Los suburbios americanos evocan imágenes de casas de ensueño, césped como de peluche y barbacoas vecinales, no trabajos precarios y casas hipotecadas. Ahora, por primera vez, más americanos pobres viven en los suburbios que en todas nuestras ciudades juntas. Rockingham County, Carolina del Norte, nunca ha sido conocido por su opulencia, pero hasta hace poco, […]
Los suburbios americanos evocan imágenes de casas de ensueño, césped como de peluche y barbacoas vecinales, no trabajos precarios y casas hipotecadas. Ahora, por primera vez, más americanos pobres viven en los suburbios que en todas nuestras ciudades juntas.
Rockingham County, Carolina del Norte, nunca ha sido conocido por su opulencia, pero hasta hace poco, la mayoría de sus residentes no habría dudado en describirlo como de cómoda clase media. Durante varias décadas el condado, un bloque de tierra rectangular en el norte de la parte central del Estado, debió su prosperidad a las fábricas textiles y tabacaleras, industrias que no fueron siempre amigables a los sindicatos pero que, sin embargo, facilitaron a la fuerza laboral local trabajos que pagaban lo suficiente como para mantener a la familia y comprar una linda casa en algún lugar.
Entre aquellos que lo hicieron estaba Johnny Price, un afro-americano de 44 años que vive en un rancho de postigos verdes en una calle llamada Sparrow, en una frondosa subdivisión residencial en las afueras del centro de Eden. Dos altísimos robles dominan el patio frontal de la casa de Price. En el camino de entrada también está estacionada su ranchera azul marino. Para los niveles de algunos de los suburbios recién construidos, el montaje es modesto, pero para Price, el menor de diez hermanos cuyo padre murió cuando tenía seis años y cuya madre trabajó como sirvienta doméstica, significa un testimonio de las recompensas del trabajo duro y la perseverancia, valores que él ha tratado de inculcar a sus dos hijos adolescentes, que viven con él desde que se divorció de su mujer. Últimamente esto ha exigido mucho más esfuerzo. En 2006 Price perdió el trabajo que tuvo durante diecinueve años debido a unos despidos masivos en Unified, un fabricante textil. Ahora él está luchando para arreglárselas con los 1.168 dólares mensuales del seguro de desempleo y, como muchas personas en Rockingham County -que ha sido devastado por el cierre de fábricas en los últimos años- preguntándose cuánto tiempo más podrá continuar pagando su hipoteca.
Las historias de la movilidad social descendente en los suburbios americanos no han precisamente colmado los titulares de la prensa durante la última década. Los barrios cerrados de casas soñadas, mansiones cercadas por lagos artificiales y parques de oficinas en forma de cubos de cristal: éstas son típicas imágenes evocadas por las lujosas y enormes subdivisiones construidas durante el boom tecnológico de los 90. Los empleos de bajo salario, casas bajo ejecución hipotecaria, familias incapaces de afrontar la comida y la atención médica no lo son. Pero aventúrate más allá de los límites metropolitanos de cualquier gran ciudad actual, y encontrarás estos atributos, tal vez en forma menos concentrada – y por lo tanto, menos visible- que en nuestras ciudades de flacos bolsillos, pero con un frecuencia que igualmente aumenta. En los tres condados que circundan Greensboro, Carolina del Norte, la ciudad que está a media hora de donde vive Johnny Price, la tasa de pobreza se ha disparado en los últimos años. Ahora se encuentra en 14,4%, sólo un poco debajo del nivel de Nueva Orleáns.
Greensboro, por su parte, no está solo. En diciembre pasado
El resultado es un hito histórico que ha permanecido misteriosamente ignorado: por primera vez, más americanos pobres viven en los suburbios que en todas nuestras ciudades juntas.
