Estados Unidos vive desde hace dos siglos el «síndrome del carcelero»: reproduce hacia el interior, de forma larvada, la barbarie que distribuye en sus 750 bases militares repartidas en los cinco continentes.
La violencia es el signo constitutivo de los Estados Unidos. El injerencismo, las invasiones militares a países considerados vasallos, los bloqueos, el fomento de golpes castrenses, los castigos económicos, las amenazas de sanciones, la asociación espuria con élites para controlar economías extranjeras subordinadas y la utilización de la comunicación para manipular conciencias a nivel global, configuran disposiciones de violencia estructural que necesariamente permean la vida cotidiana de los estadounidenses. Estados Unidos vive desde hace dos siglos el «síndrome del carcelero»: reproduce hacia el interior, de forma larvada, la barbarie que distribuye en sus 750 bases militares repartidas en los cinco continentes.
Este universo de violencia externa reverbera en quien lo practica. Un marine que en su paso por Irak contribuyó, dos décadas atrás, al asesinato de familias inermes en Irak, regresó a su país con la consciencia desgarrada y el equilibrio emocional roto. Su historia biográfica, multiplicada por cientos de miles, sumada a la vida de jóvenes acostumbrados a convivir con armas en sus hogares, explica, en gran parte, la sangría interna que sufren diariamente quienes temen un nuevo tiroteo en una escuela o en una universidad. Según una encuesta realizada por Gallup, el 44 por ciento de sus adultos estadounidenses poseen por lo menos un arma. Esos adultos forman parte de una nación que posee el 46 por ciento de todas las armas de uso civil existentes en el mundo, expresando apenas el 4 por ciento de la población global.
Según la organización suiza Small Arms Survey ninguna otra nación tiene más armas civiles que personas. Existen tres países que cuentan con una legislación que ampara la portación o tenencia libre para los ciudadanos civiles: México, Guatemala y Estados Unidos. Sin embargo, la tasa de posesión en los dos primeros es una décima parte de la que se expresa en el país gobernado por Donald Trump. En la actualidad, los homicidios por armas de fuego expresan una tasa de cuatro cada cien mil habitantes, unas 18 veces más que el promedio del resto de los países desarrollados. Los índices de muertes por acción de armas civiles son 22 veces más altos que en la Unión Europea, según datos relevados del Institute for Health Metrics and Evaluation. La cultura de las armas, en una sociedad cargada de violencia centrífuga e interna, tiende a justificar sus propias rutinas de sangre: Casi un tercio de los adultos estadounidenses asegura que existirían menos delitos si una mayor cantidad de ciudadanos fuesen propietarios de armas.
La violencia política al interior de los Estados Unidos tiene, además, componentes históricos dada la polarización promovida por las cosmovisiones supremacistas y las configuradas desde las religiosidades fundamentalistas. Los discursos de odio no han sido una innovación estadounidense, pero en ese país es donde más se reproduce, de forma desembozada. En nombre de la libertad de expresión se puede humillar a los afrodescendientes, insultar a los inmigrantes, despreciar a las mujeres y ultrajar a las disidencias sexuales. Esos discursos despiadados, además, pueden ser enunciados y difundidos –sin costo político ni jurídico– por parte de referentes políticos y sociales, acrecentando el resentimiento y el odio. El influencer trumpista Charlie Kirk, asesinado el 11 de septiembre, consideraba que había sido un grave error la aprobación de la Ley de los Derechos Civiles, impulsada por Martin Luther King y promulgada por el presidente Lyndon Johnson en 1964. Gracias a esa normativa, recién un año después, en 1965, se aprobó el derecho al voto de los afrodescendientes.
Kirk también afirmó que «la comunidad gay era destructiva» para su país y que dicho colectivo «debe ser reducido». Respecto a los operadores de salud que colaboran con las familias de los pacientes transgénero, consideró que habría que juzgarlos igual que a los nazis en Núremberg. Para avalar los posicionamientos de Trump, respecto a los migrantes, opinó que «son los responsables de robar los hogares de los estadounidenses». Expresó que la segunda enmienda (que autoriza la portación de armas a los ciudadanos estadounidenses) no debe ser eliminada, incluso cuando se sigan generando tiroteos masivos. «Es el costo que debe pagarse por la libertad», subrayó. Su caracterización de los sectores progresistas consistió en advertir que «la izquierda no se detendrá hasta que usted, sus hijos y los hijos de sus hijos sean eliminados.” Cuando se refirió a los afrodescendientes consideró que “los negros merodeadores andan por ahí buscando diversión para atacar a los blancos.” Y respecto a Gaza, fue elocuente: «Las muertes de mujeres y niños en Gaza son culpa de Hamás, no de Israel, al igual que las muertes en Japón durante la Segunda Guerra Mundial fueron culpa de Japón, no de Estados Unidos”.
Trump describió a Kirk como un «mártir de la verdad y la libertad» y culpó a la «retórica de la izquierda radical» por ser la causante de la violencia política. Por su parte, uno de los afamados seguidores del mandatario estadounidense, el actor James Woods, compartió un mensaje en las redes sociales en el que advirtió. «Queridos izquierdistas: podemos tener una conversación o una guerra civil. Un golpe más de su parte y no volverán a tener esta opción». Por su parte, el multimillonario Elon Musk se refirió al homicidio considerando que «La izquierda es el partido del asesinato». Según un estudio de opinión pública difundido la última semana, más de un 20 por ciento de los votantes de Trump avala –en determinadas circunstancias– la violencia política. Ese número duplica la aceptación de los votantes demócratas.
En octubre de 2020, 13 hombres fueron detenidos mientras planificaban el intento de secuestro del gobernador de Michigan, Gretchen Whitmer. En enero de 2021, miles de republicanos furibundos asaltaron el Capitolio para evitar la asunción de Joe Biden. En 2022, el juez de la Corte Suprema, Brett Kavanaugh, fue blanco de un intento de asesinato. Ese mismo año, un supremacista ingresó a la casa de Nancy Pelosi, la entonces presidenta de la Cámara de Representantes, y golpeó con un martillo a su marido de 82 años. En septiembre de 2024, el plena campaña electoral, Trump sobrevivió a un intento de asesinato. En abril último, el gobernador demócrata de Pensilvania Josh Shapiro fue atacado mediante una bomba incendiaria en su hogar. Dos meses después, la presidenta demócrata de la Cámara de Representantes de Minnesota, Melissa Hortman, fue asesinada a tiros junto a su esposo por un supremacista religioso.
La tasa mundial de homicidios es de 5,8 muertes cada cien mil habitantes. Estados Unidos tiene un promedio de 7, siendo –por lejos–, quien lidera esta pandemia de violencia. Luego del asesinato de Kirk, las acciones de la empresa vendedora de armas minorista GrabAGun se incrementaron un 9.4 por ciento. Uno de los integrantes del directorio es Donald Trump Jr. La razón tanática vincula, de forma orgánica, al imperio con su estructura interna.
Fuente: https://www.pagina12.com.ar/857479-la-sociedad-de-la-muerte