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Kenia

Cómo la juventud, las clases medias y la gente trabajadora pobre han unido sus fuerzas

Fuentes: Viento Sur

Las manifestaciones contra el gobierno, coordinadas en redes sociales, han vuelto a centrar la atención en problemas crónicos.

Recuerdo las manifestaciones del 25 de junio en Kenia como si hubieran ocurrido ayer. La actividad en las calles de Nairobi era frenética, acompañada del sonido de silbatos, bocinas de motos, vuvuzelas (largas cornetas utilizadas para animar en partidos de fútbol) y fuertes explosiones de bombas lacrimógenas.

“Estamos hartos”, gritaban los miles de manifestantes ‒que habían salido a la calle para oponerse a los planes del gobierno de decretar fuertes aumentos de impuestos‒ en lo que acabaría siendo la jornada más sangrienta de la protesta. Enarbolando banderas kenianas, recorrieron una de las principales avenidas de la ciudad, teñida de color rosa por los cañones de agua, tratando de esquivar las balas de goma y los gases lacrimógenos. Cuando se disipó la neblina, un manifestante que se tapaba la boca con un pañuelo y en una mano sostenía un cartel que decía: “No es gas lacrimógeno, sino la fragancia del cambio”.

El plan de subir los impuestos había provocado la ira de la clase media y de la gente trabajadora pobre del país, con sus fuertes incrementos de los impuestos sobre la posesión de automóviles, las prestaciones sanitarias, las transacciones financieras, la creación de contenidos digitales y el comercio de productos de primera necesidad como toallitas higiénicas, aceite y pan.

Un análisis de economistas del Banco Mundial demuestra que mientras la política fiscal y presupuestaria de los países ricos ayudan a sus pobres, en los países de renta baja y media hacen que los hogares pobres se empobrezcan aún más. Kenia dedica una parte mayor de la renta nacional al servicio de la deuda que a todos los demás gastos públicos juntos, incluido el gasto en seguridad social, sanidad y educación. Esto amenaza con aumentar la desigualdad y hundir a los sectores más pobres del país en la más profunda miseria.

Mientras cubría los acontecimientos del día, abriéndome paso entre el gentío y hablando con manifestantes, quedó claro que si bien el plan de subida de impuestos, ya abandonado, había sacado a la gente a la calle, también fue la proverbial “gota que colmó el vaso”. Las manifestaciones en todo el país pasaron a asumir reivindicaciones más amplias, exigiendo a las y los líderes nacionales que reduzcan el gasto público, acaben con la corrupción e inviertan en desarrollo y servicios esenciales. La juventud exigió una auditoría para dilucidar cómo la nación había acumulado una ingente deuda pública de 80.000 millones de dólares, multiplicándose por cinco a lo largo de la última década, asociada a proyectos de infraestructura salpicados de casos de corrupción y dudas sobre su viabilidad financiera.

He llegado a ver a la población keniana como a una amiga cuyo talante no apunta a una erupción inmediata, pero que cuando lo hace, arrasa con todo. Durante las manifestaciones del 25 de junio supe que las cosas habían alcanzado un clímax cuando la multitud asaltó el parlamento después de que el legislativo aprobara la polémica ley y prendió fuego en una parte de edificio. Varios manifestantes murieron en los choques subsiguientes con la policía. Al igual que mucha gente, me pregunté si la revuelta llevaría al país al borde del abismo o le permitiría recuperarse de décadas de mala gobernanza.

El presidente de Kenia, William Ruto, revocó la ley el 26 de junio, soltando lastre en medio de una escalada de violencia y crecientes llamamientos a que dimitiera. En las redes, mucha gente exclamó “muy poco, muy tarde”. La policía mató al menos a 39 personas en las dos últimas semanas de protestas, según la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Hasta 32 personas sospechosas de desempeñar un papel dirigente afirman que agentes estatales las retuvieron durante las protestas. Algunas estuvieron incomunicadas, sin poder acceder a sus familias o sus abogados, de acuerdo con Amnesty International.

