Theodore Roosevelt catalogó la matanza de indios sioux como una matanza humanista: “La guerra más justa de todas es la guerra contra los salvajes (…) Los únicos indios buenos son los indios muertos”.
El 29 de setiembre de 2025, el New York Times informó sobre la reunión en la Casa Blanca entre el presidente Donald Trump y el primer ministro de Israel Benjamín Netanyahu. Su titular de portada fue: “Trump y Netanyahu le dicen a Hamas que acepte su plan de paz o de lo contrario…” El subtítulo aclaró esos puntos suspensivos: “El presidente Trump afirmó que Israel tendría luz verde para ‘completar la misión’ si Hamas se negaba a aceptar el acuerdo de cese de hostilidades.”
No es que la historia rime. Se repite. Desde el siglo XV, todos los acuerdos firmados por los imperios europeos fueron a punta de cañón y sistemáticamente ignorados cuando dejaron de servirles o cuando lograron avanzar sus líneas de fuego. Destrucción y despojo muy bien sazonado con alguna buena causa: la civilización, la libertad, la democracia y el derecho del invasor a defenderse.
Fue, por siglos, la repetida historia de la diplomacia entre los pueblos indígenas y los colonos blancos, para nada diferente al más reciente caso del “Acuerdo de paz”, propuesto e impuesto bajo amenaza por Washington y Tel Aviv sobre Palestina. La misma historia de la violación de todos los tratados de paz con las naciones nativas de este y del otro lado de los Apalaches, antes y después de la Revolución Americana. Luego, lo que los historiadores llaman “Compra de Luisiana” (1803) por parte de Estados Unidos a Francia, no fue una compra sino un brutal despojo de las naciones indígenas que eran los dueños ancestrales de ese territorio, tan grande como todo el naciente país anglo en América. Ningún indígena fue invitado a la mesa de negociaciones en París, un lugar alejado de los despojados. Cuando alguno de estos acuerdos incluyó a algún “representante” de los pueblos agredidos, como fue el caso del despojo cheroqui de 1835, fue un representante falso, un Guaidó inventado por los colonos blancos.
Lo mismo ocurrió con el traspaso de las últimas colonias españolas (Cuba, Puerto Rico, Filipinas, Guam) a Estados Unidos. Mientras en territorio estadounidense cientos de siouxs teñían de rojo las nieves de Dakota por reclamar el pago por el tratado que los obligó a vender sus tierras, en París se firmaba, sin que hubiese algún invitado de los pueblos tropicales a la mesa de negociaciones. El despojo imperialista fue catalogado para la historia como un acuerdo pacífico de compraventa que hizo posible la “liberación” de Cuba y Filipinas.
Theo Roosevelt catalogó la matanza de indios sioux como una matanza humanista: “La guerra más justa de todas es la guerra contra los salvajes (…) Los únicos indios buenos son los indios muertos”. Más al sur, estaban otras razas inferiores: “los negros son una raza estúpida”, escribió y publicó. Según Roosevelt, la democracia había sido inventada para beneficio de la raza blanca, única capaz de civilización y belleza.
Durante estos años, la etnia anglosajona necesitaba una justificación a su brutalidad y a su costumbre de robar y lavar sus crímenes con acuerdos impuestos por la fuerza. Como en la segunda mitad del siglo XIX el paradigma epistemológico de las ciencias había reemplazado al dogma de las religiones, esa justificación fue la superioridad racial.
Europa tenía subyugada a la mayoría del mundo por su fanatismo y por su adicción a la pólvora, no por su mayor inteligencia. Las teorías sobre la superioridad del hombre blanco iban de la mano de su victimización: los negros, marrones, rojos y amarillos se aprovechaban de su generosidad, mientras amenazaban a la minoría de la raza superior con un reemplazo de la mayoría de las razas inferiores.
Como esas teorías biologicistas no estaban suficientemente fundadas, se recurrió a la historia. A finales del siglo XIX pulularon en Europa teorías lingüísticas y luego antropológicas sobre el origen puro de la raza noble (aria, Irán), la raza blanca, proveniente de los vedas hindúes. Estas historias arrastradas de los pelos y los símbolos hindúes como la esvástica nazi y lo que hoy se conoce como la estrella de David (usada por diferentes culturas siglos antes, pero originarios de India) se popularizaron como símbolos raciales desde libros que tenían más de ciencia ficción que de rigor científico.