Una razón de que este cambio no haya entrado en la conciencia pública es que desde que los suburbios existen, los americanos han tendido a imaginarlos como santuarios prístinos adonde la gente se escapa para evitar rozarse con los pobres. El ejemplo histórico más común -muy lamentado por una generación de progresistas que vinieron a asociar la migración con los suburbios, con violencia racial y decadencia urbana- es el éxodo masivo de la clase media blanca de las principales ciudades de la nación, el cual se aceleró con el despertar de los disturbios y el malestar social de la década del 60. En años más recientes, se asumió a menudo, las fuerzas que impulsan el crecimiento de los suburbios sólo han empeorado las cosas -el panorama social más segregado, el gran crecimiento urbano, la brecha cada vez más grande entre la gente que raramente pone un pie en las ciudades y aquella que ocasionalmente las abandona.
El hecho de que muchos barrios urbanos hayan sido ocupados por gente de alto poder adquisitivo -desde Brooklyn, pasando por San Francisco, hasta Washington- ha forzado a salir a muchos residentes de clase obrera. Es una inversión de la clásica historia migratoria: muchos de estos residentes desplazados han huido hacia los suburbios, atraídos en parte por el creciente flujo de trabajos, fundamentalmente de baja remuneración -limpieza doméstica, jardinería, restauración, pequeños centros comerciales y edificios de oficinas-. Alan Berube, co-autor del estudio de
En algunos condados, gran parte de estos puestos laborales son ocupados por inmigrantes, quienes cada vez en mayor medida van derecho a los suburbios, más que a las ciudades, en busca de empleo. En su libro On Paradise Drive (2004) David Brooks muestra un alegre retrato del estupendo mosaico que ha generado el ingreso de extranjeros en lo que antes era predominantemente un lugar de americanos blancos. «Ahora verás pequeñas niñas taiwanesas en cursos de patinaje artístico, niños ucranianos aprendiendo a lanzar la bola de baseball«, escribe.
Lo que verás también son personas como los peones que se reúnen cada mañana en los aparcamientos de Home Depots [cadena norteamericana de grandes centros comerciales, N. del T.] en Nassau County, Long Island, donde la renta familiar media es de 87.558 dólares y la tasa global de pobreza es bastante más baja, pero donde la demanda de vales de comida se ha incrementado en un 40% desde
Otros inmigrantes en Long Island ejercen oficios cuyos salarios y horarios traen a la mente ciertas características de las maquilas urbanas, salvo que la explotación, como en otros tipos en los suburbios, está más escondida y dispersa. «Hicimos una encuesta sobre trabajadores domésticos aquí, y encontramos que la gente está trabajando setenta horas semanales y cobrando, por término medio, unos 4,03 dólares la hora», dijo Nadia Marin-Molina, directora de una organización para los derechos de los inmigrantes llamada Workplace Project, en Nassau County. No mucho antes, tres trabajadores se acercaron a su oficina desde un restaurante cercano para denunciar que habían obtenido 20 dólares por un turno de doce horas de trabajo, bien por debajo del salario mínimo aun después de distribuir las propinas. En un almacén del centro de Garden City, un rico enclave de enormes casas y tiendas de lujo, justo debajo la calle donde está la modesta sede de Workplace Project, muchos otros fueron despedidos simplemente por exigir que se les registraran sus pagas. El pasado año, Workplace Project ayudó a inmigrantes en Nassau County a recuperar 143.849 dólares de salarios en negro, algunos de contratistas que les habían pagado con cheques sin fondo, otros de empresas como Popeyes y D’Àngelo Pizzería que no les pagaron siquiera las horas extra.
Que aterrizar en trabajos de servicio difícilmente garantiza tener ingresos adecuados no es una novedad para los ex trabajadores industriales en Carolina del Norte. Johnny Price está actualmente matriculado en cursos en el Rockingham Community College, -fundado bajo
Price solía ganar 15 dólares por hora, con beneficios sanitarios y días de vacaciones. Lo que él espera evitar es el destino de gente como Jodi Wilmouth, a quien conocí en el Rockingham County Red Cross, que abrió una despensa de alimentos varios años atrás en un edificio bajo de ladrillos en Eden. Wilmouth. Gana 6,25 dólares la hora como cajera en una tienda llamada Belk, lo cual, dijo, no son suficientes para cubrir sus gastos básicos. Mientras ella estaba allí, el presidente Bush estaba visitando la planta de Caterpillar en Peoria, Illinois. Luego dijo que en la economía de hoy «los trabajadores están ganando más dinero».
