La crisis financiera debería haber fulminado a los republicanos pero no ha sido así. Volvemos a estar en el punto de partida. La crisis fue una oportunidad perdida.
El otro día me percaté, para mi sorpresa, que Brett Kavanaugh, candidato a magistrado del Tribunal Supremo de Estados Unidos, tiene prácticamente la misma edad que yo.
Siempre me he burlado de aquellos miembros de mi generación que apostaron con todo el cinismo por el movimiento conservador. Sin embargo, ahora que voy a dejar de escribir por un tiempo, pienso que tal vez jugaron bien sus cartas.
Me inicié en el periodismo cuando la presidencia de Ronald Reagan llegaba a su fin. En aquel momento, tenía la sensación de que el auge de la derecha era la evolución natural de los tiempos que me tocaba vivir y pensé que tenía que centrar mis energías en comprender este fenómeno.
Lo que más me fascinó fue lo paradójico de la situación. Los republicanos de la época consiguieron dar la vuelta a la histórica imagen del partido de los privilegiados, y se empezaron a presentar como gente campechana en las comunidades que habían quedado olvidadas tras la Gran Depresión. No obstante, lo cierto es que el republicanismo no iba a ser más útil a estas comunidades de lo que fue en 1932. Y miren lo que el conservadurismo hizo con la gente común y corriente cuando estos les permitieron entrar en sus vidas.
El entendimiento de la perversidad del populismo de derechas me llevó a otro misterio: el fracaso continuado de los progresistas para derrotarlos, incluso cuando la capacidad destructiva y las rarezas de los conservadores fueron evidentes para todos.
La cabeza me da vueltas cuando pienso que el populismo de derechas goza de muy buena salud en 2018; de hecho, ahora es incluso peor que en 1988. También cuando llego a la conclusión de que el periodismo, los programas de televisión y todos los libros que lamentan el declive de la clase media no han servido para nada.
En 2008 tuvimos una oportunidad de oro para revertir la situación, tras una crisis catastrófica provocada por las medidas desreguladoras (del sistema financiero) que hizo que los multimillonarios imploraran la ayuda del gobierno y cuyo daño colateral fue la ruina de la clase media de Estados Unidos. Ese era el contexto perfecto para que los progresistas reivindicaran el legado de Roosevelt y gobernaran para los ciudadanos de a pie al tiempo que luchaban contra las poderosas corporaciones y demostraban que el Estado puede construir una sociedad justa y humana. Sin embargo, no lo hicieron.
Conozco todas y cada una de sus excusas: los republicanos fueron muy listos, no votaron a favor de las propuestas de Obama, etcétera. Sin embargo, analizado con perspectiva, el motivo principal fue que los demócratas no quisieron tomar las decisiones correctas. En vez de hacer lo que era necesario en ese momento, los demócratas optaron por ayudar a los bancos a volver a levantarse y apoyarlos mientras crecía la brecha de desigualdad.
Regañaron a sus votantes por querer demasiado y, en vez de apoyarlos, se centraron en Silicon Valley y en las grandes farmacéuticas. La labor de escuchar a los indignados no les interesaba. Se la dejaron a los demagogos del Tea Party y a Donald Trump.
Es un error que vamos a pagar muy caro.
La crisis financiera debería haber fulminado a los republicanos pero no ha sido así. Han vuelto a resurgir las guerras culturales, las luchas en torno a las banderas y la manía persecutoria de la derecha populista, que encuentra un altavoz en las cadenas de televisión. Volvemos a estar en el punto de partida. La crisis fue una oportunidad perdida.
A pesar de su astucia, a los republicanos no engañan a nadie. Su modo de proceder es simple: harán lo que sea, dirán lo que sea, profesarán la fe que sea para conseguir recortes fiscales, la desregulación del sistema y un poco de ayuda para mantener a raya a los trabajadores. Todo lo demás, no es sagrado. Las leyes, las normas, las tradiciones, el déficit, la Biblia, la Constitución, lo que sea. No les importa, y en esto han demostrado ser totalmente predecibles.
En cambio, los demócratas siguen siendo un misterio. Los vemos vacilar en momentos cruciales, traicionar a los movimientos que los apoyan, e incluso tratar de reprimir a los líderes e ideas que generan cualquier tipo de energía populista. No sólo parecen no estar interesados en cumplir con su deber hacia la clase media, sino que a veces sospechamos que ni siquiera quieren ganar (De hecho, esto es más que una simple sospecha. No fue otro que Tony Blair quien dijo: «No me gustaría ganar con un programa de izquierdas tradicional. Incluso si pensara que apostar por ese camino me llevaría a la victoria, no lo haría).
Sin embargo, nos recuerdan constantemente que este partido, con todos sus defectos, es la única arma que tenemos para luchar contra el partido de Trump.
A medida que los errores del presidente adquieren proporciones épicas y aumenta la alarma, la necesidad de que soplen aires demócratas este otoño se hace cada vez más urgente.
No nos equivoquemos: tiene que ocurrir. Este noviembre, los demócratas deberían hacerse con una de las cámaras del Congreso y comenzar a hacer a Trump responsable de sus actos. Fracasar en esta misión clave no es una opción, ya que si sucede, ya no tendría sentido que siguiera existiendo el Partido Demócrata, ni siquiera en la versión más diluida que conocemos en la actualidad.
Estoy a punto de tomarme una excedencia y lo que realmente me preocupa es el panorama general. Trump puede ser un patán pero lo cierto es que las tensiones tóxicas del populismo de derechas que él ha alimentado no van a desaparecer. El trumpismo es el futuro del Partido Republicano. Les hizo ganar en Ohio, Pennsylvania, Michigan y Iowa. Ha llegado a convertir a Wisconsin en un Estado en el que cualquiera puede ganar. En manos de un político de verdad, el trumpismo tendría el potencial de llegar aún más lejos.
Para ganar a la derecha hará falta una estrategia que haga más que esperar a que un imbécil meta la pata en el Despacho Oval. Tiene que haber un plan para desafiarlo activamente y revertir la situación, para que sea posible volver a atraer a aquellos votantes de clase trabajadora que durante décadas han ido dando la espalda al Partido Demócrata. Se ha acabado el tiempo para la feliz fantasía de un centrismo de «despacho» basado en la competencia profesional de sus miembros.
En cuanto a mí, me voy a tomar un tiempo para escribir unos cuantos libros. Volveré dentro de unos años y ya veremos qué ha pasado durante este tiempo.
Thomas Frank es historiador estadounidense. Entre sus libros destacan ‘What’s the Matter With Kansas?’. El último es ‘Listen, Liberal: or, What Ever Happened to the Party of the People?’.
Traducido por Emma Reverter
Fuente: http://www.eldiario.es/theguardian/progresistas-clase-trabajadora_0_798270690.html