¡Uno de cada cien adultos está en la cárcel en los Estados Unidos! El Estado Penal, esa lenta pero segura desviación del desvencijado «Welfare State», es nada más que la acomodación de las formas institucionales a lo que los sociólogos y economistas llaman «postfordismo», una novísima relación entre el capital y el trabajo. El irresistible […]
¡Uno de cada cien adultos está en la cárcel en los Estados Unidos! El Estado Penal, esa lenta pero segura desviación del desvencijado «Welfare State», es nada más que la acomodación de las formas institucionales a lo que los sociólogos y economistas llaman «postfordismo», una novísima relación entre el capital y el trabajo. El irresistible ascenso del «Penal State» y la retirada del mezquino estado social norteamericano durante las décadas de los setenta, ochenta y noventa (por ejemplo, reflejadas en el aspecto sanitario en el documental «Sicko») se ha traducido en la puesta en vigencia de una política de criminalización de la miseria lisa y llana. Pero la criminalización de las clases trabajadoras más pobres es el complemento indispensable de la imposición del trabajo asalariado precario, intermitente, informal y mal pago. Del trabajo informal y la negación del trabajo (desocupados, ese eufemismo técnico neutro) bajo las relaciones de producción posfordistas. La dimensión carcelaria posmoderna se mueve dentro de una herradura ideológica que va de la prisión al mercado de trabajo calificado, de allí a los organismos de seguridad y de ella de nuevo a la prisión. Se han conocido unos datos escalofriantes sobre la ratio, la relación entre presos y habitantes en la supuesta democracia Nº 1 del mundo occidental. Los Estados Unidos de Norteamérica tienen el triste récord mundial de tener encarcelados por primera vez en la historia, más de un adulto de cada cien. El dato no es de ningún órgano izquierdista trasnochado, faltaba más, sino de un centro de estudio especializado en materia de políticas públicas y estatales, Pew Center of the States. El informe se titula significativamente «One in 100. Behind Bars in America 2008» y en tan sólo 37 páginas y utilizando datos oficiales procedente de cada Estado de la Unión contabilizó que 2.319.258 norteamericanos se encontraban en detención a inicios de 2008, es decir uno de cada 99,1 adultos. O, si se quiere, 750 encarcelados cada 100.000 habitantes. El número de presos, ya sea si la ratio se la calcula per capita o de manera absoluta, es el más elevado de cualquier otra nación, incluyendo a las más pobladas del planeta tales como la India o China que sobrepasa con más de medio millón de presos. En un segundo destacado lugar se encuentra China. Pero en ratio según habitantes la lista de notables se compone de los siguientes países: 2) Rusia (628 presos cada 100.000); 3) Belorusia (426 presos); 4) Georgia (401 presos); 5) Ucrania (345 presos). recién en el puesto número nueve aparece el primer país europeo, Polonia; España no desentona con un honorable y en ascenso lugar dieciocho de la ignominiosa lista. Por supuesto que el informe no busca ningún fin humanitario ni trabajar por los derechos humanos, sino señalar los problemas financieros si se sigue con esta política estatal. Se alerta a las autoridades sobre el gigantesco peso que constituyen las cárceles sobre las finanzas de cada Estado, al señalar como los 50 estados gastaron más de 49 mil millones de dólares en sus respectivos sistemas de prisiones el año pasado, un aumento de unos 11 mil millones de dólares en comparación con 1988. Aumento que no se condice con la tasa de criminalidad. Y es que en el «Penal State» la tasa de delito se desvincula de la tasa de emprisionamiento, una paradoja a primera vista pero que se explica por la nueva relación entre el mercado de trabajo precario y las nuevas formas de ghetto social. La situación se ve aún más absurda cuando se considera que el costo de encarcelación de tantos ciudadanos es seis veces más elevado que el presupuesto nacional para la educación superior. Por ejemplo, cinco estados, Vermont, Michigan, Oregon, Connecticut y Delaware, gastan más en encarcelar y mantener encerrados a ciudadanos por delitos menores (derivados de la teoría neoconservadora «Zero Tolerance») que lo que invierten en educación. El informe además confirma algo que era un secreto a voces: la terrible discriminación racial y sobrerrepresentación en las prisiones de minorias étnicas. AL conservador «Washington Post» sólo le queda por reconocer que las minorías étnicas y los inmigrantes son la carne de cañón del complejo económico-carcelario: «Mientras uno de cada 30 hombres con edades de 24 hasta 34 años están detrás de los barrotes, para los hombres negros de estas mismas edades, el promedio es de uno de cada nueve», precisa el texto. Negros, latinos y sectores decadentes de la vieja clase obrera: esa es la composición social y étnica de las cárceles. La cárcel ha suplido al viejo ghetto como instrumento de encierro de una población considerada como peligrosa, indisciplinada, superflua, tanto en el plano económico (los asiáticos son mucho más dóciles) como político (los negros apenas votan y los latinos están semiclandestinos). El aparato carcelario ocupa un lugar central en el sistema de gobierno neocon de administración autoritaria de la miseria, en el cortocircuito entre mercado de empleo precario, ghettos urbanos y servicios sociales desmantelados. La cárcel es hoy un puntal de la nueva disciplina del trabajo asalariado desocializado, de los nuevos «desafiliados» y de las falsas formas de trabajo autónomo. Y es que el sistema penal posmoderno contribuye a regular directamente los segmentos inferiores del mercado laboral. Se estima que durante la década de los noventa el sistema carcelario ayudó a disminuir en dos puntos en índice de desocupación norteamericano.
Link original de la noticia: Washington Post
Link del Informe en formato .pdf: Pew Center on the States