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A la sombra de la bomba

Fuentes: Rebelión

El espíritu de 1945

El año 1945 fue un año importante. En muchos aspectos, casi todos buenos. Se consumó la derrota militar y política del nazi-fascismo en Europa y del militarismo japonés en el Extremo Oriente. Se celebró en San Francisco la conferencia multinacional de la que surgió la Carta de las Naciones Unidas y todo el conjunto de organizaciones y organismos internacionales que constituyen el llamado Sistema de las Naciones Unidas. Gracias a los esfuerzos de algunos de dichos organismos, millones de expatriados a causa de la guerra pudieron emprender el camino de regreso a sus lugares de origen (hecho ensombrecido, no obstante, por los lamentables casos de deportaciones forzosas de poblaciones de cultura alemana radicadas desde mucho tiempo antes en algunos países del Este, como ocurrió, por ejemplo, con los alemanes residentes desde mediados del siglo XVIII, como mínimo, en Silesia, región recuperada en 1945 por Polonia). Asimismo se iniciaron en varios países europeos las reformas sociales que darían origen al Estado del Bienestar. En definitiva, un nuevo espíritu surgió de las ruinas de las ciudades y de los campos devastados: un sentimiento de solidaridad asentado en la experiencia de los enormes sufrimientos colectivos padecidos durante seis largos años de conflagración mundial y animado por la voluntad de impedir a toda costa que aquel horror pudiera volver a repetirse. Un film relativamente reciente del director británico Ken Loach lo bautizó sin más como “El espíritu de 1945”.

Pasemos por alto de momento el hecho de que ese espíritu pronto empezaría a perder su ímpetu inicial y que las solidaridades tejidas entre los miembros de la coalición antifascista apenas sobrevivieron dos años, para dar paso a más de cuarenta años de “guerra fría”. Lo que no podemos pasar por alto es lo que ocurrió hace, ahora en agosto, 75 años justos: las dos masacres nucleares de Hiroshima (el día 6) y Nagasaki (el día 9). De modo que 1945 no vio sólo el esperanzador nacimiento de las Naciones Unidas con sus mecanismos de seguridad colectiva y de preservación de la paz, no vio sólo la paulatina aplicación de políticas sociales promotoras de la igualdad, sino que vio también cómo se alzaba por primera vez la siniestra nube en forma de hongo que anunciaba el comienzo de la Era Atómica. De modo que 1945 quedaría terriblemente marcado para siempre como el Año de la Bomba. (Un servidor, que nació precisamente a comienzos de ese año, no puede, pues, sentirse todo lo orgulloso que podría si no hubiera tenido tan rotundo “éxito” el “proyecto Manhattan”.)

Al principio no faltó la literatura apologética sobre la Bomba (la bomba por antonomasia). Por un lado se trataba de quitar hierro a sus efectos destructivos y, por otro, de ensalzar sus presuntos efectos benéficos. Sobre lo primero recuerdo un ejemplo entre mil: un periodista norteamericano que pretendía, en una revista de divulgación científica, que un simple muro del espesor habitual en las construcciones civiles de los años 40-50 bastaba para proteger de la radiación; consideración que complementaba diciendo que, al fin y al cabo, en el bombardeo de Dresde del 13 de febrero de 1945 murió tanta o más gente que en Hiroshima (cosa rigurosamente falsa, sobre todo si se tienen en cuenta los efectos retardados de la radiación y la evolución ulterior de las heridas).

Sobre lo segundo, pocos coetáneos míos serán los que no recuerden la expresión “átomos para la paz”. Se hacía referencia con ello, obviamente, al aprovechamiento de la energía nuclear con fines civiles, como la generación de electricidad, etc. Dejando de lado la cuestión de los pros y contras de las centrales nucleares (que ya es mucho dejar, después de experiencias como las de Chernóbil y Fukushima, por ejemplo), lo cierto es que la Bomba ha pendido sobre nuestras cabezas, como espada de Damocles planetario, durante los cuarenta años largos de guerra fría y todavía sigue haciéndolo, aunque no lo parezca.

