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La guerra interior: los soldados que regresan con traumas de la guerra carecen de atención

Fuentes: Washington Post

Traducido por Michel Rodríguez, del Equipo de Traductores de Cubadebate y Rebelión

El especialista del Ejército Jeans Cruz ayudó en la captura de Saddam Hussein. Cuando regresó a su Bronx natal, personas importantes lo llamaron un héroe y le prometieron ayuda para comenzar una vida nueva. El alcalde de Nueva York, funcionarios de la ciudad de sus padres en Puerto Rico, el presidente del municipio y otras personalidades locales lo honraron con placas conmemorativas y bandas de seda para desfiles. Le dieron sus tarjetas de presentación y lo instaron a que llamara.

Pero Cruz le confió a un consejero del ejército que una «sombra negra» lo ha seguido desde Irak hasta su hogar. Se siente acosado por imágenes recurrentes de cómo fue en realidad la guerra para él: no la escena triunfal de un Hussein esposado sino visiones de niños iraquíes muertos.

En público, el ex explorador del ejército se mantenía erguido para las cámaras y marchaba en los desfiles. En privado, se cortaba los antebrazos para provocar el dolor y la adrenalina del combate. Escuchaba voces y sentía el olor a sangre rancia. Pronto se evaporaron los ofrecimientos de ayuda y Cruz se encontró aislado y solo, luchando contra la quiebra y una ensombrecedora depresión.

En una baja emocional, recurrió al centro médico local del Departamento de Asuntos de los Veteranos en busca de ayuda. Un psicólogo del centro diagnosticó que Cruz padecía de trastorno de estrés postraumático (PTSD por sus siglas en inglés). Su estado fue catalogado de «severo y crónico». En una carta en que se argumentaba su solicitud de pago por discapacidad debido al PTSD, el psicólogo alegó que Cruz «necesitaba gran ayuda» y que había presentado «evidencia más que suficiente» para reforzar su diagnóstico de PTSD. Sus experiencias en combate, rezaba la carta, «han sido bien documentadas».

Parece que nada de eso importó cuando su caso llegó a los evaluadores de discapacidad de Asuntos de los Veteranos. Lo rechazaron de plano y dictaminaron que no tenía derecho a compensación porque sus problemas psicológicos existían antes de que entrara al ejército. Además dijeron que Cruz no había probado que jamás hubiera estado en combate. Su carta de rechazo decía: «La evidencia disponible es insuficiente para confirmar que usted realmente haya entablado combate».

Sin embargo, las paredes de la sala de estar de su familia está cubierta por evidencia de su año en combate con la 4ta División de Infantería. La Medalla del Servicio Encomiable del Ejército al Valor por «acciones meritorias… durante operaciones combativas estratégicas» para capturar a Hussein cuelga en una pared cerca de de las espuelas de combate que le otorgaron por su trabajo con los exploradores «Ojos Profundos» de la 10ma de la Caballería, adjunta a una unidad elite que capturó al líder iraquí el 13 de diciembre de 2003 en Ad Dawr.

El Departamento de Asuntos de los Veteranos este año incurrirá en gastos por un monto 2 800 millones de dólares por concepto de salud mental. Sin embargo, lo más que podían ofrecer a Cruz era terapia de grupo en el centro médico del Bronx. No hay ni una sola sesión los fines de semana o suficientemente tarde para que Cruz pueda asistir. Con 25 años de edad, Cruz apenas puede organizar su vida. Mantiene a sus padres discapacitados y un hijo de cuatro años y no puede darse el lujo de tomar tiempo libre de su empleo de reparación de calderas. El trabajo rudo, sucio, con su calor y ruidos altos, le provoca ataques de pánico y quemaduras en la piel, pero coloca 96 dólares en su bolsillo todos los días.

Otrora felicitado por su gobierno, Cruz se siente derrotado por su burocracia. Ya no tiene fuerzas para apelar la decisión de Asuntos de los Veteranos, o para hacer que el ejército corrija los errores en su historia clínica o enmendar su expediente de personal para que de verdad liste sus condecoraciones de combate.

