legítimo, sólo basándose en su género, su edad y su presencia geográfica.»
Alegando que se programa una muerte inteligente en que solo se matan a los sospechosos-culpables (con una edad entre 20 y 40 años), se supone que solo mueren los objetivos a liquidar, pero no se suele mencionar que los drones matan en forma indiscriminada, generando lo que se llama en el lenguaje orweliano «daños colaterales». Un ejemplo terrorífico: «El 17 de marzo de 2011, cuatro misiles Hellfire, disparados desde un avión no tripulado estadounidense, se estrelló contra una estación de autobuses en la ciudad de Datta Khel, en la región fronteriza de Waziristán de Pakistán. Se estima que 42 personas perdieron la vida».
Con este procedimiento se buscan solo muertes, nada de vivos para capturar, porque eso evoca los problemas de Guantánamo y Abu Ghraib y las consecuencias que se pueden derivar. Se basa en una lógica implacable de leguleyo: es mejor matar a un sospechoso que capturarlo y luego tener que enfrentar problemas judiciales o de denuncias internacionales. En síntesis, bajo el régimen de Obama el terrorismo de Estado, y las muertes que genera, se ha hecho legal, legítimo e incluso destila una ética mortífera, la de arrogarse el derecho de asesinar a quien se le venga en gana, sin que sea sometido a juicio, sin que se le haya declarado culpable, sin que tenga derecho a defenderse. La Casa Blanca opera como juez, jurado y verdugo. Como lo recordó Fidel Castro, en el 2012, Obama no solo era un presidente de los Estados Unidos, sino su «asesino en jefe».
Publicado en papel en Periferia (Medellín), enero de 2017.
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