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Realidad y ficción

Doblando la apuesta en distopía

Fuentes: TomDispatch

Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García

Próxima parada: zona de deconstrucción

Introducción de Tom Engelhardt

«Hace más de 25 años, mientras estaba sentado en el techo de nuestra casa observando los muebles del vecino llevados por el agua calle abajo, pensé que ya nada podía ir peor. Todas mis cosas estaban bajo el agua, la capital de mi país estaba en ruinas. Esto era exactamente la venganza de la Madre Tierra dirigida a sus habitantes más arrogantes. No obstante, tal como vimos después, las cosas llegaron a ser mucho peores.» 

Estoy seguro, como todos los demás, de que usted tampoco ha olvidado ese desastroso acontecimiento, ese momento -en 2022- cuando el huracán Donald destrozó la ciudad de Washington dejándola en ruinas, y la capital de nuestra nación fue trasladada a Kansas. Al mismo tiempo que nadie podía haber previsto semejante acontecimiento en todos sus detalles hubo algunos pocos observadores de primera mano de aquella arrasadora tormenta que hubiesen presentido el mundo fragmentado y degradado en el que vivimos en este momento con más claridad que Julian West (el observador citado más arriba) cuyo éxito editorial de 2020 ‘Splinterland’ presagió insólitamente este nuestro mundo hecho pedazos.  

Muy bien, muy bien; lo admito: es cierto que el geopaleontólogo Julian West (un homónimo del héroe de la novela utópica de Edward Bellamy Looking Backward*) no es más que una fantasía de John Feffer, autor de la verdadera novela distópica** Splinterlands. Y si eso no es bastante complicado para usted, tenga en cuenta que Feffer llamó como llamó a su huracán fue porque en 2016, mientras estaba escribiendo, Donald Trump preparaba su campaña electoral; entonces -al estilo de Julian West-, tuvo una corazonada de lo que se venía. Ahora, por supuesto, el huracán Donald ha alcanzado Washington; una tormenta cargada de tweets, caos y energía distópica. Entonces, Feffer vuelca su atención en qué hacer con ese huracán humano en un momento en el que los estadounidenses están señalando sus temores distópicos haciendo que novelas como 1984 trepen a los primeros puestos de las listas de éxitos de ventas, y no solo en los bastiones del anti-trumpismo. Por lo tanto, ajuste las correas de su retropropulsor personal en la espalda y despegue junto con Feffer hacia un presente que muchos de nosotros percibimos como demasiado parecido a un futuro distópico.

–ooOoo-

Impedir el triunfo de la voluntad de Trump

Las distopías han alcanzado una preponderancia muy marcada. Los niños han sido lanzados a ese tipo de historias -The Giver, Hunger Games (El generoso, Los juegos del hambre)- como los godos al piercing. Los programas de la TV sobre apocalipsis de zombis, pandemias y tecnologías que hacen estragos inspiran al espectador. Y en el cine hemos visto miles de veces el mundo que se viene abajo.

Esta difusión apocalíptica ha sido tan intensa que hace unos años empezó a hablarse de un «pico distópico». Aun así, la reserva del cártel del día del Juicio Final no ha mostrado señales de decaimiento, incluso continúa produciéndose a toda máquina (una confesión: con mi reciente novela Splinterlands, yo he contribuido a este desborde del mercado distópico). Como apuntaba el novelista Junot Díaz el pasado octubre, la distopía se ha convertido en «la literatura por defecto de la generación».

Poco después de que Díaz hiciera ese comentario, cuando Donald Trump empezó la interpretación de ‘El aprendiz de celebridad’ y entró en el Despacho Oval, la distopía se convirtió también en la narrativa por defecto de la política de Estados Unidos. Con la elección de un hiper-narcisista incapaz de separar los hechos de la fantasía, todas las pesadillas distópicas que se habían reunido en el horizonte cual nubes de tormenta -guerra nuclear, cambio climático, choque de civilizaciones- se movieron de pronto sobre nuestras cabezas. Y, con ellas, el estruendo de los truenos y el resplandor de los relámpagos.

