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Por qué luchar por Palestina es luchar contra el imperialismo estadounidense en la región

Fuentes: Viento Sur

Durante los últimos siete meses la guerra genocida de Israel contra Gaza ha generado una oleada sin precedentes de protestas y concienciación global sobre Palestina. Muchos millones de personas han tomado las calles, se han desplegado campamentos en universidades de todo el mundo, activistas audaces han bloqueado puertos y fábricas de armas, y se ha alcanzado un trascendental reconocimiento de que ahora más que nunca es necesaria una campaña internacional de boicot, desinversión y sanciones contra Israel. La fuerza de estos movimientos populares se ha intensificado por la atención que ha suscitado el caso de Sudáfrica contra Israel en la Corte Internacional de Justicia (CIJ), caso que no sólo ha puesto contundentemente de relieve la realidad del genocidio israelí sino también la intransigencia de los principales Estados occidentales por permitir las acciones de Israel en la Franja de Gaza y más allá.

No obstante, a pesar de este auge internacional de la solidaridad con Palestina, siguen vigentes algunos conceptos equivocados en torno a cómo se debate y se enmarca habitualmente Palestina. Con demasiada frecuencia, la política de Palestina se ve simplemente a través de la lente de Israel, Cisjordania y Gaza, ignorando la dinámica regional más amplia de Oriente Próximo y el contexto global en el que opera el colonialismo de asentamiento israelí. A este respecto, la solidaridad con Palestina se suele reducir a la cuestión de los abusos generalizados de los derechos humanos y de las continuas violaciones del derecho internacional por parte de Israel: los asesinatos, las detenciones y la desposesión que han sufrido los y las palestinas durante casi ocho décadas. El problema de este enfoque centrado en los derechos humanos es que despolitiza la lucha palestina y no explica por qué los Estados occidentales siguen apoyando a Israel de forma tan inequívoca. Y cuando se plantea esta cuestión crucial del apoyo occidental, muchos señalan como causa a un “lobby pro-israelí” que opera tanto en el norte de América como en Europa Occidental, un punto de vista engañoso y políticamente peligroso que analiza la relación entre los Estados occidentales e Israel de forma radicalmente errónea.

Mi objetivo con este artículo es presentar un enfoque alternativo para entender Palestina, un enfoque enmarcado en la región en su conjunto y en el lugar central que ocupa Oriente Próximo en nuestro mundo actual centrado en los combustibles fósiles. Mi argumento principal es que el respaldo incondicional de EEUU y de los principales Estados europeos a Israel no puede entenderse fuera de este marco. Como colonia de asentamiento, Israel ha sido crucial para el mantenimiento de los intereses imperiales occidentales –en particular los de EEUU– en Oriente Próximo. Ha desempeñado este papel junto al otro gran pilar del control estadounidense en la región: las monarquías árabes del Golfo, ricas en petróleo, principalmente Arabia Saudí. Las relaciones entre el Golfo, Israel y Estados Unidos, y su vertiginosa evolución, son esenciales para comprender el momento actual, especialmente si se tiene en cuenta el relativo debilitamiento del poder mundial estadounidense.

Las transformaciones de posguerra y Oriente Próximo

Dos grandes trasnformaciones globales definieron el cambiante orden mundial en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial. El primero fue una revolución en los sistemas energéticos mundiales: la aparición del petróleo como principal combustible fósil del mundo, que desplazó al carbón y a otras fuentes de energía en las principales economías industrializadas. Esta transición de los combustibles fósiles se produjo primero en EEUU, donde, en 1950, el consumo de petróleo superó al de carbón, seguido de Europa Occidental y Japón en la década de 1960. Entre los países ricos representados en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), el petróleo comprendía menos del 28% del consumo total de combustibles fósiles en 1950; a finales de los años sesenta, su cuota era mayoritaria. El petróleo impulsó el floreciente capitalismo de posguerra debido a su mayor densidad energética, flexibilidad química y facilidad de transporte, y apuntaló toda una serie de nuevas tecnologías, industrias e infraestructuras. Ese fue el comienzo de lo que los científicos describirían más tarde como la “Gran Aceleración”, una expansión masiva y continuada del consumo de combustibles fósiles que comenzó a mediados del siglo XX y que ha conducido inexorablemente a la emergencia climática actual.