Ada Wells, quien trabaja en la despensa de alimentos y antes en una fábrica textil, ofreció un punto de vista diferente. «Lo que tenemos ahora son trabajadores pobres [working poor]. «Cuando dejé mi fábrica en 1999, los trabajadores peor pagados ganaban 9 dólares la hora, con seguro y días de vacaciones. Ahora tenemos gente que no puede siquiera pagar sus facturas de luz con los salarios que ganan».
Existen ciertas ventajas comparativas para ser pobre en un lugar diferente a las ciudades, como Cleveland o Detroit. Lo que sea que pueda temer, Price no tiene que preocuparse porque sus hijos crezcan en una calle repleta de envases de crack y graffitis de bandas -donde vive hay césped perfectamente cortado y caminos de entrada con aros de baloncesto-. La toxicidad peculiar de la pobreza urbana, creen muchos académicos, descansa en su intensa concentración, el desorden de problemas que estimulan el crimen, aumentando las tasas de marginación, y un ambiente de desesperanza que envuelve cada aspecto de la vida del barrio.
Pero los suburbios también tienen sus desventajas, entre ellas el hecho de que ir a cualquier lugar generalmente requiere de un coche. No hay sistemas de transporte público en la mayoría de las áreas suburbanas periféricas, por lo que la gente que trabaja en la proveeduría de alimentos en
Un desafío aun más problemático es encontrar un lugar asequible para vivir, desde que la mayoría de las viviendas de bajo coste, o subsidiadas, fueron construidas en las ciudades. ¿Adonde van los indigentes en los suburbios? En Carolina del Norte, entre las pocas opciones, hay lugares como el trailer gris pizarra que Barbara Hall, de 62 años, llama ‘hogar’. Ella solía vivir en una casa de cuatro habitaciones con su esposo e hijos. Esto fue antes de que se divorciara y perdiera su trabajo. «Es humillante», dice Hall, con su largo cabello gris, ojos azules y un problema de espalda crónico que le exige tomar medicamentos que normalmente no puede comprar.
Hay, por supuesto, gente más afortunada en los suburbios, cuyas casas han doblado y triplicado su tamaño en los últimos años -trabajadores de la industria tecnológica en la pujante área que rodea el triángulo de investigación de Carolina del Norte, por ejemplo-. Pero desde 1998 las ejecuciones hipotecarias han llegado casi a triplicarse.
La tendencia se extiende más allá del sur -hubo 1,2 millones de ejecuciones hipotecarias en el país durante 2006, lo que representa un incremento del 42% en relación al año anterior.- y está entre las indicaciones que el numero de personas bajo coacción económica en muchos suburbios excede el porcentaje oficial de pobres.