Las respuestas entre quienes se horrorizaron por los resultados de las últimas elecciones se ha multiplicado por cuatro.

Primero fue la negación; desde el pavor existencial que golpeó el plexo solar de muchos a medida que las cifras del escrutinio se desgranaban aquel martes por la noche hasta la muy prosaica falta de entusiasmo para dejar la cama en la mañana siguiente. Después fue la fantasía de huir; decenas de miles de estadounidenses miraron su pasaporte para ver si todavía estaba válido y si aún había algún sitio libre en el arca dispuesta a partir para Nueva Zelanda. En tercer lugar fue la resistencia: millones de personas inundaron las calles para manifestarse, llenaron los aeropuertos para dar la bienvenida a los inmigrantes cuya entrada había sido temporalmente prohibida e interpelaron en enjambre a los congresistas -republicanos y demócratas por igual- para expresar sus quejas.

El cuarto paso, coincidente con todos los demás, fue el ahondar en las distopías del pasado como si en ellas hubiera algún ‘código Da Vinci’ que ayudara a descifrar nuestro problema actual. Obras clásicas, como Eso no puede pasar aquí, de Sinclir Lewis; 1984, de George Orwell; y El cuento de la criada, de Margaret Atwood, se situaron en lo más alto de las listas de éxitos editoriales.

Podría parecer contra toda intuición -o una perversa forma de escapismo- pasar de la distopía real a la distopía ficcional. Aunque, es necesario tener en cuenta que aquellas novelas fueron éxitos de venta en su día precisamente porque brindaban un refugio y una narrativa de resistencia a quienes temían (en el orden aquí expuesto) el surgimiento del nazismo, la propagación del estalinismo o el resurgimiento de la misoginia apoyada por el Estado en los años de Reagan.

Es posible que en estos días, con los periodistas compitiendo por la cobertura del último atropello de la Casa Blanca, fuera natural que los lectores buscaran refugio en la obra de los escritores cuya mirada se dirigía al futuro. Después de todo, el querer pasar página y descubrir qué pasa después es un impulso comprensible. Y las narrativas distópicas están ahí, en parte, para ayudarnos a prepararnos para lo peor, al tiempo que se identifican posibles salidas de la descendente espiral hacia el infierno.

Sin embargo, los clásicos de la distopía no son necesariamente los más adecuados para nuestro momento actual. En general, describen regímenes totalitarios gobernados por un personaje tipo Gran Hermano y una autoridad panóptica que lo controla todo desde el centro, un escenario fascista o comunista o directamente norcoreano. Ciertamente, Donald Trump quiere ver su cara en todas partes, poner su nombre en cada cosa, meter el dedo en todos los potes. Pero los peligros de este actual momento distópico no están en la centralización del control. Al menos, todavía no.

Hasta ahora, la era Trump se basa en la no ocupación del centro, un tiempo en el que -según las palabras del poeta Yeats- las cosas se vienen abajo. Olvidémonos de Hannah Arendt y sus Orígenes del totalitarismo -otro éxito de ventas en Amazon- y centrémonos más en la teoría del caos. La imprevisible, la incompetencia y la demolición son las distópicas consignas de este momento, en el que el mundo amenaza hacerse añicos ante nuestros propios ojos.

No se deje engañar por el discurso de Trump sobre el boom de infraestructuras por un billón de dólares. Su equipo tiene en mente un proyecto muy diferente; usted puede enterarse en el poste indicador: Próxima parada: Zona de Deconstrucción (en inglés) .