Esta transición global hacia el petróleo estuvo estrechamente conectada con una segunda gran transformación de posguerra: la consolidación de EEUU como primera potencia económica y política. El ascenso económico estadounidense había arrancado en las primeras décadas del siglo XX, pero sería la Segunda Guerra Mundial la que marcaría la emergencia definitiva de EEUU como la fuerza más dinámica del capitalismo mundial, opuesta solo por la Unión Soviética y su bloque aliado. El poder estadounidense surgió a raíz de la destrucción de Europa Occidental durante la guerra, y por el debilitamiento de la dominación colonial europea sobre gran parte del llamado Tercer Mundo. Mientras Gran Bretaña y Francia decaían, EEUU tomó la iniciativa para configurar la arquitectura política y económica de la posguerra, incluyendo un nuevo sistema financiero mundial basado en el dólar estadounidense. A mediados de la década de 1950, EEUU tenía una cuota del 60% de la producción manufacturera mundial y algo más de una cuarta parte del PIB mundial, y 42 de las 50 mayores empresas industriales del mundo eran estadounidenses.

Estas dos transiciones globales –la transición al petróleo y el ascenso del poder estadounidense– tuvieron profundas implicaciones para Oriente Próximo. Por un lado, Oriente Próximo desempeñó un papel decisivo en la transición mundial hacia el petróleo. La región disponía de abundantes reservas de petróleo: casi el 40% de las reservas probadas de la Tierra a mediados de la década de 1950. Además, el petróleo de Oriente Próximo se ubicaba cerca de muchos países europeos y los costes de producción eran mucho más bajos que en cualquier otra parte del mundo. De este modo, se podían suministrar a Europa cantidades aparentemente ilimitadas de petróleo próximo-oriental de bajo coste a precios inferiores a los del carbón, garantizando al mismo tiempo que los mercados petroleros nacionales de EEUU permanecieran al margen de los efectos del aumento de la demanda europea. La reorientación hacia Oriente Próximo del suministro de petróleo para consumo europeo fue un proceso extraordinariamente rápido: entre 1947 y 1960 la proporción de petróleo europeo procedente de la región se duplicó, pasando del 43% al 85%. Ello no sólo permitió la aparición de nuevas industrias (como la petroquímica) sino también nuevas formas de transporte y de hacer la guerra. De hecho, sin Oriente Próximo, es posible que la transición petrolera en Europa Occidental nunca se hubiera producido.

La mayor parte de las reservas de petróleo de Oriente Próximo se concentran en la región del Golfo, especialmente en Arabia Saudí y en los Estados árabes más pequeños, así como en Irán e Iraq. Durante la primera mitad del siglo XX estos países estuvieron gobernados por monarquías autocráticas apoyadas por los británicos (excepto Arabia Saudí, que supuestamente era independiente del colonialismo británico). La producción petrolera de la región la controlaban unas cuantas grandes empresas occidentales del ramo, que pagaban rentas y cánones a los gobernantes de estos Estados por el derecho a extraer petróleo. Estas empresas petroleras estaban integradas verticalmente, lo que significaba que no sólo controlaban la extracción del crudo sino también el refinado, el transporte y la venta de petróleo en todo el mundo. El poder de estas empresas era inmenso, pues su control de las infraestructuras de circulación del petróleo les permitía excluir a cualquier competidor potencial. La concentración de la propiedad en la industria petrolera superaba con creces la de cualquier otra industria; de hecho, al final de la Segunda Guerra Mundial, más del 80% de todas las reservas mundiales de petróleo fuera de EEUU y de la URSS estaban controladas por sólo siete grandes empresas estadounidenses y europeas: las llamadas “Siete Hermanas”.

Israel y la revuelta anticolonial

A pesar de su inmenso poder, a medida que Oriente Próximo se convertía en el centro de los mercados mundiales del petróleo durante las décadas de 1950 y 1960, estas empresas petroleras se enfrentaban a un grave problema. Como ocurrió en otras partes del mundo, una serie de destacados movimientos nacionalistas, comunistas y de izquierdas desafiaron a los gobernantes que respaldaba el colonialismo británico y francés, amenazando con trastocar el orden regional meticulosamente edificado. La experiencia más acentuada se vivió en Egipto, donde el rey Faruk, apoyado por Gran Bretaña, fue derrocado en 1952 en un golpe militar dirigido por un popular oficial del ejército, Yamal Abdel Naser. La llegada de Naser al poder forzó la retirada de las tropas británicas de Egipto y favoreció la independencia de Sudán en 1956. La recién adquirida soberanía egipcia se vio coronada con la nacionalización en 1956 del Canal de Suez, hasta entonces controlado por Gran Bretaña y Francia, una acción celebrada por millones de personas en todo Oriente Próximo a la que Gran Bretaña, Francia e Israel respondieron con una fallida invasión de Egipto. Mientras Naser daba estos pasos en otros lugares de la región aumentaban las luchas anticoloniales, sobre todo en Argelia, donde en 1954 se inició una guerra de guerrillas por la independencia contra la ocupación francesa.