Comparada con Barbara Hall, que está desempleada y sobreviviendo con cheques de invalidez, Rosa Melara, quien vive en Montgomery County, Maryland, un área suburbana adyacente a Washington, lo pasa mejor. Melara trabaja en un salón de belleza y ganó 28.000 dólares el año pasado. También vive en un condado con más viviendas baratas que la mayoría de los suburbios, gracias a políticas de zonas inclusivas que durante décadas han requerido que se construyan viviendas asequibles en desarrollos a gran escala. Melera todavía alquila un garage convertido, sin calefacción, porque la mayoría de los pisos y casas en Montgomery County siguen bastante lejos de su alcance. Alrededor de la mitad de los feligreses en la iglesia que ella atiende en el suburbio de Bethesda enfrentan problemas similares, me dijo. Conocí a Melara en otra iglesia, en el vecino Howard County, también en el corredor Washington-Baltimore y durante muchos años considerado uno de los condados más ricos de los Estados Unidos. El año pasado un equipo de trabajo sobre la vivienda asequible designado por James Robey, el concejal del condado, advirtió que «una innegable brecha» existe entre la necesidad de una vivienda de bajo coste y su disponibilidad en esa área, y no sólo para los pobres. El 70% de los trabajos en el condado, incluyendo los puestos educativos de nivel básico en su celebrado sistema escolar público, policías que patrullan las calles y bomberos que atienden las emergencias, pagan menos de 50.000 dólares anuales. Mientras tanto, el precio promedio de una casa unifamiliar es casi diez veces superior, $485.500, y los alquileres han trepado aún más. El resultado es que una parte cada vez más grande de la población -servidores públicos, parejas jóvenes que quieren formar una familia, jubilados, graduados universitarios recientes- no pueden encontrar sitios asequibles para vivir, de acuerdo con el equipo de trabajo: «Ellos son padres e hijos de los residentes del Condado», dice su informe, «los maestros y policías del Condado, los camareros y camareras que sirven comidas, los trabajadores del centro comercial, los trabajadores hospitalarios: gente que contribuye a la calidad de vida en Howard County de manera incalculable»:
El dilema es bastante peor, por supuesto, para los verdaderos indigentes, al menos porque muchos habitantes de los suburbios que podrían querer contratarlos como canguros o ser servidos por ellos en restaurantes no necesariamente los quieren como vecinos. En junio de 2005, las autoridades del pueblo de Brookhaven, en Suffolk County (Long Island), lanzaron una serie de incursiones para clausurar casas abarrotadas de gente en las que los inmigrantes que carecían de otras opciones estaban alquilando habitaciones. El concejal del condado, Steve Levy, demócrata, declaró que los desalojos eran necesarios para «preservar los suburbios tal como los conocemos». En Berkshire Drive 196, una casa de listones azules que fue asaltada, los inmigrantes protestaron levantando tiendas en el patio trasero y durmiendo fuera. Otros que habían sido desalojados terminaron durmiendo en los bosques sobre sábanas de plástico con sus pertenencias guardadas bajo arbustos. En un informe especial sobre vivienda en Long Island, Newsday comparó las habitaciones atestadas, a menudo mugrientas, donde viven muchos inmigrantes -una docena de huéspedes hacinados en un sótano inundado de aguas residuales, adultos durmiendo en los armarios de casas que se encuentran sobre calles arboladas en agradables vecindarios- con viviendas del fin de siglo.
Otros condados han introducido leyes anti-medicidad para alejar a los peones como los que conocí fuera de Home Depot en el vecino Nassau County, otro signo de que ser pobre en los suburbios viene con la carga añadida de sentir que no perteneces. Varios de los trabajadores que conocí me dijeron que han sido llamados «parásitos». A algunos peones les han arrojado piedras. El hombre mexicano con el que hablé se movió hacia un coche rojo circulaba por allí, conducido, dijo, por un guardia de seguridad de Staples quien patrulla el área para asegurarse que él y sus compañeros trabajadores permanezcan en los límites del aparcamiento, así los clientes no podrán ser molestados. En septiembre de 2000, dos inmigrantes fueron levantados por personas que ellos creyeron eran contratistas, llevados a una bodega abandonada y seguidamente asesinados. (Ellos sobrevivieron lanzándose a la autopista de Long Island)
Incidentes como estos pueden ser vistos como producto del racismo o de algo más: un sentido de incertidumbre sobre el futuro que se extiende más allá de la categoría de pobres. «Creo que aquí la gente de clase media se siente apretada, y si los líderes no ofrecen soluciones, buscarán alguien a quién culpar», dice Marin Molina de Workplace Project. Como en Howard County, no es difícil encontrar datos de esta inseguridad. En 2004 más del 40% de los propietarios de viviendas de Long Island gastaron más de 1/3 de sus ingresos (la definición convencional de «presión de costos») en vivienda, afirmó un informe publicado el año pasado por el fondo de Adelphi Universidad. En los últimos años el típico primer trabajo en la región se pagaba 44.000$, bastante menos que los 60.780$ que el Instituto de Política Económica estimó que necesitaría una familia de cuatro miembros para cubrir sus gastos básicos.
