Unas unas ciento sesenta mil personas atravesaron el Atlántico desde la miseria o la falta de perspectivas del continente africano, con destino a Europa desde 2001 hasta 2011; unas noventa mil personas llegaron a Canarias en pateras, cayuco, … No hay estadísticas de a cuántos se le hundió la vida en la oscuridad de la […]
Unas unas ciento sesenta mil personas atravesaron el Atlántico desde la miseria o la falta de perspectivas del continente africano, con destino a Europa desde 2001 hasta 2011; unas noventa mil personas llegaron a Canarias en pateras, cayuco, … No hay estadísticas de a cuántos se le hundió la vida en la oscuridad de la noche atlántica. En los últimos años son repatriadas anualmente unas treinta mil personas en las fronteras, en puestos fronterizos no de paso o ya en el interior del territorio nacional.
Estos datos me sirven para recuperar refundido el relato-ficción de una inmigración desde África.
Advertencias previas
El progreso moral de las sociedades se podría medir evaluando la forma en la que trata a l@s más débiles, pobres y vulnerables. También se podría descubrir el grado de progreso de la sociedad comparando el tratamiento que reciben los más ricos y poderos de un extremo y los más frágiles y dominados del otro.
¿Quiénes son los más débiles en nuestras sociedades opulentas?. Los indigentes sin retorno, los inmigrantes sin papeles, las mujeres prostituidas en la marginalidad, los mayores que viven solos y con una pensión de pena. Personas fuera de todo cobijo social, público y familiar.
Intento aproximarme con empatía hacia uno de esos seres maltratados por las sociedades que malbaratan su mirada con lo frívolo o su ombligo. ¿Cuántas personas debaten con pasión sobre quién es mejor jugador (Cristiano o Messi) y cuántos saben siquiera lo que es un CIE?.
La idea de hacer este relato surgió de la indignación con lo que sucede en los CIEs. Hemos construído un mundo desigual en el que las personas del mundo empobrecido piensan que se tienen que venir a nuestro mundo de abundancia para disfrutar algo de la vida, del consumismo, de la comodidad. No saben que los que vivimos en este mundo tenemos el propósito navideño (puesto que el relato se escribe en estas fechas de falso buenismo) de reservarnos todo lo bueno para nosotros.
Algunas ONGs denuncian lo que ocurre en esos centros independientemente de gobiernos del PSOE o del PP. Pero nadie les oye. Los bancos y los fondos de inversión están más necesitados de atención y tranquilización.
Pido disculpas por lo pobre que pueda ser el acercamiento a la historia. Yo no estoy exento del defecto social. El relato al final se hace en primera persona. La primera parte usa el argumento de la película «14 kilómetros», que es la crónica del viaje a través de África más realista que ha llegado a mis manos. Por suerte, los protagonistas no sufren la suerte del hermano de la protagonista de «Retorno a Hansala», ahogado en el hundimiento de la patera en la que venía. La segunda parte recoge contenidos denunciados por ONGs, historias conocidas en la labor de asesoramiento jurídico a extranjeros realizada en el voluntariado desarrollado en Cruz Roja.
Huída y erosión del sueño
¿Han oído hablar de Niamey?. Es una ciudad de Niger. En ella viven alrededor de un millón de personas.
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Allí vivía yo. Trabajaba en un taller de reparación de coches. Mi vida no era como la de un jugador famoso del fútbol europeo pero comprobarán en el vídeo que tampoco era la vida de los desplazados por el hambre en Somalia, que es una imagen muy extendida de África en Europa. Digo esto porque yo jugaba al fútbol. Mi entrenador siempre aplaudía mis cualidades y se lamentaba de que ningún ojeador internacional pasara por allí.
Mi hermano Mukela era muy dado a los sueños y había intentado ya la emigración a Europa. Él iba a verme en los entrenamientos. Un día me convenció para intentar llegar a Europa, donde abrirme hueco con mis cualidades de futbolista. Me decía que no sería la primera persona que escapa de una vida gris en un país pobre por el camino del fútbol. El vendió su moto y con el dinero los dos nos aventuramos.
Atravesar África no es como cruzar Europa. Supone el uso de medios de transporte informales, de enlazar con improvisación puntos que no tienen conexión discrecional de viajeros, paso de fronteras (Niger, Argelia, Marruecos), controles de inmigración en esos países que colaboran con Europa a levantar el muro para las personas (a cambio de convenios de indiginidad), incertidumbre, robos, miserias, incomunicación en unos países donde el emigrante no entiende el idioma y los autóctonos miran con recelo al desconocido, … También se encuentra generosidad, piedad, caridad, solidaridad entre la gente que se encuentra por el camino (que te rescata de una situación complicada, que te ofrece una bebida o un alimento cuando lo necesitas).
El viaje está expuesto a vicisitudes incomprensibles en una mentalidad europea común. Se experimenta el hambre, el frío, el calor, el miedo, el dolor, la desconfianza, la soledad, … En algunos momentos es difícil saber de dónde procede la voluntad que se impone a los obstáculos o al desaliento.
En el tránsito del Desierto del Tenere murió mi hermano Mukela, que no soportó la sed, el hambre, el calor del día y el frío de la noche. En la tumba de mi hermano nació la compañía de Violeta. Violeta huía de un matrimonio de conveniencia en una aldea cerca de Mopti, en Mali.
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Nos vimos por primera vez en una pensión donde ella se había visto forzada a ejercer la prostitución para poder ajuntar un dinero con el que avanzar en su carrera hacia la liberación, que creíamos que se situaba en Europa.