«Estoy llegando al límite mental como tal», afirmó Cruz parado frente a la puerta de acero llena de impactos de bala de un proyecto de urbanización de bajo costo en la Webster Ave, donde creció y todavía vive con su familia. «Hasta ahora mi experiencia ha sido que uno pide algo y lo deniegan y lo deniegan. Al cabo de un tiempo uno se da por vencido».

Un problema viejo y creciente

No se suponía que Jeans Cruz y sus contemporáneos del ejército sufrieran en las sombras al igual que le sucedió a los veteranos de la última y polémica guerra. Uno de los amargos legados de Vietnam fue el inadecuado tratamiento de las tropas tras su regreso. Decenas de miles padecieron en silencio trastornos psicológicos y muchos terminaron sin hogar, alcohólicos, drogadictos, en la cárcel o murieron antes de que el gobierno admitiera sus afecciones y en 1980 reconociera oficialmente al PTSD como un diagnóstico médico.

No obstante, casi tres decenios más tarde, el gobierno todavía no domina los elementos básicos: la mejor forma de detectar el trastorno, las vías más eficaces de tratamiento, y la manera más justa de resarcir a los jóvenes que sirvieron a su país y regresaron incapaces de llevar una vida normal.

El caso de Cruz ilustra estos problemas mayores en un momento en que la cantidad de veteranos aquejados es la más grande y de más rápido crecimiento en decenios, y cuando muchos de ellos están de vuelta en sus hogares sin monitoreo o cuidado. Entre 1999 y 2004 los pagos por concepto de discapacidad a veteranos por PTSD erogados por el Departamento de Asuntos de los Veteranos aumentaron en 150 por ciento y se elevaron a 4 200 millones de dólares.

En esta primavera, el número de veteranos de Afganistán e Irak que solicitaron ayuda por estrés postraumático sería suficiente para cubrir cuatro divisiones del ejército, unos 45 000 en total.

Proceden de todos los rangos, armas y rincones del país. Personas como la teniente del ejército Sylvia Blackwood, quien fue hospitalizada bajo llave en una sala psiquiátrica en Washington luego de que tratara de ocultar su distrés por año y medio [artículo, A13]; y el soldado primero del ejército Joshua Calloway, que pasó ocho meses en el Centro Médico Walter Reed y salió casi igual que cuando llegó de Irak esposado; y el soldado primero de la marina Jim Roberts, que está luchando para mantenerse cuerdo en su hogar en las afueras de Nueva York con ayuda de terapia una vez por semana y el botiquín lleno de medicamentos por receta médica; y los tantos marines en California a quienes se le negó el tratamiento por PTSD porque el jefe de psiquiatría de su base consideró que el diagnóstico se usaba demasiado.

Ellos representan la primera ola de lo que los expertos consideran es una avalancha que se aproxima.

Una cuarta parte de todos los soldados y marines que regresan de Irak padecen heridas psicológicas, según un informe reciente de la Asociación Americana de Psicología. Un estudio del ejercitó arrojó que el 20 por ciento de los soldados en Irak dieron positivo en ansiedad, depresión y estrés agudo.

Ahora bien, los números son solo parte del problema. El Instituto de Medicina informó el mes pasado que los métodos del Departamento de Asuntos de los Veteranos para decidir la indemnización por PTSD y otros trastornos emocionales tenían poca base científica y que el proceso de evaluación mostraba muchas variaciones. Mientras tratan de navegar por el confuso proceso de discapacidad, los veteranos ya aquejados entran a un sistema de Asuntos de los Veteranos que crónicamente pierde los expedientes y que se ve lastrado con un retraso de 400 000 solicitudes de todo tipo.

El proceso de discapacidad ha llegado a simbolizar la confusión burocrática por el PTSD. Para tener derecho a la indemnización, las tropas y los veteranos tienen que probar que fueron testigos de por lo menos un hecho traumático, como la muerte de un compañero o un ataque por una bomba colocada en el camino, o un artefacto explosivo improvisado. La norma ha sido empleada para denegar miles de solicitudes. Sin embargo, muchos expertos afirman ahora que el estrés debilitante puede ser provocado tanto por la acumulación de traumas como por un hecho significativo.

