Ya se ha visto esta historia. El Pentágono se interesa por una nueva área del conocimiento humano en rápido desarrollo, y el mundo cambia para siempre. Y casi siempre para peor. En la época de la Segunda Guerra Mundial ese campo de la ciencia fue la física atómica. Preocupados por la posibilidad de que los […]
Ya se ha visto esta historia. El Pentágono se interesa por una nueva área del conocimiento humano en rápido desarrollo, y el mundo cambia para siempre. Y casi siempre para peor.
En la época de la Segunda Guerra Mundial ese campo de la ciencia fue la física atómica. Preocupados por la posibilidad de que los nazis lleguen primero Estados Unidos armó su propio proyecto. El proyecto Manhattan. Era tan secreto que ni el Congreso ni el mismísimo vicepresidente Harry Truman lo sabían. Harry Truman se enteró cuando Roosveelt murió y la providencia lo convidó con el regalo de la presidencia de la Nación. En este ambiente de extremo secreto no hubo casi ningún debate ni ético ni político ni nada sobre las implicancias de la Bomba que ya se habían tirado dos sobre dos ciudades (Hiroshima y Nagasaki).
La ciencia en cuestión ahora no es la física sino la neurociencia y la cuestión que se plantea es si se puede controlar su militarización.
De acuerdo con lo que se sabe del fascinante, preocupante, nuevo libro de Jonathan Moreno: «Guerras neuronales: investigación mental y defensa nacional» (Dana Press, 2006) la Agencia Gubernamental de Investigaciones Avanzadas estuvo financiando y promoviendo la investigación en las siguientes áreas:
- Interfaces cerebro-máquina («prótesis neuronales») que buscaría posibilitar a pilotos y soldados controlar armas tecnológicamente avanzadas con solo el pensamiento.
- «Robots vivos» cuyo movimiento puede ser controlado a través de implantes cerebrales. Esta tecnología parece que fue probada exitosamente en «ratones-robots» y podría posibilitar conducirlos a control remoto para, por ej., detectar campos minados.
- «Cascos con capacidad para trazar mapas del estado cognitivo» de los soldados con la idea de conocer el estado mental.
- Tecnologías MRI (resonancias magnéticas cerebrales) que permitirían obtener algo así como «impresiones digitales cerebrales» en chequeo de sospechosos en aeropuertos y/o en interrogatorios. Irían contra la quinta enmienda de la Constitución sobre autoincriminación.
- Armas de pulsos u otros neurodisruptores que provocarían la confusión en los procesos de pensamiento de los soldados enemigos.
- «Armas neuronales» que usarían agentes biológicos para provocar la liberación de neurotoxinas (cosa prohibida por la Convención de Armas Biológicas).
- Nuevas drogas que posibilitarían reprimir la inhibición psicológica contra el matar, dejar de dormir durante días, borrar las memorias traumáticas, suprimir el miedo, etc.
El libro de Jonathan Moreno es muy importante porque, porque llega más o menos temprano, posibilitaría, siendo muy optimistas, quizás naif, un debate sobre las implicaciones de todo esto, dando tiempo, a un redireccionamiento de la investigación.
Si siguieren las cosas como están, en piloto automático, no es tan difícil ver como sigue esto. Ahí está el ejemplo de lo que pasó en la Guerra Fría con la búsqueda del «arma absoluta nuclear». Generarán sí o sí una espiral de investigaciones imitativas que buscarán homologar las investigaciones norteamericanas, en una desesperada búsqueda por parte de los rivales del unilateralismo usamericano por no quedar atrás.
Es el mundo de pesadilla de la novela inglesa «1984» de George Orwell (más Franz Kafka) hecho realidad.