Para Encarni Roldán A finales del pasado mes de mayo se saldaba con un rotundo fracaso la Conferencia de revisión del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), que la ONU había convocado en Nueva York. Las anteriores conferencias, celebradas en 1995 (año en que se decidió la prórroga indefinida del Tratado) y 2000, habían […]
A finales del pasado mes de mayo se saldaba con un rotundo fracaso la Conferencia de revisión del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), que la ONU había convocado en Nueva York. Las anteriores conferencias, celebradas en 1995 (año en que se decidió la prórroga indefinida del Tratado) y 2000, habían acordado una serie de obligaciones para avanzar hacia el desarme nuclear -cuestión que está contemplada en el artículo 6 del Tratado-, pero que hasta hoy, treinta y cinco años después de la firma del TNP, apenas han dado resultados concretos. Ciento ochenta y ocho países forman parte del Tratado, aunque potencias nucleares como India, Pakistán e Israel no han suscrito el TNP.
Mohamed el Baradei, responsable de la AIEA, Agencia Internacional de Energía Atómica, lamentaba el desastre y apuntaba iniciativas a los gobernantes de las principales potencias con objeto de encauzar el futuro del Tratado. El dirigente de la AIEA, que había recibido duros ataques de Washington por su denuncia de la inexistencia de armas de destrucción masiva en el Iraq anterior a la invasión de 2003 y por su supuesta tibieza ante las autoridades iraníes, ataques que llegaron a poner en peligro su continuidad al frente de la AIEA, sabía que no iba a ser fácil avanzar en la limitación de la carrera nuclear. En la Conferencia del año 2000 se logró firmar un acuerdo por el que se concretaban trece pasos prácticos para avanzar en el desarme: entre las medidas que contemplaba estaban el Tratado para la Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares, la reducción del protagonismo del armamento atómico en las doctrinas de seguridad de los países y la adopción de sistemas de verificación que comprobasen el avance de los acuerdos de desarme. Sin embargo, la esperanza manifestada por algunos países de avanzar en su aplicación ha colisionado con la política de Estados Unidos. El choque entre la visión norteamericana, que pone el acento en evitar la proliferación nuclear, y los países pobres, que pretenden que ese objetivo vaya de la mano de un progresivo desarme de las grandes potencias, estaba servido. Al movimiento de países no alineados no le falta razón. Según algunas fuentes de centros de estudios estratégicos, Washington y Moscú conservan, en conjunto, unas treinta mil armas nucleares, aunque el último presidente soviético, Mijail Gorbachov, mantiene que esa es la cifra del total de cabezas nucleares norteamericanas.
El control de la fabricación de combustible nuclear era una de las preocupaciones de las grandes potencias en la Conferencia de Nueva York, siempre que esté orientado a países no nucleares, puesto que la propuesta de una moratoria de cinco años para evitar el enriquecimiento de uranio y reprocesamiento de plutonio fue rechazada por Estados Unidos, y también por Japón y Francia, porque consideraban que limita sus proyectos nucleares civiles. Sin embargo, Washington no estaba dispuesto a aplicar ese mismo criterio con Irán. Por otra parte, Estados Unidos pretendía cambiar el artículo 4 del TNP, que admite el derecho de todos los países al desarrollo de la energía nuclear con fines pacíficos: ahora, simplemente, Washington quiere conseguir la renuncia al enriquecimiento de uranio de todos los países que no tienen armas nucleares, aunque se haga con fines civiles. Otro de los principales puntos de desacuerdo en la Conferencia era que mientras Estados Unidos exigía dejar de lado el análisis de la aplicación de los acuerdos de 1995 y 2000, el Movimiento de Países no alineados planteaba la necesidad de evaluar los progresos realizados hasta hoy. No debe olvidarse que la iniciativa internacional presentada en 2004 por Suecia, México, Brasil, Egipto y Sudáfrica, entre otros países, que pedía el cumplimiento de los compromisos contemplados en el TNP, fue bloqueada por Estados Unidos, y, también, por Gran Bretaña y Francia.