De lo que nos hemos librado (de momento)

Ante todo hay que señalar que, con ocasión de la efemérides, diversos libros relacionados con la Bomba han salido o están saliendo estos días al mercado. Me limitaré en este texto a comentar datos extraídos de dos de ellos: The Age of Hiroshima, compilado por Michael D. Gordin y G. John Ikenberry y publicado por la Universidad de Princeton (NJ); y The Bomb: Presidents, Generals, and the Secret History of Nuclear War, de Fred Kaplan, publicado por Simon and Schuster.

En primer lugar hay que recordar que la deflagración de “Little Boy” (“simpático” apodo puesto por algún responsable del operativo a la bomba de uranio lanzada sobre Hiroshima el 6-8-1945) causó en pocos minutos entre 70.000 y 80.000 muertos y un número equivalente de heridos. Sumando los miles más que fueron muriendo a lo largo de varios meses por los efectos a medio plazo de la explosión, al acabar 1945 Hiroshima había perdido el 40% de su población y el 90%, entre muertos y heridos, de su personal sanitario. Bastante más del doble, por tanto, que las víctimas del mencionado bombardeo de Dresde (pese a lo cual, todavía se sigue oyendo y leyendo por ahí en los medios que la bomba de Hiroshima mató a 35.000 personas: al parecer, el periodista antes aludido hizo escuela… o aplicó un guión oficial made in Washington que se sigue aplicando a rajatabla).

Como dicen los autores de los libros citados, no fue sólo el efecto disuasor producido por la consideración de los niveles de destrucción que el uso de la Bomba causaría en todo el planeta lo que impidió que se volviera a emplear hasta nuestros días, sino bastantes dosis de suerte, porque la acumulación de factores de riesgo no dejó de crecer durante la guerra fría y, aunque nadie o casi nadie hable de ello, sigue creciendo cada día que pasa.

En efecto, como refleja con magistrales dosis de humor negro el film de Stanley Kubrik “¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú” (1964), la propia lógica de la “disuasión” (la famosa “destrucción mutua asegurada”, MAD, que en inglés, oportunamente, significa “loco”) ha hecho que, para disuadir eficazmente al enemigo, es decir, para convencerlo de que tu bando está dispuesto a usar la Bomba (única manera, según dicha lógica, de impedir que el otro bando la use), uno mismo acaba convenciéndose, no ya de la posibilidad, sino de la probabilidad de usarla. De ahí a que la tensión psicológica creada por esa dinámica lleve a alguien a “apretar el botón” (creyendo, por ejemplo, que “el otro” está a punto de apretarlo), no hay demasiado margen (por eso se fueron estableciendo complejos protocolos que requerían la intervención de más de una sola persona para dar luz verde a un ataque nuclear).

Lo cierto es que la inercia de la disuasión acabó acumulando no menos de 30.000 cabezas nucleares en el arsenal de cada una de las dos superpotencias, los Estados Unidos y la Unión Soviética, suficientes, según cálculos previos a los primeros acuerdos de desarme suscritos por Gorbachov y Reagan, para destruir diecisiete veces toda la vida en la Tierra.

Matar moscas (y todo lo que las rodea) a cañonazos

La monstruosidad de esa capacidad destructiva quizá quede mejor reflejada en un ejemplo particular que en el cómputo global de capacidad aniquiladora. Cuenta Kaplan en su libro que a los quince días de tomar posesión de su cargo el presidente Kennedy, su secretario (ministro) de Defensa, Robert McNamara asistió por primera vez a una reunión con los altos mandos de las fuerzas armadas para pasar revista al llamado Plan Operacional Único Integrado (SIOP, por sus siglas en inglés). Dicho plan preveía miles de posibles objetivos de un ataque nuclear repartidos por todo el territorio del “enemigo” (bloque soviético y “afines”, incluidos algunos países que acababan de romper con Moscú). Entre dichos objetivos figuraba una simple instalación de radar para la defensa antiaérea situado en Albania. La bomba destinada para destruir tan peligroso blanco tenía ¡trescientas veces! la potencia de la bomba de Hiroshima…