La elección zombi

En febrero de 2016, cuando Donald Trump ganó en New Hampshire su primera elección para la nominación republicana, el New York Dayly News tituló «Amanecer de la muerte cerebral» y comparó a los seguidores de Trump con «descerebrados zombis». Para no ser menos, ese conspiranoico proveedor de noticias falsas que es Alex Jones describió rutinariamente como «zombis» a los seguidores de Hilary Clinton en su sitio web filo-Trunp Infowars.

La alusión a los zombis se dirigía a las mentalidades apocalípticas de ambos lados. Deliberadamente, Donald Trump tocó la noción de «los últimos días» de los cristianos evangélicos, los anti-globalización, y los entusiastas por el poder blanco, que ven un muerto viviente en quien no haya bebido su Kool-Aid***. Mientras tanto, quienes temían que el milmillonario fanfarrón pudiera ganar las elecciones empezaron a difundir el meme Trumpapocalipsis advirtiendo de que vendría más cambio climático, el derrumbe de la economía mundial y el estallido de guerras reciales. Aparte de quienes decidieron mantenerse apartados de las elecciones, prácticamente no había un espacio de entendimiento entre ambos grupos. La mutua repugnancia con la que cada lado veía al otro dio alas justamente a la deshumanización subyacente en la rotulación zombi.

Por otra razón, los zombis también se convirtieron en una metáfora política. Lo que asusta de los devoradores de carne viva es su personificación normal es que no constituyen un ejército formal. Los líderes zombis no existen, tampoco los planes de batalla zombis. Caminan por ahí arrastrando los pies en tropel buscando presas. «Nuestra fascinación con los zombis es en parte un transpuesto temor al inmigrante», escribí yo en 2013, «a que China desplace a Estados Unidos de lo más alto de la economía mundial, a los virus adueñándose de nuestro ordenador, a los mercados financieros que pueden derretirse en una mañana.»

En otras palabras, los zombis son el reflejo de la angustia por la pérdida de control asociada a la globalización. En este contexto, el «levantamiento del resto» evoca imágenes de una masa indiferenciada de consumidores de recursos -unos seres hambrientos que son poco más que boca y piernas- invadiendo las ciudades fortificadas de Occidente.

Durante la campaña electoral, el equipo de Trump recurrió a esos mismos miedos anunciando en la popular serie televisiva The Walking Deads (Los muertos vivientes), que interpretaba deliberadamente las preocupaciones contra la inmigración. Una vez en la Presidencia, Trump puso en marcha las promesas de campaña: el muro en la frontera de México, la prohibición de entrada a los musulmanes y el repliegue dentro de la Fortaleza Estados Unidos. Dedicó un brío especial al refuerzo de la noción de que el mundo exterior es un lugar profundamente aterrador -¡incluso París, incluso Suecia!-, como si The Walking Deads fuera una película documental y la amenaza zombi algo muy real.

Ciertamente, la concentración de poder en la parte ejecutiva y la evidente disposición de Trump a ejercer ese poder resuenan en los distópicos miedos al totalitarismo estilo 1984. Ahí están las extraordinarias mentiras, las invectivas contra los medios («enemigos del pueblo») y la selección de adversarios -interiores y exteriores- de todo tipo. Sin embargo, no es este un momento totalitario. Trump no está interesado en la construcción de un super-Estado como Oceania, ni siquiera una dictadura provincial como Airstrip One, tan convincentemente descritas ambas por Orwell en su novela.

En lugar de eso, la nueva administración está enfocada en lo que el estratega jefe de Trump y nacionalista blanco Stephen Bannon prometió hacer hace varios años: «hacer que todo se venga abajo estrepitosamente».

La distopía Bannon

Los distopistas de derechas tienen su propia versión de 1984. Durante mucho tiempo han estado advirtiendo de que los liberales quieren crear un Estado todopoderoso que restrinja la tenencia de armas de fuego, que prohíba la venta de gaseosas de gran tamaño y que obligue a los incautos a aceptar los míticos «paneles de la muerte». Estos Casandras de derechas están preocupados no tanto por el Gran Hermano como por la Gran Niñera, aunque los más extremistas entre ellos también sostienen que los progresistas son fascistas encubiertos, comunistas en el armario o incluso agentes del Califato.

