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Barack Hussein Obama: ¿las palabras pueden?

Fuentes: Txacala

En un reciente debate emitido por CNN entre los candidatos demócratas, una Hillary Clinton ofuscada, quizás por su derrota dos días antes en las preliminares de Iowa, reprochó a los demás candidatos de abusar de la palabra «cambio». Lo significativo es que esta palabra es la preferida también por los republicanos, al igual que la […]

En un reciente debate emitido por CNN entre los candidatos demócratas, una Hillary Clinton ofuscada, quizás por su derrota dos días antes en las preliminares de Iowa, reprochó a los demás candidatos de abusar de la palabra «cambio». Lo significativo es que esta palabra es la preferida también por los republicanos, al igual que la frase «enough is enough» («ya basta»). John Edwards también insistió, como lo ha hecho desde el 2004, que ningún cambio es posible hasta que no se quiebre el poder de los grandes lobbys que dominan el poder político y la economía de este país. Estas corporaciones «nunca renunciarán voluntariamente al poder, y todos lo que piensan así viven en el país de Nuncajamás». (They «won’t voluntarily give the power away and those who think so are living in ‘Neverland.'») En gran parte, quien es aludido de vivir en «Nerverland» -como Michael Jackson y Peter Pan- es Barack Obama.

Pero el error de Edwards, Richardson y Clinton radica en no entender que la política, especialmente la política norteamericana, no se mueve según argumentos, razonamientos o datos. Éstos sólo sirven para legitimar un deseo popular o una acción de gobierno. Como lo anotamos en otro ensayo, son los estados de ánimo el motor de los electores. Si hay un candidato que representa una fuerte esperanza de ser o de estar -motivada por el miedo o por el cansancio-, más allá de cualquier realidad, ése será el vencedor. Si ese candidato es capaz de hacer volar a sus electores como Peter Pan en Neverland, no sólo resultará vencedor, sino que Neverland terminará por imponerse como el paradigma de la realidad y el pragmatismo. No hay nada más poderoso que la imaginación. Lo mismo ocurrió con el imperio islámico, movido por una fe radical que habían perdido los romanos, y con otros imperios, como el español -al principio inferior cultural y militarmente al imperio musulmán- que surgió por la fuerza de la creencia en su destino celestial, contra los musulmanes y los aztecas, y cayó por la burocratización de esa misma fe. Esto será sí por unas décadas más, hasta que la sociedad global madure su perfil multipolar.

«No basta con repetirlo -dijo la senadora Clinton-; hay que saber hacerlo. Y para saber quién puede hacerlo se debe ver la experiencia y el historial de cada candidato. («Change is just a word if you don’t have the strength and experience to actually make it happen.») La observación iba dirigida, no sólo con la mirada de un rostro rígido y sin paciencia, sino por la repetida alusión al senador de Illinois, Barack Obama, de no tener experiencia política necesaria para gobernar. Obama se mostró débil en esta oportunidad, con ideas un poco vagas. Hubiese bastado con recordar que al ahora atacado presidente le había sobrado experiencia desde el principio. A diferencia de John Edwards que insistió apasionadamente con cifras sobre la catástrofe del gobierno del presidente Bush, Obama se limitó a insistir en los aspectos positivos de un «nuevo comienzo». Respondiendo a la senadora Clinton, titubeó unas palabras que al principio pudieron sonar «políticamente inconvenientes». Cuando lo correcto y tradicional es asociarse al prestigio los «hechos» y las «acciones», tal vez porque no tenía la experiencia del gobernador hispano de Nuevo Mexico, Bill Richardson, para responder a la senadora, Obama balbuceó unas palabras que en principio pudieron sonar débiles, pero que la realidad de la voluntad popular está confirmando como su mayor fuerza: «Las palabras valen -dijo-; con las palabras se puede cambiar esta realidad».

