China ha adquirido la costumbre de pasar por encima de sus rivales occidentales desde un punto de vista diplomático. Cuando el mundo se inquieta por los acontecimientos en el mar de China Meridional, Pekín extiende su influencia en Eurasia a través de las Nuevas Rutas de la Seda. Cuando tanto en Washington como en las capitales europeas se evoca cada vez más la posibilidad de una guerra en torno a Taiwán, estableciendo un paralelismo con la situación en Ucrania, China se afirma como potencia inevitable en su flanco occidental. Como recientemente en Oriente Medio.
Del 6 al 10 de marzo pasados se reunieron en China representantes de la República Islámica de Irán y del Reino de Arabia Saudí. De ese encuentro surgió un acuerdo entre estos dos países y su anfitrión por el que se anuncia una distensión irano-saudí. Esto significa en particular la reapertura de embajadas entre Irán y Arabia Saudí, así como la reanudación de relaciones diplomáticas normales para dentro de dos meses. Estas relaciones se rompieron en enero de 2016, cuando manifestantes iraníes invadieron la embajada saudí en Teherán en respuesta a la ejecución del jeque Al Nimr, un religioso chiíta saudí.
Ambos países han afirmado asimismo la necesidad de no injerencia en los asuntos internos del otro, de no atacarse más, ni siquiera a través de intermediarios o, de manera más retórica, a través de los medios de comunicación. Dos acuerdos bilaterales, suscritos en 1998 y 2001, vuelven a cobrar actualidad gracias a este acuerdo: el primero pretendía estimular las relaciones comerciales y económicas; el segundo, particularmente importante en la lucha contra el yihadismo, que también afecta a China, facilitaba la cooperación entre servicios de inteligencia y contraterroristas iraníes y saudíes. Más concreto aún en el corto plazo: Irán ha aceptado dejar de suministrar armas a sus aliados hutis en Yemen. Este podría ser el primer paso hacia una paz de compromiso en este país. La importancia de este acuerdo es innegable. ¿Cómo ha podido establecerse y qué significa esto para la influencia china en Oriente Medio y para la región misma?
Irán-Arabia Saudí: cómo ha sido posible la normalización de relaciones
En primer lugar, es importante recordar que China no es la única artífice del posible apaciguamiento de las relaciones entre los dos grandes rivales de Oriente Medio. El proceso que está teniendo lugar hoy es, ante todo, consecuencia de la labor de mediación iraquí, que comenzó en 2020. Bagdad era entonces el mensajero oficioso entre los dos países. Posteriormente, en abril de 2021, se llevó a cabo una labor de mediación, en Irak y Omán, a través de seis reuniones directas entre funcionarios iraníes y saudíes. China se sumó a los esfuerzos anteriores en lugar de actuar como una gran potencia que impone su propio proceso.
Esto no quiere decir que la influencia china haya sido secundaria. Al contrario, ha salvado la distensión irano-saudí. El diálogo estaba empezando claramente a perder fuelle en el transcurso de 2022, lo que hacía temer que las frustraciones de ambas partes hicieran fracasar la iniciativa. Fue durante la presencia de Xi Jinping en Riad para la primera cumbre chino-árabe a principios de diciembre de 2022 cuando se decidió la implicación china. Según algunos, el presidente Xi ofreció la ayuda de Pekín, mientras que para otros, fueron los saudíes quienes pidieron la implicación china para salvar su diálogo con los iraníes. Sea como fuere, es gracias a que el presidente Xi se implicó en el proceso que ahora se ha sancionado.
A diferencia de Washington, que domina naturalmente a sus interlocutores locales, el enfoque chino es el de una diplomacia de cuasi mediación. Se trata de una política exterior que no duda en sumarse a los esfuerzos liderados por otros, con el objetivo de seguir, asumir o enmendar más que de tomar la iniciativa. No se trata tanto de resolver conflictos como, más modesta y racionalmente, de apaciguarlos. Esta diplomacia tiene la ventaja de poner a los actores locales y regionales frente a sus responsabilidades, al no hacer recaer todos los esfuerzos, y todas las responsabilidades, en la gran potencia exterior. Además, la distensión solo fue posible porque convenía a los intereses de los tres principales actores implicados en este proceso.
