Traducido por Rocío Anguiano
¿Occidente es demasiado indulgente con un monarca feudal que cultiva una imagen de rey moderno, en un momento en que las calles árabes arden?
Hombre de entre 70 y 80 años, con una media de continuidad en el poder de 30 años, una carrera en el ejército, un heredero esperando para sucederle, un régimen de partido único, una oposición mermada, un clan depredador de las riquezas del país; este es el retrato robot del dictador árabe en el imaginario occidental, en el que encajan Ben Alí, Mubarak o Gadafi.
Desde que el señor de Cartago puso pies en polvorosa y que el rais vacila ante las embestidas del pueblo cairota, los más sagaces comentaristas de las calles árabes rivalizan en análisis destinados a explicar que a partir de ahora el reino absoluto de los potentados árabes ya no garantiza la sacrosanta «estabilidad» de los países sujetos a su poder jupiterino.
En el extremo septentrional de ese mundo que no sabe lo qué es la democracia, existe a los ojos de Occidente un «reino aceptable» del que casi no se habla tras las revueltas de Túnez y El Cairo: Marruecos. Las explicaciones de ceguera ante el régimen policial de Ben Alí y ante el cinismo geoestratégico que convierte en funámbulos diplomáticos a las cancillerías occidentales de Próximo Oriente no alcanzan a este país considerado a parte. ¿Por qué? ¿Está justificado?
Para saberlo solo hay que pasar a Mohamed VI por el «detector de dictadores».
¿Es Mohamed VI un autócrata como los demás?
Mohamed VI tiene a su favor que es relativamente joven (47 años) y que subió al trono hace doce años, tras 38 de reinado absoluto de Hassan II, rey autócrata a la antigua. El absolutismo del régimen se ha regenerado, pasando de una monarquía claramente represiva a una «hipermonarquía». Esta se afana en garantizar una continuidad de sus instituciones, con una concentración desigual de los poderes político y económico y todo ello refinando su imagen de déspota ilustrado -y sin duda menos caricaturesco que muchos tiranos árabes. Sin embargo, el poder sumamente personalista del rey se apoya casi de forma exclusiva en los hombres de palacio.
Los más conocidos, dos de sus amigos de la infancia, fagocitan raciones enteras de poder. Fouad Alí El Himma en política y Mohamed Mounir Majidi en el mundo de los negocios. Hoy, el Gabinete Real, centro neurálgico del poder de Mohamed VI, que dirige bajo cuerda la administración, tiene más poder que todas las instituciones representativas juntas -impidiendo así la redistribución de la riqueza y todo ello a pesar del inicio de grandes obras de infraestructura y de iniciativas en lo social, que deberían subsanar el enorme retraso del país en materia de desarrollo humano, terreno en el que Marruecos sigue vegetando en los últimos puestos de las clasificaciones mundiales.
La eliminación de las prerrogativas del gobierno y el deterioro de los partidos políticos explican en gran parte la indiferencia de los marroquíes hacia las urnas.
¿Cómo se explica su popularidad?
Mohamed VI ha sabido sacar partido de la imagen revulsiva de su padre en materia de derechos humanos -sin renegar de lo esencial de su herencia. Aunque su empatía con los necesitados no parece fingida, sí que es sabiamente orquestada por un culto a la personalidad exacerbado y una propaganda de otros tiempos. Los marroquíes temen también casi de forma inconsciente la fitna, un caos social y de identidad que surgiría del desmoronamiento de la Corona, que les une culturalmente. En este sentido, el rey es muy popular. Y así lo demuestra un reciente sondeo inédito cuya publicación, en el colmo de la irracionalidad, se ha prohibido. Porque en el reino de Marruecos, la libertad de expresión termina en las puertas del Palacio.
Pero, en el fondo, ¿es un demócrata?