Sin embargo, es bastante extraño constatar que esos mismos distopistas de rececha -la ex candidata a la vicepresidencia Sarah Palin y sus (inexistentes) paneles de la muerte, el senador Tom Cotton (Arkansas) acerca del control de las armas de fuego, la experta de derecha Ann Caulter en relación con la prohibición de las gaseosas y otras persecuciones banales- nunca se han opuesto a la enorme acumulación de poder gubernamental en áreas mucho más importantes, concretamente: las fuerzas armadas y los organismos de inteligencia. Ciertamente, en este momento cuando ellos están en la cresta de la ola, los nuevos y trumpanizados «conservadores» están muy felices expandiendo el poder del Estado mediante la asignación de aún más dinero al Pentágono y ampliando aún más el ámbito potencial de la CIA en sus futuros interrogatorios a sospechosos de terrorismo. A pesar del descenso de los índices de asesinatos -un minúsculo incremento en 2015 impide ver el hecho de que esos índices siguen estando en una baja histórica-, Trump quiere fortalecer la policía para resolver la «carnicería» estadounidense.

Hasta ahora, estamos en 1984. Pero el aspecto completamente novedoso en la agenda de la administración no tiene nada que ver con la construcción de un Estado todopoderoso. En lugar de eso, en la Conferencia de Acción Política Conservadora de este año, Bannon habló de lo que para él es lo verdaderamente crucial (y presumiblemente para el presidente): la «deconstrucción del Estado administrativo». En este sentido, Bannon estuvo hablando específicamente de quitar toda limitación a Wall Street, a las industrias contaminantes, al comercio de las armas de fuego y, al mismo tiempo, liberar de regulaciones de cualquier tipo a una amplia gama de actores económicos. No obstante, los nombramientos ministeriales y las primeras señales del aspecto que podría tener un presupuesto trumpista sugieren una agenda mucho más amplia, que apuntaría al debilitamiento del sector no militar del Estado mediante la marginación de organismos enteros y el vaciamiento de los entes encargados de hacer cumplir las regulaciones. Adiós, EPA (Agencia de Protección Ambiental). Buenos noches, Departamento de Educación. Encantado de haberle conocido, HUD (Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano). Les echaremos de menos, Big Bird (la cadena nacional de televisión pública) y ayuda a terceros países.

Ni el departamento de Estado se salvaría de la demolición. Desterrados los diplomáticos de carrera, Pennsylvania Avenue -y no Foggy Bottom- será el centro de control de las relaciones internacionales. El secretario de Estado Rex Tillerson será reducido a poco más que un ornamento a medida que el nuevo triunvirato -Trump, Bannon y el yerno de Trump, Jared Kushner- se haga cargo de la política exterior (aunque el vicepresidente Pence este cerniéndose en el fondo como una acompañante en el baile). Mientras tanto, con un aumento propuesto de 54.000 millones de dólares en su asignación presupuestaria, el Pentágono de Trump no será tocado por la bola de demolición, y el nuevo mandatario preside un devastador encogimiento del Estado al que le tiene manía y una metástasis de lo que a él le encanta (¡piense en algunos gigantescos y relucientes portaaviones!).

De momento, la administración Trump se ha desempeñado con mucha y muy publicitada incompetencia: personajes que se contradicen unos a otros, órdenes ejecutivas que obvian la maquinaria estatal, tweets rebotando desaforadamente en el universo de Internet y funciones fundamentales -como las conferencias de prensa- manejadas con gran aplomo por primates no humanos. Los nombrados por Trump, entre ellos Bannon, han dado la impresión de ser cualquier cosa menos cualificados expertos en demoliciones. Ciertamente, no era este el estilo de la perestroyka de Gorbachev, que finalmente condujo al desmoronamiento de la Unión Soviética. Nada parecido a los programas de «terapia de shock» que al principio echaron abajo y más tarde reconstruyeron los países de la Europa Oriental después de 1989.