El consenso intelectual sobre esta distensión en la región lo expresó quizás mejor que nadie Liu Zhongmin, profesor del Instituto de Oriente Medio de la Universidad de Estudios Internacionales de Shanghái: la tendencia en Oriente Medio, en particular por parte de iraníes y saudíes, es “buscar el desarrollo en el interior, buscar el apaciguamiento en el exterior” (内求发展、外求缓和). Y esto se debe, en primer lugar, a que la oposición exagerada entre los dos países ha quedado en nada, a que una victoria decisiva de uno de los dos Estados frente al otro parece cada vez más improbable, en un momento en que ambos regímenes necesitan condiciones más propicias para una mayor prosperidad y estabilidad dentro de sus fronteras.
Para Arabia Saudí, el acuerdo es consecuencia de una toma de conciencia: de que el presidente Donald Trump había acabado con la doctrina Carter sin chocar con ninguna oposición real en Washington. Esta doctrina establecía que los estadounidenses actuarían militarmente para defender el suministro de petróleo del Golfo. Sin embargo, los ataques a la infraestructura petrolera saudí en 2019 detuvieron temporalmente el 50 % de la producción de petróleo del reino. La lógica de América primero rompió un enfoque que, desde la perspectiva de Riad, estaba en el corazón de la relación entre EE UU y Arabia Saudí.
A falta de un ejército estadounidense dispuesto a proteger al reino, incluso declarando la guerra, la opción de apaciguar las tensiones regionales se convirtió en la única alternativa posible. Sobre todo en el marco de la Visión 2030, que pretende diversificar la economía saudí. Pero esa diversificación, más allá del petróleo, requiere atraer a inversores extranjeros, que aún desconfían de una zona que parece poco estable, en gran medida por la rivalidad con Irán.
En términos más generales, se trata para el príncipe heredero Mohamed Ben Salman de adaptar la diplomacia de su país a la evolución de los últimos años. El mundo multipolar se está convirtiendo claramente en una realidad, y una política exterior saudí que se mantuviera en la lógica del pasado ‒alineada con Washington a cambio de la protección estadounidense‒ ya no tiene mucho sentido hoy en día.
China es uno de los mercados más importantes para el petróleo saudí, el ingreso en la Organización de Cooperación de Shanghái tienta al reino y, sobre todo, en este mundo cada vez más multipolar, Pekín es un socio mucho más tranquilizador y previsible que Washington, donde los cambios de mayoría en el Congreso y la fuerte polarización política pueden tener consecuencias desagradables para la monarquía saudí. No se trata en absoluto de abandonar la relación tradicional con Washington, sino de desarrollar vínculos con Pekín, al igual que con Moscú, para maximizar la defensa de los intereses nacionales. Así, mediante este acuerdo, los saudíes pueden esperar no verse atrapados en una lucha constante y difícil con otra potencia regional, al tiempo que refuerzan su imagen de actor indispensable e independiente de Oriente Próximo. Esto es lo que les convierte, sin duda, en los primeros beneficiarios del acuerdo.
Para Irán también es un acuerdo importante, porque garantiza que el frente árabe-israelí no se consolide totalmente en una lógica antiiraní. Y garantiza un cambio de actitud por parte de un reino saudí que, no hace mucho, quería desestabilizar el régimen de Teherán. A cambio de participar en las negociaciones que condujeron al acuerdo, los iraníes obtuvieron de los chinos la promesa de apoyo a su moneda nacional, una mayor implicación de Pekín en las discusiones en torno a la cuestión nuclear y futuras inversiones. El objetivo de los iraníes sería también una distensión con otros países árabes: Bahréin, por supuesto, pero sobre todo Egipto, país con el que ya era posible mantener buenas relaciones, pero limitadas debido a los vínculos egipcio-saudíes.
