Traducido por Rocío Anguiano
Gracias a su valor, el pueblo tunecino acaba de refutar una teoría en boga en algunos círculos políticos europeos y estadounidenses que ven en el mundo árabe un espacio refractario a la emancipación democrática. En ellos se dice que solo los islamistas son capaces de derrocar a los regímenes árabes «moderados» y que, para evitar ese riesgo, conviene apoyar a los autócratas, aunque eso suponga hacer la vista gorda a sus extravíos policiales y mafiosos.
Túnez avanza hacia la liberación, pero el camino todavía es largo. Una de las primeras dificultades del nuevo régimen tunecino será lograr un verdadero consenso nacional con todas las partes de la sociedad, que es la condición indispensable para instaurar las bases de un pacto democrático. Es ahí donde radica todo. En Túnez, al igual que en otras partes del mundo árabe, las fuerzas de oposición de inspiración islámica tienen todas su influencia, a menudo importante y, en cualquier caso, nada desdeñable. Aunque el partido islamista de Rached Ghannouchi, Ennahda («Renacimiento»), se haya visto debilitado por veinte años de represión y exilio, aún conserva cierto peso en el país. Y la aparición de los líderes islamistas tunecinos en la cadena satélite Al-Jazira alcanza un gran eco entre los espectadores tunecinos.
Ahora bien, ante la perspectiva de un posible regreso de los islamistas al terreno de juego de la política tunecina, resurgen las voces occidentales que agitan la bandera verde, deplorando el hecho de que los procesos de democratización en Túnez puedan beneficiar más a lo islamistas que a los demócratas.
En resumen, es como si los defensores de esta visión catastrofista lamentaran la caída del dictador Ben Alí que, al menos, sabía sujetar al pueblo con mano de hierro para impedir que se inclinara del lado del «eje del mal».
Este discurso simplista, que mete en el mismo saco a todos los movimientos «islamistas», impera. Así, Rached Ghannouchi sería el representante tunecino de Osama Ben Laden. Pero es preciso reconocer que esta afirmación se aleja de la realidad. Son muchos los que han defendido la idea de que, después de todo, regímenes tan despóticos como el de Ben Alí eran preferibles a los de los «barbudos». Da pena ver cómo algunos líderes de opinión reciclan la retórica bien engrasada de los dictadores árabes que, para mantenerse en el poder a pesar de sus múltiples abusos, optan por erigirse en los últimos bastiones y protectores de los intereses de Occidente… Sin embargo, hay que estar ciego para no darse cuenta de que esta política cínica, que asfixia a la población y empuja a la radicalización, es la que el pueblo tunecino acaba de hacer saltar en mil pedazos. Y en esto, Ben Alí sí que era el cómplice objetivo de Ben Laden: el aislamiento defensivo de la sociedad tunecina contribuyó a fabricar potenciales terroristas.
Pero ¿quiénes son los islamistas tunecinos? El partido Ennahda, en el exilio durante más de veinte años, al igual que otros partidos de la oposición no reconocidos por el poder de Ben Alí, ha llamado a la instauración de un régimen democrático respetuoso con las libertades públicas. Ha aceptado incluso que el código del estatuto personal de 1956, que abolió la poligamia y el repudio e instauró el matrimonio civil (algo insólito en el mundo árabe) fuera una conquista definitiva que no debía cuestionarse.
En este sentido, los islamistas tunecinos no tienen nada que ver con el fundamentalismo del Estado Saudí.
Como ponen de manifiesto los trabajos de Eric Gobe, redactor jefe de L’Anné du Magreb, el modelo de los islamistas tunecinos es el AKP turco, es decir, el pragmatismo político, el liberalismo económico con tinte social, la secularización del Estado y una diplomacia equilibrada entre Occidente y Oriente. Sin caer en una visión idílica de los islamistas, hay que admitir que el sueño de Rached Ghannouchi es ser un «Erdogan tunecino» antes que un «Ben Laden magrebí». Debemos recordar que, frente a las ideas preestablecidas, estos partidos, al canalizar la exasperación de una gran parte del pueblo árabe, contribuyen a dejar atrás las tesis de islamismo radical y del terrorismo.
El ejemplo tunecino es una fuente de inspiración para todos los ciudadanos árabes fascinados por la libertad. En la época de Al-Jazira y Facebook, los pueblos se despiertan y tienen sed de justicia, de democracia y de dignidad. Saben que el cambio está a su alcance y el ejemplo tunecino ha roto la barrera psicológica que los empujaba a resignarse a vivir bajo regímenes de terror. Necesitan también el apoyo de las democracias occidentales. Pero eso supone que la opinión europea cambie su punto de vista respecto a los islamistas, que están lejos de ser una familia política homogénea. A no ser que quiera perpetuar los regímenes corruptos y sanguinarios, Europa tendrá que revisar las certezas heredadas del pasado que hoy más que nunca se han quedado obsoletas.
Nabil Ennasri, doctorando, y Vincent Geisser, sociólogo e investigador en el CNRS.
Le Monde, 1de febrero de 2011