Sin embargo, dado que deconstruir es mucho más fácil que construir y Bannon se precia de su persistencia de tejón melero, el proyecto de la administración -confuso como parece ser hasta ahora- es posible que resulte capaz de hacer auténtico daño. De hecho, si usted desea una interpretación más inquietante del primer mes de Donald Trump en el cargo, piense en esto: todo este caos, ¿es una consecuencia no deseada de la administración de un novato o quizás una verdadera estrategia?

Después de todo, la polvareda que se ha levantado es la consecuencia de los primeros pasos en un enorme proyecto de demolición que podría estar ocultando el hecho de que Trump esté tratando de que los estadounidenses aprueben algo que va esencialmente en contra de Estados Unidos y es -potencialmente- un programa absolutamente elitista. Tal como Bannon prometió, el objetivo de Trump es destruir el statu quo y reemplazarlo por un nuevo orden mundial definido por la sigla CCB: Conservador, Cristiano y Blanco. Los medios pueden decir lo que más les guste y los críticos reír todas sus ligerezas. Mientras tanto, los hombres del presidente están tratando de imponer se voluntad en un país y un mundo obstinados.

El triunfo de la voluntad

Cuando estaba en la facultad, hice un curso sobre el surgimiento del nazismo en Alemania. En cierto momento, el profesor nos hizo ver El triunfo de la voluntad, el famoso documental que Leni Riefenstahl presentó en 1935. El film había sido rodado en el congreso del Partido Nacionalsocialista del año anterior y mostraba largos pasajes del discurso que Adolf Hitler dirigió a sus fieles. El profesor nos aseguró que El triunfo de la voluntad había sido un éxito de taquilla. Difundió el nombre de Hitler en todo el mundo y dejó sentada la reputación de realizadora de Riefenstahl. La película se hizo tan popular en Alemania que fue proyectada durante meses en salas itinerantes; la gente volvía a verla una y otra vez. Nuestro profesor nos juró que la encontraríamos fascinante.

El triunfo de la voluntad no era fascinante. Hasta para los estudiantes absortos por los detalles del surgimiento del nazismo, las cerca de dos horas del documental resultaban tremendamente aburridas. Cuando hubo acabado la película, bombardeamos al profesor con preguntas y quejas. ¿Cómo había podido imaginar él que nosotros encontraríamos fascinante el documental?

Él sonreía. «Esto es lo fascinante», nos dijo. «Esta fue una película extraordinariamente popular; hoy sería casi imposible tener sentado a un estadounidense para verla toda completa.» Él quería que nosotros entendiéramos que la gente en la Alemania nazi tenía una mentalidad totalmente distinta, que ellos estaban participando en una especie de frenesí colectivo. No les parecía que el nazismo fuese algo horrendo. No pensaban que estaban viviendo en una distopía. Eran unos auténticos creyentes.

Hoy en día, muchos estadounidenses están experimentado su momento El triunfo de la voluntad. Ven una y otra vez a Donald Trump sin sentirse aburridos o asqueados. Creen que la historia ha ungido un nuevo líder para dar nueva vida al país y devolverlo a su legítimo lugar en el mundo. Han sido convencidos de que los últimos ocho años eran una distopía «progre» y que lo que está aconteciendo en este momento es, si no la utopía, al menos los primeros pasos en esa dirección.