No es de extrañar que una semana después del acuerdo tripartito, el principal negociador del acuerdo por parte iraní, Alí Shamjani, secretario del Consejo Supremo de Seguridad Nacional de Irán, visitara Emiratos Árabes Unidos al frente de una delegación de funcionarios relacionados con cuestiones de seguridad y financieras. Cabe señalar que Shamjani pertenece a la minoría árabe de Irán y habla perfectamente árabe: con ello, Teherán demuestra a sus vecinos que la idea de una oposición radical entre el mundo persa y el árabe carece de fundamento.
Dado que el Consejo Supremo de Seguridad Nacional está bajo la dirección personal del Líder de la Revolución, Alí Jamenei, los países árabes que han recibido o recibirán a Shamjani saben que habla con plena autoridad para tener en cuenta sus intereses. También para Irán, por tanto, la actual distensión debe asociarse a una estrategia largamente meditada que pretende defender lo mejor posible los intereses del país. La fuerza, directa o indirecta, no ha funcionado, e incluso ha provocado un acercamiento entre algunos países árabes e Israel. A la República Islámica no le queda más remedio que calmar sus relaciones con sus vecinos de Oriente Medio, y el apoyo chino le brinda la oportunidad de hacerlo.
Para la propia China, era necesario un compromiso significativo en Oriente Medio. A los chinos les interesa una mayor estabilidad en una región que es importante para ellos desde el punto de vista energético. Durante más de una década, el petróleo y el gas de los Estados del Golfo se han vendido en cantidades mucho mayores a Asia (principalmente a China) que a Occidente. Irán y Arabia Saudí son también de gran importancia en el contexto de las Nuevas Rutas de la Seda. Mejorar el diálogo entre los dos rivales es la mejor manera de conseguirlo. Y de hecho, desde el acuerdo de cooperación económica de 25 años entre China e Irán, Pekín es la única capital capaz de influir en Teherán y Riad.
Una inflexión para China, y también para Oriente Medio
La evolución hacia una normalización de las relaciones irano-saudíes es significativa tanto para China como para el conjunto de la región, más allá del efecto propagandístico. De entrada viene a confirmar que Oriente Medio ha dejado de ser el dominio estadounidense que ha podido llegar a ser, sobre todo tras el fin de la guerra fría. En estos últimos treinta años, Washington tenía en exclusiva las riendas del destino regional. EE UU ha debilitado con el tiempo su capacidad de influencia, en particular con las guerras mal llevadas de Afganistán e Irak.
Al mismo tiempo, especialmente durante la guerra contra el terrorismo, perdía credibilidad debido a una política que oscilaba entre una afirmación ideológica que molestaba a ciertos países y líderes locales, y un enfoque selectivo de los derechos humanos. Esto explica probablemente por qué el discurso moral en torno a Ucrania es hoy difícil de escuchar en Oriente Medio. Además, la opción de una retirada de la región más amplia, en nombre de la competencia con China, debilita el sentimiento de protección asociado a un alineamiento con EE UU para los países tradicionalmente prooccidentales.
Es cierto que la implicación rusa en Siria puede haber dado la impresión de que Oriente Medio ha dejado de ser un punto de interés estadounidense durante algunos años. Pero Moscú no dispone de los medios financieros, diplomáticos y actualmente ni siquiera militares para tener un peso significativo en la región. Además, para el Kremlin, Oriente Medio siempre ha sido secundario frente a su extranjero próximo: el espacio postsoviético. En muchos sentidos, hasta la guerra de Ucrania, las cuestiones de Oriente Medio, como Irán, fueron utilizadas en primer lugar por el Kremlin como bazas para hacer palanca en el enfrentamiento con EE UU. Mientras que Rusia podría definirse, como Francia, como una potencia media con aspiraciones globales, China es ahora indiscutiblemente una gran potencia digna de ese nombre, la única que podría competir con EE UU en un futuro próximo.