Aunque hoy en día se suele ignorar, las amenazas a la prolongada dominación colonial también tuvieron repercusión en los ricos Estados petroleros del Golfo. El apoyo a Naser en Arabia Saudí y en las monarquías más pequeñas del Golfo era muy fuerte, y diversos movimientos de izquierda protestaron contra la inmoralidad, la corrupción y la posición pro-occidental de las monarquías gobernantes. Las previsibles consecuencias que podía desencadenar esta situación se manifestaron en el vecino Irán, donde un popular dirigente nacional, Muhammad Mosadegh, había llegado al poder en 1951. Uno de las primeras decisiones de Mosadegh fue asumir el cargo de la compañía petrolera controlada por los británicos, la Anglo-Iranian Oil Company (precursora de la actual BP), en lo que sería la primera nacionalización del petróleo en Oriente Próximo. Esta nacionalización resonó con fuerza en los estados árabes cercanos, donde el lema “el petróleo árabe para los árabes” se hizo muy popular en medio del generalizado ambiente anticolonial.

En respuesta a la nacionalización del petróleo iraní, los servicios de inteligencia estadounidenses y británicos orquestaron un golpe de Estado contra Mosadegh en 1953 que instaló en el poder a un gobierno pro-occidental leal al monarca iraní, Muhammad Reza Shah Pahlavi. Fue la primera salva de una oleada contrarrevolucionaria que se prolongaría contra los movimientos radicales y nacionalistas en toda la región. El derrocamiento de Mosadegh puso de manifiesto asimismo una transformación trascendental del orden regional: aunque Gran Bretaña desempeñó un papel importante en el golpe fue EEUU quien tomó la iniciativa en la planificación y ejecución de la operación. Fue la primera vez que el gobierno estadounidense derrocaba a un gobernante extranjero en tiempos de paz; la participación de la CIA en el golpe creó un importante precedente para posteriores intervenciones estadounidenses, como el golpe de 1954 en Guatemala y el derrocamiento del chileno Salvador Allende en 1973.

Fue en ese contexto en el que Israel emergió como uno de los principales bastiones de los intereses estadounidenses en la región. En los primeros años del siglo XX, Gran Bretaña había sido la principal defensora de la colonización sionista de Palestina, y tras la creación de Israel en 1948 siguió apoyando el proyecto sionista de construcción de un Estado. Pero cuando EEUU suplantó la dominación colonial británica y francesa en Oriente Próximo durante la posguerra, el apoyo estadounidense a Israel se convirtió en el eje de un nuevo orden de seguridad regional. El punto de inflexión clave fue la guerra de 1967 entre Israel y los principales Estados árabes, en el curso de la cual el ejército israelí destruyó las fuerzas aéreas egipcias y sirias, y ocupó Cisjordania y la Franja de Gaza, la península (egipcia) del Sinaí y los Altos del Golán (sirios). La victoria de Israel trastocó los movimientos a favor de la unidad árabe, la independencia nacional y la resistencia anticolonial que habían cristalizado de forma más marcada en el Egipto de Naser. También empujó a Estados Unidos a convertirse en el principal patrocinador del país en substitución de Gran Bretaña. Desde entonces, EEUU comenzó a suministrar a Israel material militar y apoyo financiero anual por valor de miles de millones de dólares.

El significado del colonialismo de asentamiento

La guerra de 1967 demostró que Israel era una fuerza poderosa que podía utilizarse contra cualquier amenaza a los intereses estadounidenses en la región. Pero hay una dimensión crucial que a menudo pasa desapercibida: el lugar especial que ocupa Israel como soporte del poder estadounidense está directamente relacionado con su carácter interno de colonia de asentamiento fundada sobre la continua desposesión de la población palestina. Las colonias de asentamiento tienen que trabajar continuamente en el fortalecimiento de sus estructuras de opresión racial, explotación de clase y desposesión. Como resultado, son sociedades altamente militarizadas y violentas que tienden a depender del apoyo exterior, lo que les permite mantener sus privilegios materiales en un entorno regional hostil.

En estas sociedades, una parte sustancial de la población se beneficia de la opresión de los pueblos indígenas y entiende sus privilegios en términos racializados y militaristas. Por esta razón, las colonias de asentamiento son socios mucho más fiables para los intereses imperiales occidentales que los Estados clientelares “normales” 1/. Esta es la razón por la que el colonialismo británico apoyó al sionismo como movimiento político a principios del siglo XX y por la que EEUU abrazó a Israel en el momento posterior a 1967.