En una entrevista, el mismo jefe de salud mental de Asuntos de los Veteranos puso en duda que la norma de un solo hecho constituya una forma válida de medir el PTSD. «Una de las cosas que me tiene intrigado es ¿qué pasa si uno no ha se ha visto expuesto a un artefacto explosivo improvisado pero vive durante un mes con temor a ello?» afirma el psiquiatra Ira R. Katz. «Según la definición normal, no cumple con los requisitos».

El ejército también está luchando contra una crisis en los cuidados de salud mental. Los psicólogos con licencia se van más rápidamente de lo que se les puede encontrar reemplazos. Sus filas han mermado de 450 a 350 en años recientes. Muchos afirman que se fueron porque no podían lidiar con el estrés de enfrentarse a esos afligidos soldados. Consejeros inexpertos se las arreglan con el uso de terapias más apropiadas para alcohólicos u orientación matrimonial.

Un nuevo informe del Grupo Especial de Salud Mental del departamento de Defensa afirma que los problemas son incluso más profundos. Los proveedores de salud mental no son «suficientemente accesibles» a los miembros en servicio y no cuentan con la capacitación adecuada, apunta; además de que no se emplean tratamientos sobre la base de la evidencia. Según un proyecto del informe, el grupo especial recomienda una revisión general del sistema de salud mental castrense.

Otro informe, encargado por el secretario de Defensa, Robert M. Gates, a raíz del escándalo del servicio ambulatorio de Walter Reed, halló problemas similares: «No existe un esfuerzo coordinado para suministrar la capacitación necesaria a fin de identificar y tratar estas heridas no visibles, ni hay una investigación adecuada para desarrollar la capacitación requerida y mejorar los planes de tratamiento».

Pero es improbable que el ejército realice investigaciones significativas pronto. «Estamos en guerra, y una buena investigación implica solicitar subvenciones, ensayos de control de placebo, grupos de controles», asevera el coronel Elspeth Ritchie, jefe de psiquiatría del Ejército. «No me parece que esa sea nuestra misión primordial».

Al tratar de enfrentarse a las crecientes necesidades de salud mental, las fuerzas armadas lanzan con regularidad sitios Web y promueven guías de auto ayuda para los soldados. El mayor general Gale S. Pollock, inspector general de sanidad del Ejército considera que sería de ayuda duplicar la cantidad de profesionales de salud mental y reforzar el pago de los psiquiatras.

Ahora bien, existe otro obstáculo que no queda superado por estos pasos. «Una de mis preocupaciones más grande es el estigma» de salud mental, apunta Pollock. «Para mi, ese constituye un reto aún mayor. Creo que el Ejército y la nación tienen un largo camino por delante». El grupo especial reveló que el estigma en las fuerzas armadas sigue siendo «dominante» y constituye una «barrera significativa que merece atención».

Las encuestas subrayan el problema. Sólo el 40 por ciento de las tropas que dieron positivo en problemas emocionales graves buscaron ayuda, reveló una estudio reciente del Ejército. Casi el 60 por ciento de los soldados dijeron que no pedirían ayuda para sus problemas de salud mental porque creían que los jefes de sus unidades les darían un tratamiento diferente; el 55 por ciento consideró que los verían como débiles; y un por ciento similar opinó que los soldados en sus unidades tendrían menos confianza en ellos.

El teniente general John Vines, que dirigió la 18vo Cuerpo Aerotransportado en Irak y Afganistán, aseveró que miles de oficiales se quedaron callados por temor a que los calificaran de algo malo. «Todos nosotros que estuvimos al mando de soldados muertos o heridos en combate tenemos cicatrices emocionales por ello», afirmó Vines, quien se retiró recientemente. «Nadie que yo conozca buscó tratamiento de especialistas en salud mental, y parte de ello se debe a la falta de confianza que el sistema reconocería como «normal» en tiempo de guerra. Esto es un problema sistémico».

A los oficiales y tropas de rango, añadió Vines, les preocupaba tener problemas para obtener accesos de seguridad si solicitaban ayuda psicológica. No confiaban, apuntó, en que «una agencia o proceso sin rostro ni nombre, que no los conoce personalmente, no fuera a penalizarlos por lo que se considere es falta de resistencia mental o emocional».