Desenredar el ovillo que relaciona suburbios con prosperidad y algo más, comienza a quedar inacabado: la historia que los republicanos han contado sobre cómo vive ahí la gente, particularmente aquellos en las comunidades en crecimiento aún más periféricas, son sus componentes naturales. «Los demócratas no son bienvenidos en los barrios cerrados de ricos», dijo el columnista conservador Brooks unos años atrás, señalando las zonas comerciales alrededor de Orlando, territorio de Jeb Bush, y de Mesa, Arizona, una zona próspera al este de Phoenix. En estas comunidades que se van haciendo cada vez más grandes, sitios donde los aparcamientos de las megaiglesias se llenan cada domingo de lujosas camionetas, los liberales no tienen ni idea de lo que le importa a la gente, dice Brooks tácitamente. En la elección de 2004, pareció que él estaba en lo cierto: los republicanos barrieron en esos lugares, consiguiendo 97 de los 100 condados en rápido crecimiento del país. En los círculos demócratas sobrevino el pánico.
Al final el pánico fue prematuro. En las elecciones de mediados del año pasado la ventaja del Partido Republicano en los lujosos barrios cerrados se estrechó considerablemente. Los Demócratas ganaron el 60% de los votos en los suburbios interiores, 55% en el siguiente cordón, y la mayoría de voto suburbano total. No controlarían ni
En parte, el cambio refleja la amplia desilusión con la guerra en Irak. Pero también puede significar que los republicanos no tienen ideas cuando necesitan descifrar las preocupaciones de los habitantes de los suburbios. La presumida ventaja del Partido Republicano sobre estos votantes descansaba en el supuesto de que los nuevos centros de crecimiento suburbano se estaban llenando de prósperos profesionales de clase media que, sobre todo, se preocupan por los bajos impuestos y por que los dejen criar solos a sus hijos. Muchos suburbios ahora parecen estar llenándose de un tipo social diferente: padres estresados, preocupados por su asistencia sanitaria, la instrucción universitaria y pagando sus hipotecas. El científico político Jacob Hacker se ha referido a esta gente como los «populistas de oficina», padres que «no están necesariamente comprando los discursos antisistema contra el libre comercio y la inmigración…[pero] son escépticos sobre las promesas corporativas y preocupados por su seguridad.
Apuntar a las preocupaciones de tales personas no es necesariamente, por supuesto, sinónimo de simpatizar con los reclamos de los pobres suburbanos. (Como los asaltos contra inmigrantes en Nassau County muestran, el populismo suburbano puede cortar dos caminos). Ni la afiliación partidaria de los suburbanitas de bajos ingresos es necesariamente tan fácil de predecir. En Carolina del Norte conocí mucha gente que estaba furiosa con el salario mínimo escandalosamente bajo o con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) [NAFTA, North American Free Trade Agreement], pero luego me dijeron que eran Republicanos. Otros se quejaban del costo exorbitante de la asistencia sanitaria -y sobre cómo el gobierno se la está otorgando de manera gratuita a los mexicanos indocumentados-. Pero había otros que asentían con la cabeza cuando se les preguntó sobre la afirmación de John Edwards de que hoy existen dos Américas. «Tenemos dos Américas», dijo Ada Wells de Rockingham County, «y ellas no se entienden la una a la otra». Muchos suburbanitas con los que he hablado parecen interesados en temas -vivienda asequible, salarios mínimos más altos, seguridad sanitaria universal- que los Demócratas progresistas han señalado que deben estar en el centro de la agenda del partido, y que tanto los «populistas de oficina» de Hacker como la gente que limpia esas oficinas para vivir tienen interés en ello. Obviamente, los ricos ingenieros informáticos que llegan a los suburbios podrían seguir más preocupados por los bajos impuestos. Pero más de la mitad de la gente de los suburbios en crecimiento no tiene una licenciatura. La población afro-americana en tales sitios aumentó un 50% en la década de los 90. «Si miras a los suburbios emergentes, verás que rápidamente se están diversificando», dice el encuestador Demócrata Ruy Teixeira». Y están llenos de gente que no gana mucho dinero».