La capacidad de Israel para mantener un estado permanente de guerra, ocupación y opresión estaría en grave peligro sin el continuo respaldo estadounidense.

Desde luego ello no significa que EEUU “controle” a Israel, o que nunca existan diferencias de opinión entre los gobiernos estadounidense e israelí sobre cómo debe mantenerse esta relación. Pero la capacidad de Israel para mantener un estado de guerra permanente, de ocupación y de opresión estaría en grave peligro sin el continuo apoyo estadounidense (tanto material como político). A cambio, Israel sirve como socio leal y bastión contra las amenazas a los intereses estadounidenses en la región. Israel también ha actuado globalmente dando apoyo a regímenes represivos respaldados por EEUU en todo el mundo, desde la Sudáfrica del Apartheid hasta las dictaduras militares de Latinoamérica. Alexander Haig, secretario de Estado  estadounidense bajo el mandato de Richard Nixon, ya lo dijo sin miramientos: “Israel es el mayor portaaviones estadounidense del mundo que no puede ser hundido, no transporta ni un solo soldado estadounidense y está situado en una región crítica para la seguridad nacional estadounidense” 3/.

La conexión entre el carácter interno del Estado israelí y su lugar especial en el poder estadounidense es similar al papel que desempeñó el apartheid sudafricano para los intereses occidentales en todo el continente africano. Existen importantes diferencias entre el apartheid sudafricano y el israelí –entre las que destaca la preponderancia de la población negra sudafricana en la clase trabajadora del país (a diferencia de la palestina en Israel)–, pero en tanto que colonias de asentamiento, ambos países llegaron a operar como núcleos centrales para la organización del poder occidental en sus respectivos vecindarios. Si examinamos la historia del apoyo occidental al apartheid sudafricano, observamos la misma clase de justificaciones que vemos hoy en el caso de Israel (y los mismos intentos de bloquear las sanciones internacionales y criminalizar los movimientos de protesta). Estos paralelismos se extienden al papel de individuos concretos. Un ejemplo poco conocido es el viaje que hizo un joven miembro del Partido Conservador británico a Sudáfrica en 1989 durante el cual argumentó en contra de las sanciones internacionales a Sudáfrica y defendió por qué Gran Bretaña debía seguir apoyando el régimen del apartheid. Actualmente, décadas después, ese joven conservador, David Cameron, ocupa el cargo de ministro de Asuntos Exteriores del Reino Unido y es uno de los principales dirigentes intencionales que han aclamado el genocidio de Israel en Gaza.

La centralidad de Oriente Próximo en la economía mundial petrolera otorga a Israel un lugar en el poder imperial más pronunciado que el que ocupaba la Sudáfrica del Apartheid. Pero ambos casos demuestran por qué es tan importante reflexionar sobre cómo los factores regionales y globales se entrecruzan con las dinámicas internas de clase y raza en las colonias de asentamiento.

La integración económica de Israel en Oriente Próximo

Oriente Próximo pasó a ser más relevante aún para el poder estadounidense cuando se nacionalizaron las reservas de crudo en la mayor parte de la región (y en otros países) durante las décadas de 1970 y 1980. La nacionalización acabó con el prolongado control directo de Occidente sobre los suministros de crudo de Oriente Próximo, aunque las empresas estadounidenses y europeas siguieron dirigiendo la mayor parte del refinado, transporte y venta mundial de este petróleo. En este contexto, los intereses de EEUU en la región giraban en torno a garantizar suministro estable de petróleo al mercado mundial –denominado en dólares estadounidenses– y asegurar que el petróleo no se utilizara como “arma” para desestabilizar el sistema internacional que pivotaba sobre EEUU. Además, dado que los productores de petróleo del Golfo ganaban ahora billones de dólares con la exportación de crudo, EEUU también recelaba sobre cómo circulaban esos llamados petrodólares por el sistema financiero mundial, una cuestión que afecta directamente al dominio del dólar estadounidense.

Para asegurar esos intereses, la estrategia estadounidense se centró absolutamente en la supervivencia de las monarquías del Golfo encabezadas por Arabia Saudí como aliados regionales clave. Esto fue especialmente importante tras el derrocamiento en 1979 de la monarquía pahlavi de Irán, que fuera otro pilar de los intereses estadounidenses en el Golfo desde el golpe de 1953. El apoyo estadounidense a las monarquías del Golfo se manifestó de diversas formas: vendiéndoles ingentes cantidades de material militar que convirtieron al Golfo en el mayor mercado de armas del mundo, mediante iniciativas económicas que canalizaron la riqueza en petrodólares del Golfo hacia los mercados financieros estadounidenses, y a través de una permanente presencia militar estadounidense que sigue constituyendo la garantía última de los sistemas monárquicos.

