La posible postulación del senador negro, Barack Obama, para la Presidencia de Estados Unidos suscita de nuevo el problema del arraigado racismo de aquél país. La discriminación tiene una larga historia. El racismo vincula los rasgos físicos de una persona a su personalidad, cultura y competencia, lo cual es un absurdo demostrable. De ahí algunos […]
La posible postulación del senador negro, Barack Obama, para la Presidencia de Estados Unidos suscita de nuevo el problema del arraigado racismo de aquél país.
La discriminación tiene una larga historia. El racismo vincula los rasgos físicos de una persona a su personalidad, cultura y competencia, lo cual es un absurdo demostrable. De ahí algunos deducen que ciertas razas son superiores a otras. Pero hay categorías sociales en la discriminación. Un negro es un «nigger» en el norte de Estados Unidos, un afroamericano en el sur y en los medios académicos, pero en México es un gringo.
La discriminación por motivo racial es inamovible y la religiosa no. Un negro nunca deja de ser tal pero un judío puede convertirse al cristianismo o a cualquier otra religión aunque sus rasgos somáticos no desaparezcan. Se puede cambiar un marco cultural pero no la apariencia. Los japoneses lampiños consideraban a los velludos portugueses blancos que llegaron allí en el siglo XVI, como cercanos parientes de los monos –en lo cual no les faltaba razón, según Darwin–, y los menospreciaban por su primitivismo y su poca higiene.
El inicio del colonialismo europeo marcó una época de auge de la discriminación. Los españoles aducían que los indígenas americanos tenían un alma que era necesario salvar: eran poco más que animales con cierto raciocinio. Las guerras religiosas marcaron en el siglo XVII frecuentes baños de sangre motivados por la discriminación y la intolerancia. En los tiempos victorianos los británicos inventaron el mito del «white man`s burden», la responsabilidad del hombre blanco en una supuesta acción civilizadora de los territorios colonizados.
Fidel Castro hizo un recuento, en la Conferencia Antirracista de Durban, Sudáfrica, de las masacres racistas cometidas por Estados Unidos en su proceso de expansión imperial: el exterminio de los indios en el movimiento hacia el oeste, la expoliación de México, la prolongación del esclavismo un siglo después que la Declaración de Independencia de 1776 proclamara la igualdad de los hombres.
Grandes líderes han tenido los negros americanos, como Martin Luther King, quien contaba con un gran poder de convocatoria. Su plataforma se basaba en la apertura a todas las razas de las facilidades públicas: baños, transportes; pretendía una ley para ampliar los derechos al voto, desigual en todos los estados; reclamaba oportunidades de empleo equitativas. King nunca predicó el racismo negro, al contrario trató de ejercer influencia, de sensibilizar la mentalidad de los blancos. Usó el método de la no violencia, similar al de Ghandi.
Clinton mantuvo una política sensible a las lesiones causadas por la discriminación. Pidió a los negros eliminar el racismo «que desgarra el corazón del país», y dijo que los afroamericanos tenían dos caminos ante sí, uno conducente a ulteriores divisiones y oportunidades desperdiciadas; otro, el de tener el valor y la sabiduría de alcanzar una reconciliación. Admitió que el sistema de justicia estadounidense favorece la falsificación de pruebas, los arrestos sin justificación, la brutalidad policiaca y puede llegar hasta el linchamiento. El Presidente Clinton actuó con inteligencia llamando a la unidad nacional en un momento de hondas divisiones.
La discriminación tiene su asiento en el sistema esclavista que prevaleció en Estados Unidos hasta la Guerra de Secesión de 1861. El actual movimiento emancipador de los afroamericanos comenzó en diciembre de 1955 cuando la diminuta e inofensiva Rosa Parks rehusó, en Montgomery, Alabama, sentarse en los asientos traseros de un autobús, reservados a los negros. La hicieron descender del vehículo. Los negros decretaron un boycott al transporte público. El pastor protestante Martin Luther King convirtió la reclamación en un movimiento de masas nacional. Los negros vencieron y la compañía de autobuses suprimió los asientos para negros.
El movimiento de derechos civiles se consolidó: un año después contaba con delegaciones en cien ciudades de veinte estados. Su fuerza continuó en ascenso, bajo el liderazgo de King, hasta que se logró en 1964 la ley antidiscriminatoria, durante el gobierno de Lyndon Johnson, promulgada bajo la presión de una marcha sobre Washington que reunió a un cuarto de millón de negros.
El aporte principal de Nelson Mandela a nuestra era fue la erradicación del cruel y antihumano sistema del «apartheid» que imponía el poder de una minoría blanca. Mandela sufrió prisión durante veintisiete años pero nunca claudicó en sus ideales de igualdad para su pueblo. Su transparente tosudez logró al fin su propósito y el gobierno de F.W. De Klerk cedió ante los imperativos de la democracia. Sudáfrica sufre ahora los rezagos de muchos años de dictadura blanca.
Veremos ahora, en esta lucha electoral que está por iniciar, cuan lejos puede llegar el negro Barack Obama en su lucha por alcanzar la postulación presidencial en Estados Unidos. Ello será un indicador de cuanto se ha avanzado o retrocedido en esta larga lucha contra el prejuicio oscurantista del racismo.