Un padre adoptivo desalmado abandona a su hijo desvalido a su suerte. Un vecino aprovecha para enriquecerse quedándose con el menor a la vista de aquél y de los demás vecinos. Ocurre que el hijo se rebela contra el nuevo padre adoptivo sin querer, lógicamente, volver con el primero. La relación de conveniencia entre los […]
Un padre adoptivo desalmado abandona a su hijo desvalido a su suerte. Un vecino aprovecha para enriquecerse quedándose con el menor a la vista de aquél y de los demás vecinos. Ocurre que el hijo se rebela contra el nuevo padre adoptivo sin querer, lógicamente, volver con el primero.
La relación de conveniencia entre los dos padres, áspera desde antiguo por estar basada en realidad en una lucha de intereses y no en una colaboración de mutuo beneficio, se ve afectada por aquella rebeldía.
La ley del vecindario dice que los hijos han de ser independientes si así lo deciden y que han de contar para ello con la ayuda de los padres. Lejos de prestársela, el primero se desentiende en la práctica de su obligación, aunque sin renunciar definitivamente a ella. El segundo impide violentamente la independencia del menor a sabiendas de que el vecindario no se lo impedirá, pero no logra que éste le apoye abiertamente como desea, al cien por cien. Cada uno tiene sus propios intereses.
¿Qué culpa tienen los saharauis de que el Reino de España y el de Marruecos incumplan su propia ley, tengan intereses opuestos, que cada uno utilice los problemas del otro para su propio beneficio y encima estén «condenados a entenderse»?
Es legítimo preguntarse por las relaciones entre ambos y abogar por que sean mucho mejores de lo que son. Más aún, lo óptimo sería trabajar para que sean de colaboración y no de competición. No lo es sacrificar al que no tiene arte ni parte en aquellas, como no sea el de ser usado como una herramienta más en la lucha entre ambos.
Los problemas entre España y Marruecos no tienen su origen en el derecho de autodeterminación del pueblo saharaui, sino que ambos se aprovechan de éste para obtener una posición de ventaja -desde luego también sin éxito- a la hora de forzar la mano del otro.
El «problema» del Sahara Occidental, que Aminetu Haidar tan valiente como astutamente ha sacado del baúl de los trastos en solitario, para castigo de los políticos corruptos y cobardes de las dos orillas del Estrecho, es en verdad el problema de España, de Marruecos y del resto del vecindario.
Allá penas ¿por qué las miles de Aminetus que malviven en los campamentos de Tinduf en el desierto de Argelia o bajo continua represión en los territorios ocupados por Marruecos, tendrían que preocuparse por el dolor de cabeza que le da a Moratinos desde Lanzarote o por el ridículo internacional que ha hecho su colega en Rabat al retirarle la documentación? Si se hubiesen preocupado antes por los refugiados que cargan con más de treinta años de miseria en sus cuerpos y almas, no tendrían que amenazarse mutuamente ahora con empeorar los demás problemas que les acucian
La solución la ilumina la historia del Sahara -y otras similares-, la recomienda el sentido común y la dicta la ley internacional con una sencilla fórmula: referéndum de autodeterminación. Sin trucos, sin colonos, sin dilaciones, en paz y en libertad.
Hasta que los miles y miles de refugiados saharauis propongan otra solución que no pase por el referéndum, no parece razonable que, en nombre de los supuestos intereses de España, pero menos aún de la amistad con Marruecos, de la situación estancada del conflicto, de las ventajas de una «amplia autonomía» para los interesados, otros favorezcan el interés del poderoso por encima del derecho del débil.
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