Otro ejemplo de parecida envergadura, aunque multiplicado por varias decenas, lo brinda el paradójico resultado de los presuntos esfuerzos del gobierno del presidente Carter para aplicar una doctrina de “defensa” que redujera en lo posible los efectos catastróficos de una confrontación nuclear: la idea era limitar los ataques, de manera que los blancos dejaran de ser las ciudades y pasaran a ser meramente los centros de mando del enemigo. Hábilmente, los redactores del SIOP rehicieron la estrategia de manera que los misiles nucleares pasaran a apuntar a todos los centros oficiales de la Administración soviética; pero previendo con gran sagacidad que los dirigentes podrían muy bien, ante la inminencia de una confrontación, refugiarse en sus domicilios particulares, decidieron asignar una carga nuclear, no solo a cada uno de dichos centros oficiales, sino también a cada residencia, urbana o rural (las famosas “dachas”) de cada uno de los dirigentes designados como objetivos…

¿Vale la pena?

Al menos en la lógica seguida por los estrategas norteamericanos, la idea clave que debía presidir cualquier análisis sobre la conveniencia o no de desencadenar una guerra nuclear podía formularse con una única palabra: “prevalecer”. Todo cálculo debía ceñirse a ese criterio: valía la pena lanzarse a una guerra nuclear siempre que estuviera garantizado que el resultado sería que los Estados Unidos acabaran “prevaleciendo”. ¿Qué significaba eso en concreto? Según el presidente Eisenhower, que fue quien en realidad inició la carrera nuclear pensando (con la mentalidad de quienes decidieron lanzar las bombas sobre el Japón en 1945) que su uso era menos “caro” que el de armas convencionales, prevalecer quería decir simplemente “no perder más de lo debido”. Harold Brown, secretario de Defensa de Carter intentó, sin demasiado éxito, concretar algo más: se trataba de lanzar una guerra nuclear sólo si era posible acabarla “en condiciones aceptables que fueran tan favorables como prácticas”. Clarísimo.

En cuanto al cálculo de costes en vidas humanas, que en principio parece que debería ser el criterio fundamental, a comienzos de los años 60 los responsables del Mando Aéreo Estratégico (SAC) de los EE.UU. calcularon que sus planes de guerra nuclear causarían al enemigo (rusos, chinos y europeos orientales) unas bajas directas (por efecto inmediato de las bombas) de 275 millones (sin contar, por tanto, las bajas causadas por los efectos a medio y largo plazo, que un cálculo moderado no haría bajar de varias decenas de millones más). Pero siempre hay quien tiene la virtud de simplificar los parámetros necesarios para determinar si vale la pena lanzarse a una guerra atómica: el general Thomas Powell, a la sazón comandante en jefe del SAC, le espetó en cierta ocasión a un consejero del gobierno que instaba a los militares a hacer planes de guerra que rebajaran aquellas cifras de víctimas: “Mire usted, si al final de la guerra quedan dos americanos y un ruso, hemos ganado”. Elemental (tanto como el cerebro de Thomas Powell, que ignoro si está conservado en formol en algún sótano del Pentágono).

¿Pasó el peligro?

Pero bueno, esa pesadilla ya pasó, ¿no? A partir de las negociaciones de Ginebra entre Reagan y Gorbachov que dieron lugar al primer acuerdo START (Tratado de Reducción de Armas Estratégicas), el monstruoso arsenal de cabezas nucleares de los EE.UU. y la URSS empezó a disminuir hasta hacerlo en un 90%. Aparentemente, esa tendencia se vio reforzada por el nuevo acuerdo START logrado hace diez años entre el presidente Obama y su homólogo ruso. Pero… aquí empiezan los peros. Para lograr que el Senado aprobara el acuerdo, Obama se comprometió a lanzar, a cambio de la reducción cuantitativa de los arsenales, un programa de mejora cualitativa de los mismos, es decir, un programa de modernización tanto de las cabezas atómicas como de los vectores portadores (la conocida como “tríada nuclear”: bombarderos, misiles balísticos intercontinentales y submarinos) y de los laboratorios y las fábricas destinadas a su producción. Coste aproximado: 100.000 millones de dólares. La modernización, en cualquier caso, era necesaria si se quería mantener un arsenal atómico, por pequeño que fuera, ya que el armamento nuclear, con el tiempo, sufre un proceso de degradación que lo vuelve inestable y peligroso (se conocen varios casos de accidentes graves producidos por dicho proceso de degradación, al menos en la antigua Unión Soviética). Pero lo cierto es que eso ha supuesto el lanzamiento de una nueva carrera de armamentos con el pretexto de su modernización, tanto en Rusia como en los EE.UU.