La retirada de Corea del Norte del TNP, en 2003, las negociaciones en curso entre los tres principales países de la Unión Europea, Gran Bretaña, Francia y Alemania, con Irán, para la suspensión o el control de sus proyectos nucleares (algunos centros iraníes están precintados por la AIEA), y las sospechas hacia ambos países, aventadas por Washington, que los incluyó en su estrafalario eje del mal, parecían centrar la atención. Sin embargo, la posesión por Israel de armamento atómico y su repercusión en Oriente Medio en el mundo árabe, y el rechazo de los países no alineados a trabajar exclusivamente para evitar la proliferación, si ello supone dejar de lado la reducción de armas de las potencias nucleares a la que también obliga el Tratado, estuvieron también en la sala de sesiones. Muchos países defendieron el derecho de Irán a acceder a la energía nuclear para usos pacíficos, aunque la delegación norteamericana insistía, sobre todo, en los riesgos que puede comportar el tráfico de materiales nucleares y en sus sospechas sobre los programas de Irán y Corea del Norte, pretendiendo ignorar que era una mala carta de presentación la evidente hipocresía de que la principal potencia nuclear, Estados Unidos, que posee miles de cabezas nucleares, sea quien exige el cierre de cualquier programa de investigación de otros países. El fantasma de la pretensión hegemonista norteamericana era inocultable.
En ese escenario, las cartas con las que juega Washington están marcadas. Ante las dificultades políticas y jurídicas para imponer sus decisiones en el marco del TNP, el gobierno Bush impulsó hace dos años, en junio de 2003, la llamada ISP (Iniciativa de Seguridad contra la Proliferación), a la que ha conseguido incorporar a sesenta países y que pretende ejercer labores de policía en alta mar, arrogándose el derecho de registrar cualquier buque sospechoso, siempre desde la perspectiva norteamericana, aunque esa pretensión desborde la legislación internacional. Las últimas incorporaciones a esa Iniciativa (Argentina, Iraq y Georgia) muestran las presiones de la diplomacia norteamericana para conseguir que la ISP -que no dispone de estructura organizativa, sede, ni responsables conjuntos, y cuya actuación depende en la práctica de los deseos de Washington- sustituya al TNP, cuyas obligaciones de desarme desagradan al gobierno Bush. España también se ha sometido a sus dictados, llegando a suscribir el ministro Moratinos una declaración pública conjunta con Condoleezza Rice de apoyo a la ISP, en una decisión que muestra, o bien la ignorancia del gobierno español ante las hipotecas que supone, o bien la sumisión ante las exigencias norteamericanas, tal vez para hacerse perdonar la retirada de las tropas españolas de Iraq. Al mismo tiempo, en una peculiar interpretación, Estados Unidos persigue que los países miembros del TNP acepten el protocolo adicional de 1997 para realizar inspecciones por sorpresa en todo tipo de instalaciones nucleares. Ochenta países han firmado hasta ahora el protocolo, entre ellos Irán, y otros sesenta y cuatro no lo han hecho. Sin embargo, Washington, que pretende la obligatoriedad de las inspecciones por sorpresa en el resto de los países, se reserva el derecho de aceptarlas en sus propias instalaciones nucleares, aunque no lo declare abiertamente.
Los cruces de acusaciones y la actitud de diferentes países complicaron la Conferencia: de hecho, el asunto más importante (y más preocupante para el futuro, no en vano Estados Unidos es el único país que, hasta ahora, ha utilizado armamento atómico) era la declaración de Washington por la que se desligaba de sus anteriores compromisos de desarme: algunas delegaciones presentes en las sesiones llegaron a hablar abiertamente de sabotaje norteamericano a los trabajos de la Conferencia. Junto a ello, mientras Irán reclamaba su derecho a la utilización pacífica de la energía nuclear, los países árabes, encabezados por Egipto, apuntaban sus críticas hacia Israel, que sigue sin reconocer que posee armamento atómico y sin firmar el TNP. La exigencia árabe de que Oriente Medio sea una zona libre de armas nucleares cuenta con la cerrada oposición de Tel Aviv y con el interés norteamericano en consolidar el dominio de su díscolo Estado-cliente para mantener el control de una zona vital para su estrategia. Porque Estados Unidos sigue negándose a reconocer la evidencia: el monopolio atómico de Israel en Oriente Medio es un constante acicate para que Irán, Siria o Egipto impulsen programas propios de rearme nuclear.