Más allá de alterar los patrones de voto, la dispersión de la pobreza hacia los suburbios tiene el potencial de refutar una idea más extendida: que los intereses de los suburbanitas y los habitantes de las ciudades son diametralmente opuestos. Esta ha sido la principal -a menudo tácita- premisa que guió el desarrollo regional durante décadas, una que jugó un importante papel en la extensión y segregación residencial. Pero si las ciudades y los suburbios enfrentan cada vez en mayor medida los mismos problemas, ¿no tendría sentido para ellos actuar juntos?
David Rusk, ex alcalde de Albuquerque y antiguo militante por un desarrollo regional más equitativo, es de esta opinión. «Para enfrentarse a los problemas de pobreza y crisis económica que afectan a muchas ciudades y suburbios, hay conseguir estados que establezcan directivas fuertes orientadas a equilibrar el desarrollo inmobiliario y alguna forma de coparticipación regional de impuestos», dice. Para ilustrar por qué, Rusk cita el caso de la parte sur de New Jersey, en particular el área que circunda Camden. «Esta es una zona de aproximadamente 1,75 millones de personas, y los diez municipios con más rápido crecimiento, en términos de empleo, representan todo el tercer cordón de suburbios», dice. «Ellos vieron la creación de alrededor de 42.000 puestos de trabajo en la década del 90, pero la construcción de sólo 1.200 viviendas de bajo costo. Mientras tanto, las 10 áreas que fueron las mayores perdedoras de empleos presenciaron la desaparición de 25.000 puestos de trabajo, pero se construyeron 16.000 viviendas con precio controlado. Es un espejo opuesto de lo que se necesita: donde la oferta de trabajo está creciendo, no hay vivienda asequible para la clase trabajadora. Donde ésta desaparece, la oferta de vivienda aumenta».
Rusk ha acuñado un lema que un importante numero de grupos de apoyo y líderes regionales están comenzando a adoptar: «si eres lo suficientemente bueno para trabajar aquí, eres lo suficientemente bueno para vivir aquí». Es con este principio en mente que los reformadores de New Jersey están reunidos detrás de la idea de revocar una desagradable práctica conocida como Acuerdo de Contribución Regional [Regional Contribution Agreement], un inocuo y rimbombante término para los negocios maquiavélicos que permite un municipio -típicamente un opulento suburbio de gran crecimiento- para sortear su obligación de construir viviendas de bajo precio dentro de sus límites pagando a otra municipalidad (normalmente una pobre ciudad muy necesitada de dinero) para construir unidades residenciales en su lugar. El no muy sutil propósito es permitir a los suburbios prevenir que se mude un tipo de gente «equivocado». El nuevo gobernador de New Jersey, Jon Corzine ha dicho que piensa que el Acuerdo es perjudicial pero él ya ha aprobado la legislación introducida en el Senado estatal que la aboliría.
Aun si Corzine mejorara, tal vez seria ingenuo imaginar que tales prácticas cesarán del todo: los suburbios fueron creados, después de todo, precisamente para erigir barreras espaciales entre ricos y pobres. Esto es seguramente una parte de la razón por la que los nuevos siguen surgiendo en áreas aún más remotas, lejos del crimen y la miseria (léase, negros y mulatos pobres). Pero es también un hecho que menos gente rica está encontrando, lenta pero seguramente, su camino en los suburbios. Jonathan Lange, un organizador con
Eyal Press es un colaborador de The Nation