Un momento crucial en la relación entre EEUU y el Golfo fue la guerra entre Irán e Iraq que se extendió desde 1980 a 1988, considerada uno de los conflictos más destructivos del siglo XX (murieron hasta medio millón de personas). Durante esta guerra, EEUU suministró armas, financiación e inteligencia a ambos bandos porque consideraba que era una vía para minar el poder de estos dos grandes países vecinos y garantizar aún más la seguridad de las monarquías del Golfo.

De este modo, la estrategia estadounidense en Oriente Próximo pasó a descansar en dos pilares básicos: Israel, por un lado, y las monarquías del Golfo, por otro. Ambos  siguen siendo hoy el eje del poderío estadounidense en la región; sin embargo, se ha producido un cambio crucial en la forma en que se relacionan entre sí. Desde principios de la década de 1990 y hasta el momento actual, los gobiernos estadounidenses has intentado unir estos dos polos estratégicos –junto con otros Estados árabes importantes, como Jordania y Egipto– dentro de una única zona vinculada al poder económico y político de Estados Unidos. Conseguirlo exigía integrar a Israel en Oriente Próximo normalizando sus relaciones (económicas, políticas y diplomáticas) con los Estados árabes. Y lo que es más importante, ello suponía acabar con los boicots árabes formales a Israel existentes desde muchas décadas.

Desde la perspectiva de Israel, la normalización no consistía solo en permitir el comercio y las inversiones israelíes en los Estados árabes. Después de una importante recesión a mediados de la década de 1980, la economía israelí se había alejado de sectores como la construcción y la agricultura para centrarse mucho más en la alta tecnología, las finanzas y las exportaciones militares. Sin embargo, muchas de las principales empresas internacionales eran reacias a hacer negocios con empresas israelíes (o dentro del propio Israel) debido a los boicots secundarios impuestos por los gobiernos árabes 4/. Acabar con estos boicots era esencial para atraer a grandes empresas occidentales a Israel y también para permitir a las israelíes el acceso a los mercados extranjeros de EEUU y otros países. En otras palabras, la normalización económica tenía que ver tanto con garantizar el lugar del capitalismo israelí en la economía mundial como con el acceso de Israel a los mercados de Oriente Próximo.

Para ello, EEUU y sus aliados europeos se sirvieron desde la década de 1990 de diversos mecanismos destinados a impulsar la integración económica de Israel en el resto de Oriente Próximo. Uno de ellos fue intensificar las reformas económicas: la apertura a la inversión extranjera y a los flujos comerciales que se extendió rápidamente por toda la región. Con ese fin, EEUU fomentó una serie de iniciativas económicas que pretendían vincular los mercados israelíes y árabes entre sí y, posteriormente, a la economía estadounidense. Uno de esos planes clave eran las denominadas Zonas Industriales Cualificadas (QIZ, por sus siglas en inglés), zonas manufactureras de bajos salarios establecidas en Jordania y Egipto a finales de la década de 1990. Los bienes producidos en las QIZ –principalmente textiles y prendas de vestir– tenían acceso libre de impuestos a EEUU siempre que una determinada proporción de los insumos utilizados en su fabricación procedieran de Israel. Las QIZ desempeñaron un papel temprano y decisivo para concentrar capital israelí, jordano y egipcio en estructuras de propiedad compartida, lo que normalizó las relaciones económicas entre dos de los Estados árabes vecinos con Israel. En 2007, el gobierno estadounidense daba cuenta de que más del 70% de las exportaciones de Jordania a EEUU procedían de las QIZ; en el caso de Egipto, en 2008 el 30% de las exportaciones a EEUU se producían en las QIZ 5/.

Además del programa QIZ, EEUU propuso en 2003 la iniciativa de la Zona de Libre Comercio de Oriente Próximo y Norte de África (MEFTA, por sus siglas en inglés). Su objetivo era establecer una zona de libre comercio en toda la región para 2013. La estrategia estadounidense consistía en negociar individualmente con los países “amigos” mediante un proceso gradual de seis fases que acabaría desembocando en un acuerdo de libre comercio (ALC) de pleno derecho entre EEUU y cada país en cuestión.

Estos ALC se diseñaron para que cada país pudiera conectar su propio ALC bilateral con EEUU con aquellos de otros países, estableciendo así acuerdos de ámbito subregional en todo Oriente Próximo y Norte de África. Estos acuerdos subregionales podrían enlazarse con el tiempo hasta abarcar toda la región.