Los grandes medios informativos habían preparado la Conferencia insistiendo en la agenda presentada por Washington, cumpliendo a la perfección el papel de portavoces y propagandistas. Según los planteamientos del gobierno Bush, los principales problemas de la lucha contra la proliferación nuclear están situados en Corea del Norte, Irán, y en el hipotético acceso de grupos terroristas a la tecnología nuclear, algo que podría suceder a través de una confusa red de compra y corrupción de expertos, de contratación de científicos expulsados de sus anteriores centros de investigación (Washington hace especial hincapié en los especialistas soviéticos), y de organizaciones de contrabando de armas. Todo ello era defendido por la delegación norteamericana, en el plenario y en los pasillos, sin las más mínimas pruebas. Los países asistentes eran conscientes del peligro de la proliferación nuclear, pero también lo eran de que la insistencia norteamericana en su control, contemplada en el Tratado, deja en un interesado olvido el obligado contrapunto del TNP: la reducción progresiva de los arsenales nucleares por parte de las potencias atómicas. Por eso, la mayoría de los países presentes en la Conferencia consideraron que hay que avanzar, paralelamente, en ambas direcciones.
En la práctica, la insistencia norteamericana en el peligro nuclear de Corea del Norte e Irán oculta que esos países probablemente no tendrían tentaciones de desarrollar armamento atómico si no fueran permanentemente amenazados por la agresiva política exterior de Washington. No hay que olvidar que Pyongyang ha declarado que estaría dispuesta a cerrar sus instalaciones nucleares de uso civil si Estados Unidos aceptase firmar un acuerdo de no agresión, y que Corea del Sur encuentra razonable esa propuesta. Y, en el caso de Irán, al margen de que la dictadura teocrática sea un socio poco de fiar, no de deja de ser cierto que el monopolio israelí del armamento atómico en Oriente Medio desvela la doble vara de medir norteamericana, cuyos propagandistas gustan de utilizar a conveniencia criterios de excelencia democrática cuando se ponen de manifiesto sus contradicciones políticas. Dicho de otra forma: un régimen democrático en Irán tendría las mismas preocupaciones estratégicas ante la agresividad israelí y su monopolio atómico en la región: recuérdese que Tel-Aviv bombardeó y destruyó la central nuclear iraquí, de uso civil, de Tamuz en 1981. El programa nuclear iraní ha tenido en cuenta ese precedente para diseminar y proteger militarmente sus instalaciones. Egipto, hablando en nombre de los países árabes, denunció la doble vara de medir que se pretendía imponer en los casos de Israel e Irán, y en la cuestión de Corea del Norte se enfrentaron las visiones de Tokio, que prefiere seguir la vía dura norteamericana de sanciones, y la de Pekín, que insiste en una solución dialogada y pacífica y en la desnuclearización de la península coreana, lo que incluiría el armamento norteamericano desplegado secretamente en Corea del Sur.