El gobierno ha cambiado radicalmente de actitud ante los acontecimientos de las últimas tres semanas, pasando de concesiones menores e incursiones brutales de la policía a la retirada de la ley y el llamamiento al diálogo. La ola de manifestaciones continuó por todo el país incluso después de que Ruto revocara la ley. Comenzó a aflojar después de la jornada sangrienta del 25 de junio, cuando mucha gente joven se mostró reticente a manifestarse a raíz de la aparición de informaciones de activistas y medios locales según las cuales algunos políticos habían contratado a gente pobre para que perturbara y deslegitimara el movimiento saqueando comercios locales y sembrando el caos.

Ruto ha calificado las protestas de “importante punto de inflexión” para el país, y en un debate televisado declaró, el 30 de junio, que era necesario entablar “conversaciones honestas” sobre la crisis de deuda. Defendió la ley financiera, afirmando que los 2.700 millones de dólares en impuestos que habría permitido recaudar habrían servido para reducir el endeudamiento y mejorar los servicios públicos. “No hay más que dos cosas que puedes hacer: o bien recaudas dinero por vía impositiva, o bien lo tomas prestado, punto”, dijo Ruto. “En esto no hay magia.”

Bajo la creciente presión para afrontar una revuelta cada vez más extendida, Ruto aceptó el llamamiento de la juventud keniana a participar en una reunión en vivo en X (antes Twitter). Al debate del 5 de julio asistieron, en su punto álgido, 163.000 participantes en directo, sumando un total de 5,6 millones de usuarios y usuarias a lo largo de la sesión. Mientras que algunas personas vieron el acto como una conversación histórica entre un presidente y un público abiertamente opuesto a su administración, otros lo consideraron un ejercicio de lavado de cara y boicotearon las conversaciones.

Una hora antes del acto, Ruto anunció que nombraría un grupo de trabajo independiente para que audite la deuda pública y presente su informe en el plazo de tres meses. Asimismo anunció un recorte presupuestario de 1.390 millones de dólares, inclusive en gasto público. Disolvió 47 organismos estatales innecesarios, redujo a la mitad el número de asesores del gobierno y suspendió una serie de costosos y controvertidos nuevos nombramientos para el ejecutivo. Además clausuró la oficina de la primera dama, la esposa del vicepresidente y la secretaría del primer ministro, y revocó los planes de renovación de las sedes del gobierno. Canceló todos los viajes oficiales no esenciales y prohibió a los cargos ministeriales a participación en harambees, reuniones de recaudación de donativos que se consideran una oportunidad de la clase política para ganar apoyos corrumpiendo al público.

Estos cambios, dijo en el curso de las conversaciones en vivo, responderían al enfado del público por el derroche de dinero y lo que calificó de “opulencia detestable” de altos cargos, mientras que el gobierno tendría que tomar prestados 1.300 millones de dólares para hacer frente a la crisis presupuestaria tras la revocación de la ley financiera.

En cuestión de semana Kenia ha experimentado el despertar de la población que ha dado pie a un profundo escrutinio público de la crisis de gobernanza que ha lastrado el país durante décadas. El pueblo keniano soporta ahora las consecuencias de la deuda pública del país en forma de elevados impuestos sobre los bienes, y se produce un divorcio creciente entre el público y el gobierno, al que la gente acusa de corrupción y despilfarro, incluido el exceso de personal, elevados gastos de viaje y corrupción. Es notorio que los legisladores llevan encima fajos de dinero, conducen coches de lujo y viven en mansiones suntuosas.

El país ha tenido que enfrentarse a una serie de reveses económicos causados por los efectos duraderos de la pandemia de covid-19: depreciación de la moneda, inflación, desempleo y catástrofes climáticas repetidas, como sequías e inundaciones. Las dificultades económicas han centrado la atención del público en los resultados de los dirigentes en su intento de superar los retos a que se enfrenta el país. En las ultimas elecciones nacionales, vi que la población keniana estaba más interesada en debates sobre el coste de la vida, la deuda y el paro juvenil que en las rivalidades interétnicas y personales que predominaron en muchos ciclos anteriores.