Es imposible que el núcleo duro de los embelezados por Trump pueda ser convencido de otra cosa. Desprecian a las elites progresistas. No creen en la CNN ni en el New York Times. Muchos de ellos adhieren a teorías descabelladas sobre el islam y los inmigrantes, y las continuas maquinaciones encubiertas del más famoso de los «inmigrantes islámicos», Barack Obama. Para este núcleo duro de los seguidores de Trump, Estados Unidos podía empezar a desmoronarse, la economía a caer en picado, la comunidad internacional a mirar con desdén el liderazgo de Washington; entonces, continuará creyendo en Trump y el trumpismo. El presidente podría incluso tirotear a algunas personas y sus seguidores más fanáticos no dirían más que «¡Buen disparo, señor presidente!» Recordar: después de que la Alemania nazi se viniera abajo tras la derrota de 1945, un número significativo de alemanes continuaron subyugados por el nacionalsocialismo. En 1947, más de la mitad de aquellos que todavía estaban vivos aún creía que el nazismo era una buena idea que había sido mal realizada.

Pero muchos de los seguidores de Trump -o bien demócratas desafectos, o bien independientes que aborrecen a Hillary Clinton o encallecidos conservadores- no encajan con semejante definición. Algunos ya se han desilusionado profundamente con las payasadas de Donald J. y la carrera por la demolición que sus asesores están planeando desencadenar en el interior del gobierno de Estados Unidos que pueden, a la larga, golpearles duramente. Estos pueden ser recuperados. Este momento es potencialmente el más importante para comenzar una resistencia lo más amplia posible reunida detrás de un patriotismo que denuncie a Trump y Bannon por actividades contra Estados Unidos.

Es aquí, en particular, donde tantas novelas distópicas proporcionan el tipo equivocado de orientación. El final de Trump no vendrá de las manos de una Katniss Everdeen****. En primer lugar, creer que vendrá un salvador que desafiará exitosamente al sistema «totalitario» nos coloca en el interior de la crisis en la que Donald Trump se vendió a sí mismo como el solitario cruzado dispuesto a combatir contra un «Estado profundo» controlado por taimados progresistas y conservadores cobardes, todos ellos con la complicidad de los medios hegemónicos. A los estadounidenses tampoco les ayudará hacer realidad el sueño de sacar su estado de la Unión (¿estás escuchando, California?) o el de algunas personas de refugiarse en la pureza de la política tradicional. Dado que la visión distópica de la administración está basada en el caos y la fragmentación, la respuesta debería ser la unión de quienes se oponen -incluso de quienes puedan oponerse- a lo que en este momento hace Washington.

En tanto lectores, tenemos la libertad de interpretar la ficción distópica. En tanto ciudadanos, podemos hacer algo mucho más subversivo. Podemos reescribir nuestra distópica realidad. Podemos, nosotros mismos, cambiar ese lóbrego futuro. Sin embargo, para hacer eso, necesitaremos crear un relato mejor, incorporar algunos caracteres más interesantes y de colores más vivos y, antes de que sea demasiado tarde, escribir un final mejor, uno que no se despida de nosotros con explosiones, gritos y un fundido a negro.

Notas:

* Traducida al castellano con el nombre de Mirando atrás, editorial Akal, Madrid. (N. del T.)

** Distopía es un lugar imaginario en el que todo lo malo puede ocurrir (véase https://es.wikipedia.org/wiki/Distop%C3%ADa). (N. del T.)

*** Kool-Aid es la marca de una mezcla en polvo saborizada para preparar bebidas, fabricada por Kraft Foods. (N. del T.)

**** Katniss Everdeen es el personaje principal de la trilogía de libros juveniles Los juegos del hambre de la escritora Suzanne Collins. (N. del T.)

John Feffer es autor de la novela distópica Splinterlands (publicada recientemente por Dispatch Books y Haymarket Books); Publishers Weekly dice de ella: «se trata de una advertencia escalofriante, seria e intuitiva». Es director de Política Exterior en el Instituto de Estudios Políticos y colaborador habitual de TomDispatch.

Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/176253/tomgram%3A_john_feffer%2C_next_stop%3A_the_deconstruction_zone/#more

Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y Rebelión como fuente de la misma.