Es importante destacar que estos ALC también se utilizarían para fomentar la integración de Israel en los mercados árabes, ya que cada acuerdo contiene una cláusula por la que el signatario se compromete a la normalización con Israel y prohíbe cualquier boicot de las relaciones comerciales. Aunque EEUU no cumplió su objetivo de establecer la MEFTA en 2013, su política impulsó con éxito una expansión de la influencia económica estadounidense en la región apuntalada por la normalización entre Israel y Estados árabes clave. En la actualidad, EEUU tiene 14 acuerdos de libre comercio con países de todo el mundo, cinco de ellos con países de Oriente Próximo (Israel, Bahrein, Marruecos, Jordania y Omán).

Los Acuerdos de Oslo

Sin embargo, el éxito de la normalización económica dependía en última instancia de que se produjera un cambio en la situación política que diera la “luz verde” palestina a la integración económica de Israel en la región en general. Aquí, el punto de inflexión clave fueron los Acuerdos de Oslo, un acuerdo entre Israel y la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) firmado bajo los auspicios del gobierno estadounidense en el jardín de la Casa Blanca en 1993. Oslo se fundó esencialmente sobre las prácticas coloniales establecidas durante las décadas anteriores. Desde los años setenta Israel había intentado encontrar una fuerza palestina que administrara Cisjordania y la Franja de Gaza en su nombre, un apoderado palestino subsidiario de la ocupación israelí que minimizara el contacto cotidiano entre los y las palestinas y el ejército israelí. Estos primeros intentos habían fracasado durante la Primera Intifada, el levantamiento popular generalizado que comenzó en la Franja de Gaza en 1987. Los Acuerdos de Oslo pusieron fin a la Primera Intifada.

En el marco de Oslo, la OLP acordó constituir una nueva entidad política denominada Autoridad Palestina (AP), a la que se concederían poderes limitados sobre zonas fragmentadas de Cisjordania y la Franja de Gaza. La AP dependería por completo para su supervivencia de la financiación externa, especialmente de préstamos, ayudas, y de impuestos a la importación recaudados por Israel que luego se remitirían a la AP. Dado que la mayoría de estas fuentes de financiación procedían en última instancia de Estados occidentales e Israel, la AP quedó rápidamente subordinada políticamente. Además, Israel retuvo el control total sobre la economía y los recursos palestinos, así como sobre la circulación de personas y mercancías. Tras la división territorial [por parte de Israel] de Gaza y Cisjordania en 2007, la AP estableció su sede en Ramala, en Cisjordania. En la actualidad, la AP está dirigida por Mahmud Abbas 6/.

A pesar de  cómo suelen presentarse los Acuerdos de Oslo y las negociaciones subsiguientes, nunca tuvieron como objetivo la paz y el camino hacia la libertad del pueblo palestino. Fue bajo Oslo cuando se disparó la expansión de los asentamientos israelíes en Cisjordania, se construyó el Muro del Apartheid y se desarrollaron las complejas restricciones a la circulación que rigen hoy la vida de palestinos y palestinas. Oslo sirvió para expulsar de la lucha política a sectores importantísimos de la población palestina –las personas refugiadas y los y las ciudadanas palestinas de Israel–, y redujo la cuestión de Palestina a negociaciones sobre porciones de territorio de Cisjordania y la Franja de Gaza. Y lo que es más importante, Oslo proporcionó la bendición palestina a la integración de Israel en Oriente Próximo, lo que abrió la veda a los gobiernos árabes –encabezados por Jordania y Egipto– para que aceptaran la normalización con Israel bajo el paraguas estadounidense.

Fue después de Oslo cuando surgieron las restricciones a la circulación, las barreras, los puestos de control y los topes militares que ahora rodean Gaza. En este sentido, la prisión al aire libre que es hoy Gaza es en sí misma una creación del proceso de Oslo: un hilo directo conecta las negociaciones de Oslo con el genocidio del que ahora somos testigos. Es crucial recordarlo a la luz de los debates que se están produciendo sobre los posibles escenarios de posguerra. La estrategia israelí siempre ha implicado el uso periódico de la violencia extrema junto a falsas promesas de negociaciones respaldadas internacionalmente. Ambas herramientas forman parte del mismo proceso y sirven para apuntalar la continua fragmentación y desposesión del pueblo palestino. Cualquier negociación de posguerra dirigida por EEUU verá sin duda intentos similares de asegurar la continua dominación de Israel sobre las vidas y las tierras palestinas.