Ruto llegó al poder con la promesa de facilitar las cosas a la gente trabajadora pobre, pero ahora el público está desencantado con el presidente, a quien ha puesto el mote de Zakayo, derivado del recaudador de impuestos de la Biblia, Zaccheus. Hay quienes consideran que el presidente, que suele viajar con toda clase de lujos, está mas interesado en la imagen internacional de Kenia que en la situación interna, y le acusan de dar prioridad a las políticas de prestamistas como el Fondo Monetario Internacional (FMI) sobre las necesidades del país.

El FMI había presionado a Kenya para que incremente la recaudación fiscal nacional para poder acceder a más financiación, en un momento en que mucha gente está lidiando con la crisis del coste de la vida y se pregunta cómo ha podido acumularse la deuda del país. Mientras muchas personas luchan por sobrevivir, algunas consideran que Ruto prioriza la devolución de la deuda por encima de los intereses de la población.

Muchas personas con las que hablé en las calles pensaban que los aumentos de impuestos de los últimos años habían puesto las cosas más difíciles para ellas, pero no habían ayudado a mejorar notablemente los servicios públicos. He visto a gente pobre acudir a grupos comunitarios en busca de apoyo social en situaciones de emergencia porque las opciones que ofrece el Estado son escasas o inexistentes, y a la clase media contratar costosos servicios privados.

La juventud keniana en edad de trabajar, que constituye más de un tercio de la población del país, tiene que bregar con el elevado coste de la vida estando en el paro. Un manifestante con quien hablé durante las manifestaciones de la semana pasada tenía el título de bachillerato, pero no encontraba ningún empleo acorde con ello y acabó trabajando de guarda de seguridad en el centro de la ciudad. Esto me trajo a la memoria las advertencias de algunos líderes de movimientos sociales que dijeron que la falta de oportunidades de empleo y la agravación de las desigualdades de ingresos son una “bomba de relojería” que podía provocar una revuelta de la juventud frustrada. Aunque las protestas han amainado, me pregunto si hay ahora indicios de que esto está sucediendo.

Me pareció asombroso que unas protestas espontáneas, coordinadas a través de las redes sociales, carentes de todo liderazgo político visible, pudieran dar pie a manifestaciones masivas en la calle. Encabezaba las protestas un grupo improbable de jóvenes de menos de 27 años (Generación Z), que hasta hace poco eran percibidos como personas apáticas y ajenas a la política institucional, y millennials, que parecían más inclinadas al activismo digital que a las manifestaciones callejeras.

También me he preguntado si la obsesión mediática con su papel dirigente ha dado pie a una visión estrecha de los intereses que representa su movimiento. La juventud está reivindicando cosas que afectan a la vasta mayoría de la población keniana, y que han sido objeto de luchas durante décadas. Nos queda mucho camino por recorrer, sabiendo que las libertades políticas y sociales de que gozamos hoy se conquistaron tras duras luchas y han allanado el camino al despertar del públicos a que estamos asistiendo ahora.

Cuando comenzaron las protestas, altos cargos del gobierno quitaron hierro al descontento que estaba acumulándose en las redes sociales. “Imbéciles digitales”, así calificó el asesor económico de Ruto, David Ndii, a quienes protestaban en línea. Sin embargo, la oposición en redes representaba una ira popular profundamente arraigada por la manera de gobernar el país, como se vio claramente cuando las protestas en redes se desparramaron en las calles y decenas de miles de personas se manifestaron por todo el país. Todos el mundo, desde influyentes hasta trabajadores informales, se congregaron tras los llamamientos al parlamento de que no aprobara las subidas de impuestos.

