Mientras el humo todavía se eleva sobre los restos calcinados del edificio del Parlamento en Makassar, Indonesia se debate entre la furia popular y la arrogancia de una élite que se auto-concede privilegios obscenos. Tres muertos, cientos de heridos y miles de detenidos son el saldo provisional de una rebelión que no es solo contra el aumento de los subsidios parlamentarios, sino contra el modelo rentista y extractivista que ha condenado al país a exportar su futuro en forma de mineral en bruto.
La economía de la piedra
Indonesia, la “economía de la piedra”, se jacta de ser el mayor exportador mundial de carbón térmico y níquel, y un líder regional en aceite de palma y cobre
Pero detrás de los titulares de crecimiento económico —que el gobierno de Prabowo Subianto prometió llevar al 8% anual— se oculta una verdad incómoda: más del 25% de los ingresos por exportaciones provienen de materias primas no procesadas, mientras la industria manufacturera se desploma hasta representar solo el 17,2% del PIB.
El modelo extractivista, lejos de generar prosperidad, ha profundizado la desigualdad. Mientras los parlamentarios se otorgan un subsidio mensual de vivienda de 50 millones de rupias (US$3.000), casi diez veces el salario mínimo de Yakarta, el 40% de los indonesios vive con menos de US$3,5 al día. El “milagro mineral” se ha traducido en eucaliptos y palmas aceiteras que arrasan con la selva, minas de carbón que envenenan los ríos, y una élite que se enriquece a costa de la destrucción ambiental y social.
La chispa que encendió la rebelión fue la muerte de Affan Kurniawan, un conductor de mototaxi de 21 años atropellado por un vehículo táctico de la policía Brimob durante una protesta. Su muerte, grabada y viralizada en redes sociales, se convirtió en símbolo de la brutalidad policial y la indiferencia de la clase política. Pero las protestas no son solo por Affan. Son por el hartazgo de una generación que ve cómo sus posibilidades de futuro se evaporan mientras el país se hunde en la renta fácil.
Los manifestantes, liderados por estudiantes y sindicatos, exigen no solo justicia para Affan, sino también la reducción de los subsidios parlamentarios, el aumento del salario mínimo y una reforma profunda del sistema tributario y laboral. En Makassar, Surabaya y Mataram, los edificios gubernamentales fueron incendiados, y 37 parlamentos locales han sido destruidos o dañados. La violencia no es gratuita; es la respuesta desesperada de una población que ha sido excluida del supuesto progreso.
El modelo extractivista: una maldición disfrazada de bendición
El gobierno de Prabowo ha apoyado el programa de “downstreaming” para añadir valor a los minerales antes de exportarlos. Pero esta estrategia, lejos de resolver los problemas estructurales, ha exacerbado la dependencia del capital extranjero y la destrucción ambiental. En Papúa, la explotación del níquel ha dejado un rastro de desastre ecológico y violencia contra las comunidades indígenas.
Mientras tanto, el carbón continúa siendo la gallina de los huevos de oro: 31 millones de toneladas adicionales de capacidad minera están en desarrollo, a pesar de las advertencias sobre el cambio climático.
El resultado es un país que exporta piedras y madera, pero importa alimentos básicos como el trigo, la soja y el azúcar. Una economía que depende del precio internacional del carbón y del níquel, mientras su población se hunde en la pobreza. Un modelo que ha creado una élite rentista que vive en las torres de Yakarta, mientras el resto del país se debate entre la precariedad y la represión.
La guerra de clases que viene
TikTok suspendió temporalmente la función de “live streaming” (transmisiones en vivo) en Indonesia desde el 30 de agosto de 2025, en medio de las violentas protestas que sacuden al país, el gobierno indonesio, a través del Ministerio de Comunicaciones, el gobierno habría presionado a plataformas como TikTok y Meta a reforzar la moderación de contenidos, bajo la acusación de que se estaba difundiendo desinformación que alimentaba las protestas.
Las protestas de agosto son solo el inicio. La élite extractivista, acorralada por la crisis económica y la presión popular, puede recurrir a la represión para mantenerse en el poder. Prabowo, un exgeneral acusado de crímenes de guerra en Timor Oriental y Papúa, ya ha advertido que tomará “acciones decisivas” si es necesario. Pero la calle ha demostrado que no retrocederá. La lucha de clases en Indonesia ya no es una metáfora; es una realidad incendiaria.
El país se enfrenta a una encrucijada: o profundiza el modelo extractivista y rentista, condenando a su población a la pobreza y al país a la irrelevancia, o rompe con el pasado y construye una economía diversificada, justa y sostenible. Mientras tanto, la piedra sigue despertando, y las brasas de Makassar son solo el preludio de un incendio que puede consumir al viejo orden.
Indonesia, el gigante dormido del sudeste asiático, ha despertado. Pero no para seguir exportando su alma mineral al mejor postor, sino para exigir lo que siempre debió ser suyo: justicia, dignidad y un futuro que no esté escrito en toneladas de carbón o níquel. La guerra de clases ha comenzado, y esta vez, la piedra no callará.
El espejismo roto
Durante años se intentó proyectar a Indonesia como “la gran democracia del sudeste asiático”, un país capaz de conciliar crecimiento con pluralismo político. Hoy, el espejismo se rompe: la elección de un presidente exmilitar de con un pasado autoritario, yerno del dictador Suharto, la represión de la protesta social y el deterioro de la vida cotidiana revelan que la estabilidad era apenas un pacto de élites.
Indonesia es hoy el espejo de un dilema más amplio del Sur Global: crecer sin desarrollarse, exportar riqueza y quedarse con la pobreza. Un país inmenso, diverso y con recursos estratégicos, que sin embargo permanece atrapado en la dependencia y en el círculo vicioso del extractivismo. Las llamas que hoy iluminan Yakarta no son solo un estallido: son el síntoma de que la economía de la piedra ya no puede sostener la fachada democrática de un sistema que condena a las mayorías a vivir bajo la bota del capital global y la represión estatal.
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