El viaje desde Niamey hasta Asilah duró diez meses, un tiempo en el que las dificultades, la inhumanidad, el rechazo, la lejanía de la partida, la añoranza de los seres queridos, … erosionan el sueño, que se ha convertido en un tozudo empecinamiento, sin esperanzas ni ilusión. En esa ciudad del norte de Marruecos los destinos del emigrante dependen del ánimo de enriquecerse de negociantes desalmados, que nos venden la otra orilla a cambio de todo lo material que nos queda y nuestra humillación.
Le siguen las esperas y las sospechas de que todo es un engaño despiadado. Pero por fin das el último paso en el continente que se hunde y entras en la patera de la Medusa. Nadie puede imaginar el encogimiento del corazón que se siente cuando toda tu vida pierde el pie sobre el suelo firme y flota en la zozobra de la fría y oscura noche del Atlántico.
Retorno de la pesadilla
Ateridos de frío, desorientados, hambrientos, sedientos, sucios, cansados… La patera chocó en las tinieblas contra la arena de una playa y unos potentes focos nos encandilaban. Gritos. Se produjo una estampida y una carrera loca hacia no sabíamos dónde.
La búsqueda del sueño en el que dejas de creer te convierte en un fugitivo permanente. La sociedad inhóspita no ofrece respiro a quien reclama un hueco en el paraíso, que no le fue dado por el azar del nacimiento, que impone a quien le toca el lujo y quien cae en la miseria.
Violeta y yo corrimos impulsado por un último hálito de perseverancia. Escapamos a la persecución de la policía y logramos escondernos en un bosque, donde nos tranquilizamos. Estábamos acostumbrados a las persecuciones, pues en Argelia habían detenido a Violeta y en Marruecos me habían detenido y devuelto a Argelia a mí, en un par de ocasiones. Pero toda cacería del ser humano provoca una excitación incomparable, mientras corres y segregas la hormona del pánico de que te capturen.
Habíamos llegado al continente donde los sueños se hacían realidad y nos recibían con un anuncio de que no éramos bien recibidos. A partir de ahí vagamos como almas penitentes. Recibimos alguna caridad de subsistencia en la discreción.
Nos incorporamos a otros grupos de nigerianos deambualantes en busca de una oportunidad para trabajar. Sufrimos mucho paro y alcanzamos algunos jornales de explotación en una agricultura clandestina en la que teníamos que estar preparados para eludir las inspecciones que pudieran hacerse. ¿Dónde quedaban ya los sueños de mi hermano de triunfar jugando al fútbol?.
No sólo sufrimos la explotación en el trabajo, haciendo cola temprano frente a las explotaciones para conseguir, si había suerte, un jornal más bajo que el de los nacionales y sin protección. Dormir era compartir habitación con otras personas en la misma situación. Alimentarse era comer cualquier cosa que llenara suficientemente el estómago. Las relaciones sociales se limitaban a una vida celosa rodeada de desconocidos. En el ambiente se respiraba la desconfianza contra el extranjero que venía a quitar trabajo o a sobrevivir con el crimen.
No es precisamente una vida integrada y arraigada, como la que desea cualquier persona. Se perciben las fuerzas infinitas que posee la sociedad para expulsar del interior de la abundancia a quienes pueden aumentar el número hasta el límite en el que el exceso de consumismo tan plácido empieza a convertirse en un bastante que no satisface. Lejos de la visión del inmigrante está el rico que nunca está contento con sus billones enfermizos, pero se aprecia como el pobre al que le sobra un poco no reivindica la aportación del exhuberante adinerado a la construcción de un mundo más igual aunque sí mira con hostilidad al vecino de la miseria o al indigente que le pide un trozo.
En esa precariedad se desarrolla la vida del inmigrante sin papeles hasta que un día sin remedio es parado por la policía.
Amablemente me pidieron la documentación. Comprendieron que me encontraba irregularmente en territorio español, infracción de la ley sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social. Esa infracción puede sancionarse con multa de 500 á 10.000 euros, pero también con la expulsión. Decidieron abrirme el expediente de expulsión. Al mismo tiempo estimaron el riesgo de incomparecencia por carecer de domicilio, por lo que el juez de instrucción decidió mi internamiento en un Centro de Internamiento de Extranjeros. No sé si saben, pero en esos centros pueden retenerte hasta 60 días, plazo en el que normalmente deben efectuar la expulsión.
Aunque las deficiencias de los centros de internamiento se han denunciado, nadie ha procurado su corrección en muchos años. Parecía una cárcel. A la entrada me sometieron a un desnudo integral. No dejaban usar el teléfono móvil. La habitación era compartida con demasiados compañeros. Me llamaban por un número. El edificio estaba en mal estado y la higiene era mala. El agua de las duchas era frío en pleno invierno peninsular. En las visitas de Violeta no me permitían estar a solas y sin barreras con ella. La atención sanitaria era inusual aunque en aquellas condiciones de retención no faltaban los resfriados, los contagios. Fueron 43 días de encerramiento en esas condiciones, hasta que resolvieron mi expulsión.
Diez meses de calvarios. Un hermano muerto en el desierto. Los ahorros mío y de mi hermano invertidos en una mala ventura. Dos años de explotación y de vida esclava en la clandestinidad. Un entorno hostil. Un encierro de 43 días en condiciones infrahumanas. Una separación de mi mujer. Tres años de mala vida. Una sensación de vaciamiento en el alma. Vuelvo con una vida rota y sin ilusión.