El Imperio del Centro no solo dispone de los medios para colmar sus ambiciones, sino que ofrece, de forma mucho más convincente que el Kremlin, una alternativa al enfoque estadounidense y occidental de Oriente Medio. En efecto, este último se basa principalmente en relaciones regionales privilegiadas, apoyando a determinados Estados y condenando al ostracismo a otros. Este enfoque alimenta aún más la situación de conflicto en Oriente Próximo: los Acuerdos de Abraham pueden verse menos como un proceso de paz árabe-israelí que como la eclosión de un frente común contra Irán.
Los chinos, por su parte, también son capaces de hablar con todos, desde los israelíes hasta los iraníes, pasando por los turcos. No hacen juicios de valor sobre la gestión de los asuntos internos de cada país. No ocultan que tratan de defender sus intereses nacionales, pero en esto no se diferencian de EE UU y Rusia. Y Pekín tiene la gran ventaja, tanto para los regímenes locales como para sus poblaciones, de tratar de defender sus intereses sin liderar cruzadas militares, ya sea en nombre de la democracia (EE UU en Irak, Afganistán) o de la lucha contra el yihadismo (Rusia en Siria). En Oriente Medio, China no es revisionista ni ideológica. Ante el sufrimiento de las poblaciones de Irak y Siria, el acuerdo irano-saudí permite a China presentarse en la región como un Estado que apoya la paz y la estabilidad en la región, a diferencia de otras potencias extranjeras. Esto hace que la potencia asiática resulte especialmente atractiva para los países de la región.
La distensión irano-saudí es, por tanto, una victoria regional para Pekín, aunque no se materialice a largo plazo. La alternativa ofrecida por China (sin juicios de valor sobre los regímenes existentes, sin lógica militar predominante, con una política orientada a la defensa del apaciguamiento en la región porque sirve a los intereses económicos y nacionales chinos) seguirá siendo bastante atractiva y constante a largo plazo. Será especialmente atractiva frente a una Rusia que dispondrá cada vez de menos medios para satisfacer sus ambiciones en la región, y frente a unos EE UU cuya lógica diplomática corre el riesgo de cambiar al albur de los acontecimientos políticos internos.
Y como los chinos están llevando a cabo una diplomacia de cuasi mediación, muy diferente del enfoque revisionista preferido en Occidente, un fracaso en la relación irano-saudí se achacará fácilmente a Riad, a Teherán o a fuerzas externas que rechazan este apaciguamiento. A diferencia del proceso de paz israelo-palestino, o más aún de la estabilidad de Irak tras la invasión estadounidense, aquí la gran potencia extranjera no está tan implicada como para ser considerada directamente responsable. Pase lo que pase en los próximos meses, las consecuencias del acuerdo entre iraníes y saudíes serán positivas para Pekín.
Por supuesto, si la distensión se hace realidad a largo plazo, ello tendrá importantes consecuencias para la estabilidad regional, de las que la diplomacia china puede considerarse responsable. En Líbano, Siria y Yemen podríamos ver, con el tiempo, una evolución notable. Riad y Teherán no se convertirán necesariamente en socios, pero su rivalidad ya no significará necesariamente alimentar y avivar las tensiones locales en nombre de su guerra fría regional. Esto sería especialmente bienvenido en una región donde las tensiones políticas, pero también el peligro que supone el cambio climático, dificultan una estabilización duradera.
Si el acuerdo resiste el paso del tiempo, cabría incluso imaginar la posibilidad de un apaciguamiento entre Israel e Irán. Es cierto que tal evolución puede parecer utópica, en un momento en que se habla más de guerra que de un posible diálogo entre estos dos países. Sin embargo, el acuerdo irano-saudí permite imaginar una evolución semejante en el futuro.
La presidencia de Trump había ofrecido al Estado hebreo la posibilidad de reconciliarse con varios Estados árabes obviando la cuestión palestina, en el marco de los Acuerdos de Abraham. La distensión lograda por China rompe el impulso de lo que en realidad era un bloque de EE UU en su oposición radical a la República Islámica de Irán. Además, pocas horas antes del anuncio del acuerdo tripartito, se supo cuál era el precio de una normalización de las relaciones entre Israel y Arabia Saudí: garantías de seguridad estadounidenses, menos restricciones estadounidenses a la venta de armas al reino y ayuda para desarrollar un programa nuclear civil. Se trata de concesiones importantes, que Washington podría verse en apuros para cumplir, especialmente con la desaparición de facto de la doctrina Carter.