El régimen marroquí es -en teoría- una monarquía constitucional. Pero solo hay que leer su Constitución para darse cuenta de que no es en absoluto democrático. El principio de separación de poderes no está reconocido. El propio rey define su régimen como una «monarquía ejecutiva», que une su estatuto sagrado de Comendador de los creyentes con el temporal de jefe de Estado. El multipartidismo existe desde que se logró la independencia del país, pero el Parlamento se limita a hacer de caja de resonancia de las decisiones de Palacio, especialmente cuando se trata de aprobar el presupuesto de la Corte Real o el del aparato de seguridad. Las elecciones se manipulan siempre de mala manera y el poder del Primer Ministro se limita a figurar.
Criticar la política del monarca o la de su Gabinete, sacar a la luz la depredación económica de la clase dirigente (y la del mismo rey), denunciar la práctica de torturas por las fuerzas del orden, reprobar la justicia expeditiva o la corrupción rampante son actos que se consideran subversivos para justificar los castigos que se infligen a las voces discordantes acusadas de nihilismo.
En la práctica, nadie puede cuestionar lo que el Palacio y su gobierno definen como los «principios inmutables de la nación», es decir, el carácter sagrado del trono -incluidas sus decisiones de gobierno – el islam como religión del Estado, la soberanía de Marruecos sobre el Sahara Occidental y la sacralización del aparato de seguridad. En cuanto a la esfera privada del rey, permanece inviolable incluso cuando interfiere en la política del Estado.
¿Dirige un Estado represivo?
Tras la desaparición de Hassan II, demócratas y reformadores apostaron por una aceleración de la tendencia que creían garantizada con un poder renovado. La opinión internacional quiso creer también que la estabilidad del país iría acompañada de una moderación del régimen y de una gradual transición democrática.
No fue así: la libertad de prensa, indicio esencial de tal promesa, ha sido a menudo maltratada, y la censura se impuso rápidamente. Los escasos bastiones de la prensa de investigación están en vías de desaparición. Salvo raras excepciones, prevalece el reino de la complacencia y de la censura.
Aunque se han dado garantías sobre el estatuto de la mujer, que más bien se asemeja al «feminismo de Estado» tunecino, las libertades individuales -incluida la de culto- están lejos de haberse alcanzado. Además, el proceso de reconciliación no se ha llevado hasta el final (la verdad sobre las exacciones cometidas en el reinado de Hassan II solo se ha desvelado a medias, sin que se haya acusado a algunos responsables todavía en el poder) y Marruecos sigue encarcelando a los opositores políticos que se cuentan entre los militantes de derechos humanos, así como los independentistas saharauis y los islamistas.
Las ONG locales, los movimientos asociativos y contestatarios, la prensa, las redes sociales y algunos partidos políticos canalizan las frustraciones, incluso sirven de coartada y de válvula de escape social. Los accesos de fiebre recurrentes en Marruecos desde hace algunos años demuestran que la hogra, ese sentimiento de injusticia constante que se experimenta en todo el Magreb, puede incitar a la revuelta.
¿Cuenta con la indulgencia de Occidente?
Más allá de los intereses estratégicos con Occidente y con Francia en particular, y al igual que otros regímenes árabes, Mohamed VI juega a fondo la baza del peligro islamista y de un cierto voluntarismo económico y social para justificar las escorias feudales de su régimen. Con París, los lazos políticos son casi incestuosos. Europa ha concedido a Marruecos el Estatuto Avanzado, un privilegio que solo comparte con Israel en el sur del Mediterráneo. El trono es también uno de los aliados incondicionales de Estados Unidos en su guerra contra el terror, hasta el punto de haber aceptado como Mubarak, por ejemplo (cosa que se olvida muy a menudo), participar en el programa de tortura deslocalizada de Bush Jr.
En este contexto de realpolitik, la esperanza de ver por fin uno de los países árabes más idóneos encaminarse hacia la democracia -como lo hicieron España después de Franco, Portugal después de Salazar, Grecia después de los Coroneles o algunos países de América Latina tras las dictaduras militares- ha sido vana.
Fuente: http://www.slateafrique.com/