Pensar en el futuro

La centralidad estratégica de Oriente Próximo (por su riqueza petrolera) en el poder global estadounidense explica por qué Israel es ahora el mayor receptor acumulado de ayuda exterior estadounidense a pesar de ser la 13ª economía más rica del mundo según el PIB per cápita (por encima del Reino Unido, Alemania o Japón). También explica el apoyo bipartidista a Israel de las élites políticas estadounidenses y de las de Reino Unido. De hecho, en 2021 –bajo la presidencia de Trump y antes de la guerra actual– Israel recibió más financiación militar exterior estadounidense que todos los demás países del mundo juntos. Y, de manera crucial, como han demostrado los últimos ocho meses, el apoyo estadounidense va mucho más allá del apoyo financiero y material: EEUU actúa como la última barrera defensiva de la política de Israel en el escenario internacional 7/.

Como hemos visto, la alianza estadounidense con Israel no es ajena a la desposesión del pueblo palestino sino que se basa en ella. Es el carácter colonial de asentamiento de Israel lo que le otorga un papel tan preponderante en la consolidación del poder estadounidense en toda la región. Por eso la lucha palestina es un elemento tan determinante para impulsar el cambio político en Oriente Próximo, una región que es actualmente la más polarizada socialmente, la más desigual económicamente y la más afectada por conflictos del mundo. Y, a la inversa, por eso la lucha por Palestina está íntimamente ligada a las conquistas (y a los fracasos) de otras luchas sociales progresistas de la región.

El eje central de esta dinámica interregional sigue siendo la conexión entre Israel y los Estados del Golfo. En las dos décadas que siguieron a los Acuerdos de Oslo la estrategia estadounidense en Oriente Próximo siguió haciendo hincapié en la integración económica y política de Israel con los Estados del Golfo. Un paso importante hacia ese proceso vino con los Acuerdos de Abraham de 2020, por los que Emiratos Árabes Unidos (EAU) y Bahréin aceptaron normalizar sus relaciones con Israel. Los Acuerdos de Abraham allanaron el camino para un ALC entre EAU e Israel, firmad en 2022, que fue el primero en su especie de Israel con un Estado árabe. El comercio entre Israel y EAU superó los 2.500 millones de dólares en 2022 frente a solo 150 millones en 2020. Sudán y Marruecos también han alcanzado acuerdos similares con Israel impulsados por importantes incentivos estadounidenses 8/.

Con los Acuerdos de Abraham cinco países árabes mantienen ahora relaciones diplomáticas formales con Israel. Estos países abarcan cerca del 40% de la población del mundo árabe e incluyen algunas de las principales potencias políticas y económicas de la región. Pero queda pendiente una pregunta crucial: ¿cuándo se unirá Arabia Saudí a este club? Aunque es imposible que EAU y Bahrein pudieran haber aceptado los Acuerdos de Abraham sin el consentimiento de Arabia Saudí, el reino saudí no ha normalizado hasta ahora formalmente sus lazos con Israel a pesar de la multitud de reuniones y conexiones informales entre ambos Estados en los últimos años.

En el contexto del actual genocidio, el principal objetivo de la planificación estadounidense para el momento de posguerra es sin duda un acuerdo de normalización entre Arabia Saudí e Israel. Es muy probable que el gobierno saudí esté de acuerdo con esa salida –y probablemente así se lo haya indicado a la administración Biden– siempre que reciba algún tipo de visto bueno de la AP en Ramala (quizás relacionado con el reconocimiento internacional de un pseudoestado palestino en ciertas partes de Cisjordania). Obviamente, existen obstáculos importantes para tal escenario, incluida la negativa actual de los y las palestinas de Gaza a someterse y la cuestión de cómo se administrará la Franja tras el final de la guerra. Pero probablemente, el actual plan estadounidense de que una fuerza árabe multinacional asuma el control de Gaza, encabezada por algunos de los principales Estados normalizadores –EAU, Egipto y Marruecos– estaría relacionado con la normalización saudí-israelí.

Acercar los Estados del Golfo a Israel es cada vez más crucial para los intereses estadounidenses en la región dadas las agudas rivalidades y tensiones geopolíticas que están surgiendo a nivel mundial, especialmente con China. Aunque no hay ninguna otra “gran potencia” que vaya a reemplazar la dominación estadounidense en Oriente Próximo, en los últimos años se ha producido un declive relativo de su influencia política, económica y militar en la región. Indicio de ello son las crecientes interdependencias entre los Estados del Golfo y China/Asia Oriental, que ahora van mucho más allá de la exportación del crudo proximo-oriental. En este contexto, y habida cuenta del lugar que Israel ocupa desde hace mucho tiempo en el poder estadounidense, cualquier proceso de normalización dirigido por la administración estadounidense ayudaría a reafirmar su primacía en la región y serviría potencialmente como palanca importante contra la influencia de China en la misma.

