El 4 de septiembre, seis días después de que Katrina golpeó, vi el primer asomo de esperanza. «La gente de Nueva Orleáns no se esfumará en silencio, dispersándose por todo el país para convertirse en gente sin hogar en incontables ciudades mientras los fondos de ayuda federal se canalizan a reconstruir casinos, hoteles, plantas químicas… […]
El 4 de septiembre, seis días después de que Katrina golpeó, vi el primer asomo de esperanza. «La gente de Nueva Orleáns no se esfumará en silencio, dispersándose por todo el país para convertirse en gente sin hogar en incontables ciudades mientras los fondos de ayuda federal se canalizan a reconstruir casinos, hoteles, plantas químicas… No nos quedaremos quietos mientras se usa este desastre como una oportunidad para remplazar nuestros hogares con nuevas mansiones y condominios.»
La declaración provino de Community Labor United, coalición de grupos de bajos ingresos de Nueva Orleáns. También demandó que una comisión de evacuados «vigile la FEMA (siglas en inglés de Agencia Federal de Manejo de Emergencias), la Cruz Roja y otras organizaciones que recolectan recursos a favor de nuestra gente… Hacemos un llamado a que los evacuados de nuestra comunidad participen activamente en la reconstrucción de Nueva Orleáns».
Este es un concepto radical: los 10 mil 500 millones de dólares aprobados por el Congreso y los 500 millones de dólares recaudados por organizaciones privadas caritativas no pertenecen a las agencias de ayuda o al gobierno: pertenecen a las víctimas. Las agencias a las que se confía el dinero deben rendir cuentas a las víctimas. En otras palabras, aquellas que Barbara Bush describió con tacto como «de todos modos menos privilegiados», acaban de volverse muy ricas.
Nomás que parece que la ayuda y la reconstrucción nunca funcionan así. Cuando estuve en Sri Lanka, seis meses después del tsunami, muchos sobrevivientes me dijeron que la reconstrucción los convertía de nuevo en víctimas. Un consejo de los hombres de negocios más destacados del país estaba a cargo del proceso y entregaba la costa a paso acelerado a los promotores de turismo. Mientras tanto, cientos de miles de pescadores pobres estaban aún atorados en asfixiantes campamentos tierra adentro, patrullados por policías con ametralladoras y totalmente dependientes del agua y los alimentos proporcionados por las agencias de ayuda. A la reconstrucción la llamaban «el segundo tsunami«.
Ya hay señales de que los evacuados de Nueva Orleáns podrían enfrentarse a una segunda tormenta igualmente brutal. Jimmy Reiss, presidente del Consejo de Negocios de Nueva Orleáns, dijo a Newsweek que ha tenido una lluvia de ideas acerca de cómo «usar esta catástrofe como una oportunidad en un millón para cambiar la dinámica». La lista de deseos del Consejo de Negocios es bien conocida: bajos salarios, bajos impuestos, más condominios de lujo y hoteles. Antes de la inundación, ya esta visión de alta rentabilidad estaba desplazando a miles de afroestadunidenses pobres: al mismo tiempo que su música y su cultura se ponían en venta en el Barrio Francés (que está cada vez más en manos de los grandes consorcios) -donde sólo 4.3 por ciento de los residentes es negro- demolían sus conjuntos habitacionales. «Para los blancos y los empresarios, la reputación de Nueva Orleáns es: ‘un gran lugar para vacacionar, pero no salgas del Barrio Francés o te darán un balazo'», me dijo Jordan Flaherty, activista laboral, un día después de salir de la ciudad en bote. «Ahora los promotores tienen una gran oportunidad para dispersar el obstáculo a la gentrificación**: la gente pobre.»
He aquí una idea mejor: Nueva Orleáns podría ser reconstruida por y para la misma gente que resultó más afectada por la inundación. Escuelas y hospitales que antes se estaban viniendo abajo finalmente podrían tener los recursos adecuados; la reconstrucción podría crear miles de empleos locales y proveer de capacitación a escala masiva en industrias con sueldos decentes. En vez de entregar la reconstrucción a la misma elite corrupta que le falló de manera tan espectacular a la ciudad, el esfuerzo podría ser dirigido por grupos como la Douglass Community Coalition. Antes del huracán, esta extraordinaria reunión de padres, maestros, estudiantes y artistas trataba de reconstruir la ciudad de la devastación de la pobreza a través de transformar la Escuela Preparatoria Frederick Douglass Senior en un modelo de aprendizaje comunitario. Ya hicieron el arduo trabajo de construir un consenso alrededor de la reforma educativa. Ahora que los fondos están fluyendo, ¿no deberían tener las herramientas para reconstruir cada una de las debilitadas escuelas públicas de la ciudad?
Para que un proceso de reconstrucción de la gente se vuelva realidad (y para evitar que más contratos terminen en manos de Halliburton), los evacuados deben estar en el centro de toda toma de decisiones. Según Curtis Muhammad, de Community Labor United, la lección más cruda del desastre es que los afroestadunidenses no pueden contar con que algún nivel de gobierno los proteja. «No había nadie encargado de nosotros», dice. Eso significa que los grupos comunitarios que representan a los afroestadunidenses en Luisiana y Mississippi -muchos de los cuales perdieron personal, espacio de oficina y equipo en la inundación- necesitan de nuestro apoyo. Sólo una masiva inyección de capital y voluntarios hará posible que realicen la tarea crucial de organizar a los evacuados -hoy esparcidos en 41 estados- en una poderosa base política. La pregunta más apremiante es dónde van a vivir los evacuados. Un peligroso consenso crece en torno a la idea de que deberían recolectar un poco de caridad, pedir un trabajo en el Wal-Mart de Houston y mudarse. Muhammad y CLU, en cambio, demandan el derecho a regresar: saben que si los evacuados quieren casas y escuelas a los cuales regresar, deben ir a sus estados y luchar por ellas.
Estas ideas tienen precedente. Cuando la ciudad de México fue golpeada por un devastador terremoto en 1985, el Estado también le falló a la población. Un mes después del temblor, 40 mil enojados refugiados se enfrentaron al gobierno, se negaron a ser reubicados fuera de sus barrios y demandaron una «reconstrucción democrática». En un año, no sólo fueron construidas 50 mil nuevas moradas para los que se habían quedado sin hogar: los grupos barriales que nacieron de los escombros lanzaron un movimiento que a la fecha reta a los tradicionales detentadores del poder en México.
Y la gente que conocí en Sri Lanka ya se cansó de esperar la ayuda prometida. Algunos de los sobrevivientes ahora llaman a la creación de una comisión de pla-neación del pueblo para una recuperación post tsunami. Dicen que las agencias de ayuda deben rendirles cuentas; después de todo, es su dinero.
La idea podría -y debería- cobrar fuerza en Estados Unidos. Porque sólo hay una cosa que puede compensar a las víctimas del más humano de los desastres naturales, y eso es lo que les ha sido negado: el poder. Será una larga y dura batalla, pero los evacuados de Nueva Orleáns deben tomar fuerza del reconocimiento de que ya no son pobres: son ricos a los que temporalmente no se les permite el acceso a sus cuentas bancarias.
Para mayores informes respecto a cómo donar, puede consultar: www.thenation.com.
Naomi Klein es autora de No Logo y Vallas y ventanas.
** Desplazamiento de pobres de ciertas zonas, para que éstas sean habitadas por ricos. (N. de la T.)
© 2005 Naomi Klein
Traducción: Tania Molina Ramírez