Esta expresión me recordó el reciente libro colectivo de la UNICEF Las palabras pueden, en el cual fuimos invitados a participar. Muchas veces insistí, tal vez por mi doble experiencia de arquitecto y escritor, que la realidad está hecha más con palabras que con ladrillos. Esta afirmación se debía al aspecto negativo de las palabras organizadas en las narraciones sociales de una cultura hegemónica: me refería a las palabras del poder, a la manipulación ideológica, a lo «políticamente correcto», a los clichés, a los ideoléxicos, etc. Sin embargo, por otro lado, podemos ver su aspecto positivo o, al menos, optimista: con las palabras se puede cambiar el mundo. Es demasiado optimista pero no del todo utópico. Esta confianza en las palabras puede ser más propia de nuestro amigo Eduardo Galeano, pero nunca pensamos escucharla en un candidato serio a la presidencia de Estados Unidos en su sentido de cambio, de (tibia) rebelión. Primero por la historia político partidaria y geopolítica de este país. Luego por la excesiva confianza de la cultura angloamericana en los «hechos» y su menosprecio por las «palabras», las ideas y todo lo que proceda del lado intelectual del ser humano.

Estados Unidos está a un paso de un cambio significativo. Como previmos, este cambio, en medio de una marea conservadora que lleva treinta años, puede producirse en la próxima década. Y este es el año crucial.

Lo más probable es que un candidato demócrata se lleve la presidencia. Hace cuatro años pensé que sería una mujer, Hillary. Como es casi la norma, una mujer hija o esposa de algún prestigioso exgobernante, como ha sido la norma hasta ahora. Desde hace un buen tiempo pensamos que ese presidente puede ser Obama. Aunque el poder destruye cualquier cambio significativo, podemos pensar que de todos los candidatos, salvo el disidente republicano Ron Paul -con un sorprendente apoyo que casi iguala al obtenido por Rudy Giuliani, pero lejos de llegar a la presidencia-, Barack Obama es quien mejor representa ese posible cambio y, más, es quien mejor está habilitado para encarnarlo. No a pesar de su escasa experiencia, sino por eso mismo.

Barack Hussein Obama parece ser un candidato marcado por un fuerte y hasta paradójico simbolismo. Su nombre no lo beneficia, a no ser por una radical interpretación psicoanalítica (que también se dio en la Reconquista ibérica): recuerda fonéticamente tres veces a personajes musulmanes, un presidente, un dictador y la obsesión número uno de este país. Por otro lado, si en los siglos anteriores era común que el patrón blanco embarazara a la sirvienta negra, Obama es producto de una simetría. No es descendiente de esclavos africanos, sino el hijo de un musulmán negro de Kenia y una laica blanca de Missouri. La pero combinación para los influyentes conservadores. Nació en Honolulu, cuando sus padres estudiaban en la universidad, y se crió en Indonesia, el país musulmán más poblado del mundo. No fue amamantado por nodrizas negras sino por una familia blanca, típica clase madia norteamericana, luego de la separación de sus padres. Obama es un universitario exitoso, según los cánones actuales, abogado y conferencista. Es, en el fondo, no sólo un ejemplo para la minoría negra norteamericana, sino para la blanca también: representa el paradigma del despojado, del Moisés nacido en desventaja que se encumbra en lo más alto de la pirámide política-económica de un pueblo.

Pero por esto mismo también representa la mayor amenaza para el ala conservadora de esta sociedad, que es la que retiene el mayor poder económico y sectario, aquel que nunca saldrá a la luz sino como meras especulaciones o bajo etiquetas como «teorías de la conspiración».

Obama se ha opuesto desde el principio a la guerra de Irak, ha dicho que se entrevistaría con Fidel Castro, que socializaría la salud y otros servicios, además de una larga lista de manifestaciones de voluntad políticamente incorrectas que poco a poco comienzan a ser premiadas ante la mirada atónita de los radicales y hasta de los más moderados «neocons», acostumbrados al poder. La acusación de vivir en Neverland puede terminar emocionalmente asociándolo al consolidado precepto de «I have a dream» de Martin Luther King.

Tal vez Obama triunfe en las internas demócratas. Si lo hace, más fácil le resultará vencer a los republicanos y llegar a la presidencia. Tal vez impulse esos cambios que, tarde o temprano llagarán a este país. Ojalá no alcance el mismo destino trágico de John F. Kennedy o del otro soñador negro.