¿Demasiado diagnosticado o pasado por alto?

En los últimos dos años y medio, el centro de orientación del Centro de Combate Aire-Tierra del Cuerpo de los Marines en Twentynine Palms, California, era un lugar difícil para los marines en busca de ayuda por estrés postraumático. Según tres consejeros y otro funcionario que trabajaba con él, el comandante de la marina Louis Valbracht, jefe de salud mental del hospital ambulatorio del centro, a menudo se rehusó a aceptar las opiniones de los consejeros de que algunos marines que abusaban del consumo del alcohol o utilizaban drogas padecían de PTSD.

«Valbracht no creía en eso. Decía que el PTSD no existía», comenta David Roman, que se desempeñaba como consejero de abuso de sustancias en Twentynine Palms hasta su renuncia hace seis meses.

«Todos nos quedamos horrorizados», aseveró Mary Jo Thornton, otra consejera que se fue el año pasado.

Un tercer consejero estimó que quizás la mitad de los 3 000 marines que había atendido en los últimos cinco años mostraban síntomas de estrés postraumático. «Te cambiaban el diagnóstico en tu cara, lo tachaban con un raya», aseveró el consejero, que habló en condición de anonimato porque todavía trabaja allí.

«Quiero que atiendan a mis marines», dijo Roman, que es ahora un consejero de abuso de sustancias en la Estación Aérea del Cuerpo de Marines en Cherry Point, Carolina del Norte.

En una entrevista, Valbracht negó haber dicho jamás a los consejeros que el PTSD no existía. Pero sí dijo que en la actualidad «se utilizaba demasiado» como diagnóstico, al igual que «todo el mundo en la costa del Atlántico tiene trastorno bipolar». Afirmó que esto «subvalora la severidad de alguien que padece PTSD de verdad», y añadió: «Es como tener un padrastro hoy en día. Cualquiera entra y dice ‘Tengo PTSD'» y los consejeros quieren darle ese diagnóstico sin síntomas específicos.

Valbracht, especialista en medicina aeroespacial, revisaba y firmaba los casos en el centro de orientación. Refirió que algunos consejeros diagnosticaban a los marines con PTSD antes de determinar si los síntomas persistían durante 30 días, la recomendación del ejército. Valbracht hablaba frecuentemente con los consejeros sobre su padre, un miembro de los marines de Iwo Jima que sobrepasó el estrés de esa batalla y escribió un artículo titulado They Even Laughed on Iwo (Incluso se rieron en Iwo). Los consejeros lo consideraron anticuado y ofensivo. Valbracht afirmó que el mismo mostraba la capacidad de recuperación de la mente.

Valbracht se retiró recientemente porque, según él, estaba «quemado» por trabajar siete días a la semana como el único psiquiatra disponible para casi 10 000 marines en su territorio de 180 millas de extensión. «Nos hubieran venido bien dos o tres psiquiatras más», declaró, para suavizar la carga y garantizar que nadie fuera pasado por alto.

Durante más de 30 años el cuerpo de marines y sucesivos profesionales de la salud pasaron por alto la afección mental subyacente del ex soldado de primera de la marina Jim Roberts, mientras su temperamento y el uso del alcohol lo hundían en problemas más profundos. No fue hasta mayo de 2005 que Asuntos de los Veteranos comenzó a dar tratamiento a los veteranos de Vietnam por el PTSD. Tres de cada diez compatriotas de Vietnam han sido diagnosticados con PTSD. La mitad de ellos han sido arrestados por lo menos una vez. Los grupos de veteranos alegan que miles se han suicidado.

Ahora para controlar sus emociones, Roberts asiste a terapia de grupo una vez por semana y se toma un puñado de píldoras que prescribieron sus doctores de Asuntos de los Veteranos: Zoloft, Neurontin, Lisinopril, Seroquel, Ambien, hydroxizina, «suficiente medicina para matar a un mulo», agrega.