No obstante, a pesar de los debates en curso sobre los escenarios de posguerra, los últimos 76 años han demostrado reiteradamente que las iniciativas de borrar permanentemente la firmeza y la resistencia palestinas fracasarán. Palestina concentra en estos momentos la vanguardia de un despertar político internacional que supera todo lo visto desde la década de 1960.

Contando con esta mayor concienciación sobre la condición palestina, nuestro análisis debe ir más allá de la oposición inmediata a la brutalidad de Israel en la Franja de Gaza. La lucha por la liberación palestina se sitúa en el centro de cualquier desafío concreto a los intereses imperiales en Oriente Próximo, y nuestros movimientos requieren una mejor base sobre las dinámicas regionales más amplias, especialmente sobre el papel fundamental que juegan las monarquías del Golfo. También necesitamos entender mejor cómo encaja Oriente Próximo en la historia del capitalismo fósil y en las luchas contemporáneas por la justicia climática. La cuestión de Palestina no puede separarse de estas realidades. En este sentido, la extraordinaria batalla por la supervivencia que libran hoy los y las palestinas en la Franja de Gaza representa la vanguardia de la lucha por el futuro del planeta.

Notas

1/ Para mayor elaboración y documentación de los puntos planteados en esta sección, véase mi próximo libro, Crude Capitalism: Oil, Corporate Power, and the Making of the World Market (Verso Books, 2024).

2/Los regímenes clientelares árabes –como los actuales Egipto, Jordania y Marruecos– se enfrentan a retos reiterados por parte de movimientos políticos dentro de sus propias fronteras y se ven obligados constantemente a acomodarse y responder a las presiones de abajo.

3/ De manera reveladora, la fuente de esta cita aparece en un artículo escrito por el ex embajador israelí en EEUU, Michael Oren, titulado “The Ultimate Ally” [El aliado definitivo].

4/ Los boicots secundarios significaban que una empresa que invirtiera en Israel, por ejemplo Microsoft, se enfrentaría a la exclusión de los mercados árabes.

5/ Se puede encontrar más información sobre las QIZ, la MEFTA y la economía política de la normalización de Israel en Adam Hanieh, Lineages of Revolt: Issues of Contemporary Capitalism in the Middle East(Haymarket Books, 2013), especialmente en las páginas 36-38.

6/ En 2006, las elecciones al Consejo Legislativo Palestino las ganó de forma convincente Hamás, que obtuvo 74 de los 132 escaños disputados. Inicialmente se creó un gobierno de unidad nacional entre Hamás y Fatah, el partido palestino dominante que controla la AP. Pero Fatah lo disolvió después de que Hamás se hiciera con el control de la Franja de Gaza en 2007. Desde entonces, existen autoridades separadas en Gaza y Cisjordania.

7/ Existen muchos otros tipos de apoyo además de la ayuda militar y financiera directa; por ejemplo, EEUU proporciona miles de millones de dólares en garantías de préstamos a Israel, lo que le permite obtener préstamos más baratos en el mercado mundial. Israel es uno de los seis únicos países del mundo que han recibido este tipo de garantías en la última década (Ucrania, Iraq, Jordania, Túnez y Egipto son los otros).

8/ En el caso de Sudán, EEUU accedió a conceder un préstamo de 1.200 millones de dólares y a retirar al país de su lista de Estados patrocinadores del terrorismo (aunque el acuerdo de normalización sigue sin ratificarse). En el caso de Marruecos, EEUU reconoció la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental a cambio de la normalización del país con Israel.

Adam Hanieh, palestino nacido en Jordania, es catedrático de Economía Política y Desarrollo Global en el Instituto de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad de Exeter. En septiembre de 2016, y en una muestra de violación arbitraria de la libertad académica, Hanieh fue detenido y deportado por Israel cuando daba un curso en la Universidad de Birzeit, en Cisjordania, y se le prohibió la entrada a Israel/Palestina durante diez años. Su libro más reciente, Crude Capitalism: Oil, Corporate Power, and the Making of the World Market, se publicará en Verso Books en septiembre de 2024.

Artículo original: MONDOWEISS. Traducción para Viento Sur de Loles Oliván Hijós.

Fuente: https://vientosur.info/por-que-luchar-por-palestina-es-luchar-contra-el-imperialismo-estadounidense-en-la-region/