Esto podría desbaratar el sueño de un entendimiento cordial entre Riad y Jerusalén, justo en un momento en que fuentes israelíes dicen que les preocupa que el apoyo chino a Irán haga a ese país menos vulnerable a un posible ataque del Estado judío para impedir que Teherán fabrique una bomba nuclear. Si a esto se añade el hecho de que las prioridades de EE UU y Occidente están principalmente en Europa del Este, frente a Rusia, y en Asia, frente a China, la idea de un bloque regional antiiraní apoyado por potencias exteriores, que ayude a Israel en su oposición a la influencia iraní, parece comprometida. Al igual que el reino saudí, el Estado hebreo podría verse obligado a replantearse su estrategia regional. Esto explica el consejo de un antiguo jefe del Mossad, Efraim Halevy, que aboga por medidas susceptibles de conducir, a largo plazo, a una cierta distensión, aunque fuera limitada.
Por supuesto, la importancia de la cuestión palestina, la rivalidad de los dos países en Siria y Líbano y, sencillamente, la lógica conflictiva entre dos potencias regionales, impiden la reconciliación entre Irán e Israel. Pero hoy existe un debate, tanto en Israel como en EE UU, sobre el peligro real que representa Irán para Israel. Según el profesor Jonathan Leslie, que ha publicado recientemente un libro sobre el tema, el peligro se ha exagerado mucho por razones políticas. Los dos países no comparten fronteras, se encuentran principalmente en una clásica lucha de poder regional y a ambos les interesa centrarse en estabilizar su situación interna. Israel tiene la posibilidad de presionar militarmente a Irán, con el riesgo de que salga mal. Pero quizá prefiera emprender un diálogo antes que una aventura, muchos de cuyos aspectos son imprevisibles. Y aquí, el país que sería capaz de garantizar un diálogo que resista el paso del tiempo sería China.
La gran potencia asiática podría incluso vincular este diálogo israelo-iraní a una renovación del proceso israelo-palestino. Después de todo, hace cinco años el propio presidente Xi se ofreció a ayudar a entablar un diálogo entre israelíes y palestinos; y en Pekín se celebraron cuatro seminarios en los que participaron académicos y políticos de ambos pueblos. Como en el caso irano-saudí, el Imperio del Centro mantiene vínculos con todos ellos, sin tener ningún favorito, y con el objetivo principal de aliviar las tensiones, sin pretender hacerlas desaparecer solo con sus acciones. La evolución de una distensión irano-saudí hacia una distensión regional en Oriente Medio no será fácil, pero China tiene las cartas necesarias para convertir esta utopía en realidad.
Por supuesto, antes de que se plantee tal posibilidad, el acuerdo tendrá que superar la prueba del tiempo. Y hará falta que los Estados de la región, así como las grandes potencias, especialmente Occidente, acepten que la geopolítica de Oriente Medio es un juego mucho más sutil que las guerras totales o ideológicas del pasado. Las rivalidades irano-saudíes o israelo-iraníes no van a desaparecer, ni siquiera en el mejor de los casos. Y pase lo que pase, estadounidenses, rusos y chinos seguirán enfrentándose en esta región como en cualquier otra. Pero la acción china brinda la oportunidad de un cambio hacia una rivalidad más controlada, capaz de evitar lo peor. Esto es especialmente importante para los pueblos de Oriente Medio, que tendrían todas las de perder si volvieran a convertirse en los peones de un nuevo Gran Juego o una nueva guerra fría entre grandes potencias.
Didier Chaudet es consultor independiente, especializado en cuestiones geopolíticas y de seguridad en el sudoeste asiático (Irán, Pakistán, Afganistán) y en Asia Central postsoviética.
Traducción: viento sur