Roberts quiere desesperadamente persuadir a los veteranos de Irak de que no sigan el camino que él ha transitado. «A la gente de Irak le va a tomar cinco a diez años convertirse uno de nosotros», comenta, sentado a la mesa de su cocina en Yonkers con sus amigos veteranos Nicky, Lenny, Frenchie, Ray y Johnson que expresan su consentimiento asintiendo con la cabeza. «Todo se trata de los veteranos olvidados, entonces y ahora. A la gente de Irak y Afganistán necesitamos tenerla aquí con nosotros».

«Aquí» puede significar muchas cosas. Puede significar un centro de veteranos al estilo de los años sesenta como al que asiste Roberts, con fotografías descoloridas de helicópteros Huey y cuadros de soldados pasando inadvertidos entre pasto de elefante a la altura de los hombros. Puede significar terapia de grupo en una clínica ambulatoria de Asuntos de los Veteranos en horario laboral, o un tratamiento más abarcador en una clínica con internamiento. En una crisis, puede significar una sala de psiquiatría bajo llave en el hospital local de Asuntos de los Veteranos.

«Por ahí», sin ningún tipo de cuidado, es un infierno en solitario.

Perder una batalla burocrática

Poco después de que Jeans Cruz regresó de Irak a Fort Hood, Texas, en el 2004, su consejero, un especialista de bajo rango, sugirió que alguien debía «explorar los síntomas de PTSD». Pero no hay indicaciones en la historia clínica de Cruz, que él entregara al The Washington Post, de que alguien haya respondido jamás a esa sugerencia.

Cuando nos reunimos con los consejeros mientras todavía estaba en servicio activo, Cruz recordó que tomaron notas sobre su pasado problemático, incluido que había recibido tratamiento contra la depresión con anterioridad a su entrada al ejército. No obstante, no se mostraron interesados en sus experiencias en el campo de batalla. «Disparé a niños. Tuve que matar niños. A veces miro a mi hijo y es que maté a un niño de su edad», cuenta Cruz. «A veces tuve que tirar un obús para dentro de alguna casa. Cuando uno entra a limpiar el desorden, te encuentras tres, cuatro, cinco, seis niños adentro. Uno tiene que mover los cuerpos».

Cuando trataba de hablar sobre la guerra, recuerda, sus consejeros «se reclinaban en la silla y decían ‘¡ajá, ajá, ajá!’. Cuando les contaba acerca de la unidad con la que estaba y de Saddam Hussein, solo decían: ‘Ah, si, claro’. «

Ocasionalmente veía un psiquiatra, quien lo describió como deprimido y ansioso. En sus conversaciones hablaba de quemarse él mismo con cigarrillos y mostraba «ira de Irak, pesadillas, flashbacks», escribió un consejero en su historia clínica. «Vio morir a un amigo en Irak». Se corta y se hace magulladuras para liberar la ira y la frustración». Le prescribieron Zoloft y trazodona para controlar su depresión y ayudarlo con las pesadillas. Le dieron Ambien para que durmiera, que el no tomó durante un tiempo por temor a sentirse desorientado en la mañana.

Los consejeros en Fort Hood se preocuparon con Cruz lo suficiente como para hacerlo firmar lo que se conoce como Acuerdo de Mantenimiento de Vida. Dice: «Yo, Jeans Cruz, consiento en no hacer daño a mi u otra persona. Primero contactaré a un miembro de mi cadena de mando directa… o inmediatamente iré al cuerpo de guardia». Eso fue en octubre de 2004. Al mes siguiente firmó otro.

Dos semanas más tarde, Cruz se volvió a alistar. Dice que el Ejército le dio una bonificación de 10 000 dólares.

Sus problemas empeoraron. Tres meses después de que se alistara, un consejero indicó en su historia clínica: «GRAN depresión». Y luego de eso: «Se ve a si mismo en sus sueños matando o estrangulando a la gente. . . . Le preocupa el control de su nivel de estrés. Afirmó que ha comenzado a beber en horas más tempranas del día». Un psicólogo de la división, al notar la depresión de Cruz, dijo que «él había mejorado cuando tomaba los medicamentos pero que había degenerado desde que dejó de tomar las medicinas debido a largas jornadas de trabajo».