Las personas que tienen empleo, pero no salen de la pobreza, participaron con brío. Motoristas transportaban a manifestantes en una ciudad abarrotada. Residentes de los asentamientos informales de Nairobi, que suman más de la mitad de la población de la capital, llenaban las calles. Una nueva generación de manifestantes jóvenes, educados y que buscan la movilidad social, también salió a la calle, como Kasmuel McOure, manifestante de la Generación Z que viste traje y pajarita. Figuras influyentes como el jugador de rugby Dennis Ombachi, convertido en famoso chef, alzaron la voz, y veteranas activistas de base, como Honey Farsafi, portadora de hiyab, organizó una colecta por internet.

La fuerte presencia de clases medias fue una novedad de la que se burló un diputado que calificó a la juventud que se manifestaba de “kenianos que usan iPhone, se desplazan con Uber, comen en KFC y beben agua embotellada”, no afectados por verdaderos problemas. Sin embargo, este factor demográfico facilitó la coordinación de las manifestaciones. En el punto culminante de la protesta, hasta 60.000 usuarios de X escucharon al mismo tiempo un debate en línea de seis horas de duración sobre la ley financiera. Personas con conocimientos desarrollaron aplicaciones de inteligencia artificial para ayudar a la población a comprender lo que estaba en juego, abogados ayudaron a facilitar la puesta en libertad de las personas detenidas o abducidas durante las protestas, el público tradujo las implicaciones de la ley a un lenguaje común comprensible y se recaudaron millones de chelines para las familias de las personas muertas y las heridas.

Emigrantes impulsaron en la diáspora manifestaciones de solidaridad en grandes ciudades de todo el mundo y personal sanitario organizó centros de emergencia en numerosos puntos de la capital, salvando muchas vidas. Fue algo que yo nunca había visto, como keniana y como periodista, en un país en que se sabía que las diferencias de clase dividen a la población políticamente, en vez de unirla. Las manifestaciones llamaron la atención en todo el continente, pasando a ser tema de debate en países como Uganda, Nigeria y Ghana, donde ciertos sectores vieron reflejadas, en la revuelta keniana, sus propias luchas contra la corrupción gubernamental y la deuda.

Aunque los llamamientos al cambio forjaron la unidad de las y los manifestantes, en el seno del movimiento también hubo tensiones. En los primeros días, las iniciativas de un activista solicitando fondos a algunos políticos fueron anuladas por temor a que el movimiento pasara a estar controlados por los la clase política. También hubo división en torno a la propuesta de ocupar la Casa del Estado ‒la residencia del presidente‒ después de que muchas personas murieran durante la ocupación del parlamento el 25 de junio. Activistas feministas se opusieron a la publicación y distribución de material pornográfico con fotografías íntimas de una diputada que apoyaba las medidas fiscales. El acoso público a un agente de policía que había matado a un manifestante dio pie a diferentes puntos de vista en X sobre el trato que había que darle y si había que evitar dañar a su familia.

La clase política del país está siendo sometida a un profundo escrutinio público. Circula un ChatGPT especial, que enumera los escándalos de corrupción de los políticos que se desea investigar, junto con hojas de cálculo en que se registra el grado de cumplimiento por parte de la administración actual de sus promesas electorales. La primera dama del país, Rachel Ruto, y otros miembros de la clase política han tenido que desistir de ir a misa a causa del creciente rechazo de lo que la gente percibe como una “alianza impía” entre la iglesia y los líderes del país. Mucha gente cree que sus estrechos lazos favorecen la corrupción y la falta de rendición de cuentas de ambas instituciones.

Aunque puede que las medidas anunciadas por Ruto el 5 de julio hayan desactivado la ola de manifestaciones y enfriado los llamamientos cada vez más radicales a que dimita, el escrutinio público de su gobierno ha alcanzado cotas nunca vistas en los últimos años, y no es probable que esto desaparezca en un próximo futuro.

Texto original New Lines Magazine Traducción: viento sur

Caroline Kimeu es una periodista keniana, corresponsal de The Guardian en África Oriental.