Y como éramos pocos, llegó Trump, que en una nefasta reunión con la Junta de Jefes de Estado Mayor celebrada en el Pentágono en el verano de 2017 se quedó perplejo al saber que en ese momento los EE.UU. “sólo” poseían 6.000 cabezas nucleares (por otras tantas de Rusia), de las que 2.500 estaban en proceso de retirada para desguace por obsoletas. Preguntó a los militares, a los que calificó de “niños”, cómo era posible que el país no estuviera esforzándose por recuperar las 30.000 míticas cabezas nucleares de los viejos buenos tiempos. En todo caso, acogiéndose al mantra de la modernización, exigió y obtuvo que se redactara un programa de renovación de todo el conjunto de la fuerza nuclear estadounidense, incluida una nueva flota de submarinos lanzadores de misiles balísticos, nuevos misiles balísticos intercontinentales con base en tierra, nuevos bombarderos invisibles al radar y nuevos misiles de crucero, tanto navales como aéreos. Todo por la módica suma de 1.700.000.000.000 dólares (1,7 billones europeos o trillones americanos). De modo que no dice ninguna mentira su secretario de Defensa, Mark Esper, cuando asegura que dicho plan de modernización es la “prioridad número uno” del presidente. Y eso no es todo: como ya ha trascendido, Trump pretende no renovar el acuerdo START y retirar a los EE.UU. del Tratado sobre el Comercio de Armas, no sin antes haber roto, como es bien sabido, el acuerdo nuclear con Irán. Y la guinda (aunque éste es un proceso que viene de lejos, de la época de Reagan): la cada vez mayor insistencia en el posible uso de armas nucleares “tácticas” o de campo de batalla, cuyo poder destructivo más limitado (pero en absoluto pequeño) hace ver en su uso menos riesgo de guerra nuclear a gran escala. Espejismo: una vez lanzada la primera piedra, por pequeña que sea, la lógica perversa de todo enfrentamiento conduce inexorablemente a la “escalada” mediante el uso de armas de poder destructivo creciente.

Lo que va de ayer a hoy

Hubo una época, allá por los primeros 80, en que la conciencia del riesgo de guerra nuclear estaba viva en todo el mundo y las movilizaciones a favor del desarme ocupaban con frecuencia las calles de las ciudades de Europa y América. A comienzos del verano de 1982 tuvo lugar en Nueva York, con ocasión de una reunión extraordinaria de la Asamblea General de las Naciones Unidas dedicada al desarme, la mayor manifestación política de toda la historia de los Estados Unidos, en que un millón de personas (entre ellas, un servidor, que a la sazón trabajaba en la Sede de las Naciones Unidas) recorrió desde dicha sede la calle 42 para enfilar luego hacia Central Park, donde los manifestantes llenaron el inmenso espacio del Great Lawn. Nada remotamente parecido a eso ocurre hoy día, como si la guerra fría fuera cosa del pasado, superadas las diferencias ideológicas entre los antiguos adversarios. En realidad aquella guerra fría (pespunteada casi sin interrupción por guerras calientes locales o regionales) se renueva cada día sobre lo que siempre fue su verdadera base: la geoestrategia y la consiguiente rivalidad político-económica entre grandes potencias. Pero de la persistencia del riesgo nuclear, ni media palabra en los medios. Se supone que el animal más parecido al ser humano es el chimpancé. Pero si usamos como características comunes las que tienen que ver con la percepción del peligro, estoy por afirmar que nuestro animal más próximo es el avestruz.