Siete meses tras su ceremonia de alistamiento, el Ejército le dio baja honorable, asegurando que tenía «un trastorno de la personalidad» que lo incapacitaba para el servicio militar. Esta determinación implicaba que todos sus problemas psicológicos existían con anterioridad a su primer alistamiento. También lo inhabilitaba para recibir pago de indemnización por discapacidad debido a su participación en combate.

No se hizo mucho intento de vincular su afección con su experiencia en Irak. Como tampoco el Ejército observó una contradicción obvia en la forma en que se trató: lo instaron a que se alistara de nuevo aunque sus problemas psicológicos ya se habían documentado.

El expediente de Cruz está plagado de errores obvios, incluido una evaluación psicológica de «normal» en el mismo examen físico que las fuerzas castrenses utilizaron para darle baja por trastornos psicológicos. Su expediente omite la distinción de las espuelas de combate y la Medalla del Servicio Encomiable del Ejército al Valor.
Estas omisiones contribuyeron a la decisión de Asuntos de los Veteranos de que él no había probado que estuvo en combate.
Con el objetivo de rectificar dichos errores, Cruz habría tenido que enfrentarse a un papeleo y una burocracia caóticos y contradictorios -una tarea monumental para un abogado experto, para qué hablar de un joven veterano de guerra estresado.

En la carta del 16 de agosto de 2006 donde Asuntos de los Veteranos niega el pago por discapacidad a Cruz porque no había dado evidencia de combate, los evaluadores le indicaron que se dirigiera al Centro de los Servicios Armados de los EE.UU. para la Búsqueda de Expedientes de Unidades. Pero ya no existe ese lugar. Su nombre cambió al de Centro de Investigación de Servicios de Expedientes del Ejército de los EE.UU. y Servicios Conjuntos y mudó su sede de una zona en las afueras de Virginia, Springfield, a otro, Alexandria, hace tres años. Tiene una lista de espera de 10 meses para el procesamiento de solicitudes.

Para acelerar las cosas, los funcionarios aconsejan a las tropas que escriban a los Archivos Nacionales y Administración de Expedientes en Maryland. Pero esa entidad no tiene expedientes de la guerra en Irak, afirmó una vocera. Ello enviaría a Cruz de vuelta a Fort Hood, cuyos soldados han sido desplegados a Irak en dos ocasiones, lo que deja a pocos funcionarios para buscar los expedientes.

Pero ya Cruz cejó con lo de los expedientes. La vida en las casas Daniel Webster ya es suficientemente difícil.

Luego de que se licenció del ejército y regresó a su hogar del Bronx, hace un viaje de 45 minutos en ómnibus y metro después del trabajo para asistir las sesiones de grupo en las instalaciones locales de Asuntos de los Veteranos. Siempre llegaba tarde y se marchaba frustrado. Escuchar los traumas de otros veteranos solo lo hacía sentirse peor, afirmó: «Me empeoró». Tuve que levantarme e irme». Según los expertos, las personas como Cruz necesitan terapia individual y ocupacional.

Las medicinas eran fáciles de aguantar, pero algunas lo ponían mal. «Me ponían tan lento que no quería hacer nada con mi hijo u ocuparme de mi familia», cuenta. Al cabo de varios meses, dejó de tomar los medicamentos, un paso peligroso para una persona con depresión severa. Comenzó a beber más.

Ahora para calmarse, sale y lanza una pelota contra la pared del edificio. «Mi hijo está fuera de control. Hay problemas familiares», agrega mientras sacude la cabeza. «Empiezo a ver esas caras. Regresa en flashbacks, ansiedad. A veces tengo que salir de mi casa por temor a golpear a mi hijo u otra persona».

Debido a sus responsabilidades familiares, Cruz no quiere que lo ingresen en un hospital. Por la misma razón no cree tampoco que un programa con internamiento funcione.

Sus necesidades son más básicas. «¿Por qué no puedo tener un consejero con un número telefónico? Quisiera llamar a alguien».

O alguna ayuda de la gente que le puso sus tarjetas de presentación en la mano durante los días de gloria de su regreso de Irak. «Tengo tarjas en mi pared -pero nada más que eso».

La investigadora Julie Tate contribuyó con la redacción este reportaje.