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Gadafi cayó en su propio cuerpo

Fuentes: Atlántica XXII

Estamos normalmente tan cerca de nuestro cuerpo que cuando, a causa de una enfermedad o una herida, caemos de pronto en él, nuestra fragilidad emite apenas un destello. Bajamos un peldaño y nos convertimos en lo que ya éramos; nos cerramos unos grados sobre nuestro propio destino. Nuestros cadáveres, digámoslo así, se parecen mucho a […]

Estamos normalmente tan cerca de nuestro cuerpo que cuando, a causa de una enfermedad o una herida, caemos de pronto en él, nuestra fragilidad emite apenas un destello. Bajamos un peldaño y nos convertimos en lo que ya éramos; nos cerramos unos grados sobre nuestro propio destino. Nuestros cadáveres, digámoslo así, se parecen mucho a nuestros cuerpos. Pero hay algo monstruoso, improbable, inimaginable, en el cuerpo repentino -tambaleante, ensangrentado y luego derribado- de un personaje; es decir, de una imagen pública, y más aún si se trata de una imagen pública tan mediáticamente trabajada que ha devenido un cliché. Objetiva, humana, jurídicamente, el asesinato de Gadafi en Sirte es repugnante; pero es que además la visión de su cadáver es casi ontológicamente insoportable. Gadafi vivía tan lejos de su cuerpo, su presencia pública estaba tan saturada de poder, el aura de invulnerabilidad, autodeterminación y voluntad que lo rodeaba era tan grande (y la atención de los medios tan intensa), que su caída en el cuerpo -en esa secuencia catastrófica del trono al agujero- produce un efecto visual de fragilidad inconmesurable con la de cualquier otro cuerpo. Es sin duda injusto, pero el hecho de que Gadafi fuera un cliché, el hecho de que tuviera tanto poder, el hecho, aún más, de que fuera un abominable tirano, inducen en nosotros, a la vista de su cadáver, un horror y hasta una ternura que no nos produciría ninguna de sus víctimas. Su vulnerabilidad es la de un bebé; su indefensión la más universalmente humana que quepa imaginar. No se puede linchar impunemente a un dictador y luego exhibir su cuerpo sin que sintamos la necesidad de resucitarlo y abrazarlo.

Su ejecución ha sido un crimen y también un error. Por principio había que proteger su vida y llevarlo ante un tribunal. Era su derecho y el de sus supliciados. Pero también había que hacerlo así para evitar esta injustísima compasión hacia un hombre que no la tuvo con sus víctimas; para desactivar este enorme horror empático directamente proporcional al enorme horror que acumuló sobre sus espaldas. Por una paradoja desasosegante, el rechazo y hasta el dolor que nos produce su muerte es la consecuencia directa de todo el dolor que él causó y de todo el rechazo que nos inspiraban sus crímenes.

Podemos entender, aunque no aplaudir, a sus ejecutores, vengadores del cerco de Misrata. También Mussolini fue linchado. Había ahí una com-pasión invertida, la necesidad de despeñar esa imagen para ensañarse en la repentina aparición de su cuerpo. Pero lo que no sólo no se puede entender sino que hay que condenar como verdaderamente bárbaro, como una patada ofensiva a la civilización, es la tranquilidad o incluso complacencia -cuando no carcajadas de felicidad, como en el caso de Hilary Clinton- con la que reaccionaron los mismos que aseguraban intervenir en Libia en nombre del derecho y en favor de la construcción de una democracia. «La desaparición de Gadafi es un gran paso en la lucha llevada adelante desde hace más de ocho meses por el pueblo libio para liberarse del régimen dictatorial y violento que le fue impuesto durante más de 40 años», declaró Sarkozy. Por su parte Obama insistió en que la muerte del líder libio marca «el final de un capítulo largo y doloroso» y abre «una oportunidad para el pueblo libio para decidir su propio destino». En el mismo sentido se expresaron la UE, la OTAN y hasta Ban-ki Moon. Ni siquiera el Vaticano condenó la ejecución. Gadafi, que cometió muchos crímenes, también cometió este inmenso error: el de poner su destino hace diez años en manos de otros monstruos, más fuertes que él, que no podían perdonarle la vida.

Podemos citar a Walter Benjamin para justificar la violencia constituyente o recordar otros umbrales igualmente atroces, pero se me hace personalmente muy difícil aceptar la idea de que el acto fundacional de un Estado de Derecho sea una violación contra el Derecho. No pierdo la esperanza de que el impulso popular que se puso en marcha en febrero cristalice a partir de ahora en la lucha por en un gobierno más justo, democrático y soberano en Libia, pero entre tanto el alivio de la liberación queda empañado por esta imagen de Gadafi cayendo en su propio cuerpo y convertido, a causa de su caída, en la criatura más indefensa, más agraviada y hasta más tierna del mundo.

http://www.atlanticaxxii.com/

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.