Además, el gobierno Bush está considerando la posibilidad de dejar de cumplir con las obligaciones derivadas del Tratado de Prohibición de Pruebas Nucleares: el Pentágono tiene un plan concreto para la realización de pruebas nucleares de armas de nueva generación, que, de llevarse a cabo, impulsaría una dinámica de respuesta tanto en Moscú como en Pekín. Hay que insistir en que tanto la ruptura norteamericana del Tratado de Misiles Antibalísticos como la continuación del programa del «Escudo de defensa antimisiles» ponen en peligro no sólo al TNP sino a la propia arquitectura de seguridad del mundo. No hay que olvidar que (a diferencia de la postura mantenida por la Unión Soviética y hoy por Rusia, que mantiene la renuncia a ser la primera en utilizar bombas nucleares) Estados Unidos nunca ha renunciado a utilizar el armamento atómico en primer término «si lo considera necesario». Algunos círculos diplomáticos creen que Estados Unidos había decidido de antemano bloquear cualquier acuerdo en la Conferencia, y que la negativa norteamericana a reducir sus arsenales (las reducciones que se han producido hasta ahora son consecuencia de la modernización) suscita gran preocupación en Moscú y, también, en Pekín, cuyo poder nuclear es mucho menor que el de norteamericanos y rusos. Los delegados a la Conferencia de revisión sabían que, más de una década después de la desaparición de la URSS, y pese al avance hacia el Este de Europa protagonizado por la OTAN, Washington continúa manteniendo prácticamente los mismos arsenales en suelo europeo.
No podía ocultarse que se están incumpliendo los compromisos de desarme y que el TNP corre el peligro de volverse irrelevante: ante la evidencia, el expresidente norteamericano Carter denunciaba recientemente que «Estados Unidos es el principal culpable de la erosión del TNP», y mostraba su desasosiego porque Washington ha dejado de cumplir las limitaciones que le imponían los Tratados firmados hasta ahora y continúa desarrollando misiles antibalísticos y nuevas generaciones de armamento atómico, como la bomba llamada «revienta-búnkers» destinada a penetrar en el subsuelo, y ha llegado a amenazar con la utilización de armamento atómico contra potencias desnuclerizadas.
Por añadidura, Washington prosigue con la sistemática modernización de su armamento atómico, igual que ha hecho Gran Bretaña. Hay que insistir en que Estados Unidos continúa, más de una década después de la desaparición de la URSS, conservando buena parte de sus armas nucleares en suelo europeo, ahora sin la hipotética justificación de la «amenaza soviética». Despreciando los intereses europeos, Washington ha forzado hasta ahora a los gobiernos de la Unión a no impugnar ese peligroso arsenal, del que incluso los gobiernos europeos ignoran sus características y su volumen, y a hacer caso omiso a las aspiraciones populares que se han manifestado repetidamente por el desarme y por una política de paz y distensión. No parece extraño, así, que los países marcados a fuego por la agresiva política exterior de Estados Unidos, como Irán o Corea del Norte, que temen un ataque militar norteamericano, se inclinen por el reforzamiento de su capacidad de defensa y acaricien la idea de contar con un pequeño arsenal atómico. Al margen de la propaganda, las cancillerías de todos los países saben que los movimientos agresivos que pueden poner en peligro la paz proceden de Washington y no de Teherán o de Pyongyang, y que la equivocada política norteamericana, en vez de evitarla, puede acabar impulsando la proliferación nuclear.
La situación, si cabe, es todavía más preocupante y tiene su prolongación en el espacio. A finales de mayo, el Pentágono presentaba de nuevo al gobierno Bush la petición de más fondos para la militarización del espacio. Bush no ha tomado todavía una decisión, pero los síntomas son preocupantes, a la vista de la sensibilidad de cocodrilo que muestra el presidente norteamericano. Debe recordarse que el programa de defensa contra misiles que está desarrollando Estados Unidos viola la arquitectura del desarme que había suscrito con la Unión Soviética, y que, ahora, aunque formalmente los militares norteamericanos acepten el Tratado que prohíbe el despliegue de armamento atómico en el espacio, están ya desarrollando sistemas para atacar desde el cosmos bases enemigas en la Tierra. El despropósito de esos programas ha sido señalado por Moscú y Pekín, que temen verse arrastrados a una nueva carrera armamentística, y ha sido denunciado en un manifiesto público por centenares de científicos norteamericanos, que temen la progresiva militarización del espacio y que preferirían que esos presupuestos millonarios se dedicasen a causas civiles.