No por casualidad, es en este preciso momento en que las teorías supremacistas y el sionismo se fundan y se articulan en sus conceptos históricos, en la Europa blanca, racista e imperialista del norte.
Hasta la Segunda Guerra Mundial, estos supremacismos convivieron con ciertas fricciones, pero no las suficientes como para que les impida formar acuerdos, como el Acuerdo Haavara entre nazis y sionistas que, por años, trasladó decenas de miles de judíos blancos (de “buen material genético”) a Palestina. Los primeros anti sionistas no fueron los palestinos que los recibieron, sino los judíos europeos que resistieron el Acuerdo de limpieza étnica. Al mismo tiempo que se colonizó y despojó a los palestinos de sus tierras, se colonizó y despojó al judaísmo de su religión.
Cuando los soviéticos arrasaron con los nazis de Hitler, ser supremacista pasó a ser una vergüenza. De repente, Winston Churchill y los millonarios estadounidenses dejaron de presumir de su simpatías por los nazis. La declaración Balfour-Rothschild de 1917 fue un acuerdo entre blancos para dividir y ocupar un territorio de “razas inferiores”. Como dijo el racista y genocida Churchill, por entonces ministro de Guerra: “Estoy totalmente a favor de utilizar gases venenosos contra las tribus no civilizadas.”
Pero la brutal irracionalidad de la Segunda Guerra también liquidó la Era Moderna, basada en los paradigmas de la razón y el progreso. Las ciencias y el pensamiento crítico dejaron paso a la irracionalidad del consumismo y de las religiones.
Es así como los sionistas de hoy ya no insisten en la ONU y en la Casa Blanca sobre su superioridad racial sino en los derechos especiales de ser pueblos elegidos de Dios. Netanyahu y sus escuderos evangélicos citan mil veces la sacralidad bíblica de Israel, como si el Rey David y Netanyahu fuesen la misma persona y aquel pueblo semita de piel oscura de hace tres mil años fuesen los mismos jázaros del Cáucaso que en la Europa de la Edad Media adoptaron el judaísmo.
El acuerdo de Washington entre Trump y Netanyahu para que sea aceptado por los palestinos es ilegítimo desde el comienzo. No importa cuántas veces se repita la palabra paz, como no importa cuántas veces se repite la palabra amor mientras se viola a una mujer. Será por siemrpe una violación, como lo es la ocupación y el apartheid de Israel sobre Palestina.
El martes 30 de setiembre, el Ministro de Guerra de Estados Unidos, Pete Hegseth, reunió a sus generales y parafraseó a George Washington: “Quien anhela la paz debe prepararse para la guerra”, no porque Washington “quiera la guerra, sino porque ama la paz”. El presidente Trump remató: sería un insulto para Estados Unidos si él no recibe el Premio Nobel de la Paz.
En 1933, en su Discurso en el Reichstag, el candidato al Nobel de la Paz, Adolf Hitler, declaró que Alemania solo anhelaba la paz. Tres años después, luego de militarización de Renania, insistió que Alemania era una nación pacifista que simplemente buscaba su seguridad.
Aunque el nuevo e injusto acuerdo entre Washington y Tel Aviv sea aceptado por Hamas (originalmente una creación de Netanyahu), tarde o temprano será violado por Tel Aviv. Porque para la raza superior, para los pueblos elegidos, no existen acuerdos con seres inferiores sino estrategias de saqueo y aniquilación. Estrategias de demonización del esclavo, del colonizado, y de victimización del pobre hombre blanco, ese adicto a la pólvora―ahora pólvora blanca.
Ilustración: Foto de la delegación Lakota para el Tratado de Ft. Laramie (1868) que según los firmantes el gobierno de Estados Unidos le garantizaba a la nación Lakota el control del área Black Hills. Pero el descubrimiento de oro en la región causó la anulación del tratado por parte del gobierno de EE.UU. y la Guerra de Black Hills (1876).
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