A principios de julio, el representante ruso ante Naciones Unidas, Leonid Skotnikov, hacía público en Ginebra un llamamiento dirigido a los participantes en la Conferencia de Desarme de la ONU: Moscú proponía la reanudación de las actividades del Comité especial para prevenir la carrera armamentista en el espacio. Ese comité de la Conferencia de Desarme paralizó su trabajo en 1994, cuando Washington aprovechó los momentos de mayor crisis de la Rusia destruida por Yeltsin para consolidar ventajas estratégicas, y cuando acariciaba la idea de conseguir un completo y definitivo dominio nuclear sobre el resto de las potencias atómicas, objetivo que no ha abandonado. Tanto Moscú como Pekín han planteado la necesidad de llegar a un acuerdo para la prohibición total del armamento en el espacio, frente a la negativa norteamericana. Sin embargo, la ausencia de disposiciones en el derecho internacional y la inexistencia de leyes que prohíban el despliegue de armamento atómico, de armas antisatélites y el desarrollo de sistema antisimiles en el cosmos, está siendo aprovechado por Washington para proseguir con sus investigaciones y con los ensayos para la militarización del espacio. Siguiendo con la tradicional doctrina de Moscú, Leonid Skotnikov declaró que su país nunca sería el primero en desplegar armas en el espacio.
El sistema de defensa antimisiles que impulsó en 2001 George W. Bush, contempla el despliegue de armas en el espacio con el pretexto de protegerse contra misiles balísticos enemigos, pero, en la práctica, para conseguir un completo dominio militar desde el cosmos. Las propuestas presentadas por Moscú y Pekín en la Conferencia de Desarme de Ginebra, en 2002, para evitar la llamada «guerra de las galaxias», fueron recibidas con interés por la mayoría de los sesenta y cinco países participantes pero se estrellaron ante la decisión del gobierno Bush. La ambigüedad calculada, la hipocresía, la insistencia de Washington al afirmar que el riesgo de militarización del espacio es muy lejano, marcan la actualidad de la crisis: Estados Unidos se ha negado hasta el momento a abrir negociaciones sobre el espacio. Con ello, el riesgo de una nueva carrera de armamentos, ahora en el cosmos, empieza a ser una realidad.
Ese es el escenario estratégico sobre el que planea el fracaso de la Conferencia de revisión de Nueva York. El TNP continúa siendo un instrumento fundamental para evitar la peligrosa proliferación nuclear, pero el control de los programas de países como Irán o Corea del Norte debe ir acompañado de una efectiva reducción de los arsenales nucleares de las principales potencias, como contempla el propio Tratado, y la renuncia a llevar armamento atómico fuera de la Tierra; al mismo tiempo, la opinión pública debe exigir a Estados Unidos el abandono de sus programas ofensivos que están empezando a destruir el precario equilibrio nuclear alcanzado en los años ochenta del siglo pasado. Es una cuestión de transcendental importancia. La peligrosa política del gobierno Bush ha sido denunciada incluso por el expresidente norteamericano Carter y por Robert McNamara, responsable del Pentágono bajo Kennedy y Johnson, que hoy critica con severidad la política nuclear de su país. Porque es una evidencia que Estados Unidos, con una desmedida ambición inédita en las relaciones internacionales, pretende mantener su predominio atómico y, además, que el resto de los países del planeta acepten con resignación su hegemonía militar y estratégica en el siglo XXI.
Mientras Kofi Annan insistía en la necesidad de actualizar el TNP para evitar que se vuelva irrelevante, Washington seguía apelando a los peligros de Corea del Norte e Irán, que son apenas el velo con que Bush pretende ocultar sus propósitos de liquidar el espíritu del TNP y de proseguir con el rearme nuclear, orientado a la consolidación del dominio militar norteamericano en el espacio y en la Tierra. En un mundo en el que han aumentado las potencias nucleares y ocho países poseen ya la bomba atómica, y donde el TNP corre un serio peligro; en un mundo en que la opinión pública y el movimiento por la paz apenas han empezado a ser conscientes del peligro y a oponerse al rearme atómico y a la militarización del espacio, y en unos años en los que parece que, como en el verso de Gil de Biedma, «fuera oscurece imperceptiblemente», desde Washington se ofrece un cocodrilo con experiencia.