Entre China e India, los dos países más poblados, suman casi el 40 por ciento de los habitantes del planeta, con un creciente poder económico.
En 2019, según el FMI, China tuvo un PIB (en PPA, paridad de poder adquisitivo) de 27 billones de dólares, e India de 11 billones. En valores nominales, China alcanza los 14 billones de dólares, e India, 3 billones. India también llegó a crecer a tasas cercanas al diez por ciento anual, que aunque se ha reducido al 7 % en 2018, es ya la quinta economía mundial en valores nominales, y la tercera si se mide en PPA. En 2017, a la vista de su evolución, la consultora internacional PricewaterhouseCoopers, PwC, publicó un informe donde señalaba que, en 2040, la India será la segunda potencia económica del planeta, tras China.
China tiene una economía que supera a Estados Unidos, en PPA, y que casi troplica a la de India, y pese a que Pekín y Delhi mantienen serias diferencias, el dragón y el elefante están condenados a entenderse, aunque la India, que también defiende un mundo multipolar que acabe con la agónica hegemonía norteamericana, teme al mismo tiempo el fortalecimiento chino, previendo que se convertirá en poco tiempo en la principal potencia del planeta. La India tiene graves desequilibrios sociales: casi el noventa por ciento de los trabajadores permanecen en la economía sumergida e irregular, tiene unas deficientes infraestructuras pese a los avances conseguidos, cuenta con trescientos millones de analfabetos, un índice de desempleo de casi el 6 % (bajo para los niveles españoles, pero el más elevado de los últimos cincuenta años), bajos salarios, un sector agrícola del que depende la mayor parte de la población pero que crea serios problemas a los campesinos, y una deuda que ha crecido mucho en los cinco años de Modi, además de padecer las ciudades más contaminadas del planeta. Mantiene fuertes lazos comerciales con su gran vecino: en el mercado indio, los chinos destacan en telefonía móvil y digitalización, en pagos a través de internet, y en redes sociales. La compañía china Tik Tok (antes, Douyin, creada en 2016, que se convirtió dos años después en la aplicación más descargada del mundo, gana rápidamente terreno y ya cuenta con mil millones de usuarios: Facebook es ya para viejos, Tik Tok para los jóvenes), como Huawei, tienen gran presencia en la India: el ministro indio de Telecomunicaciones, Ravi Shankar Prasad, ha autorizado finalmente la participación de Huawei en las pruebas para la instalación de la red móvil 5G durante los primeros meses de 2020, junto a Samsung, Ericsson, Nokia y Cisco, aunque lo ha hecho tras haber sometido a la compañía de Shenzhen al examen de una comisión especial a causa de las presiones y acusaciones de Estados Unidos sobre su supuesta colaboración con el espionaje chino. La India tiene un enorme déficit comercial con China: casi 60.000 millones de dólares anuales, y quiere reducirlo y acceder al mercado chino, aunque no es ni de lejos el déficit de Estados Unidos con China, que en 2018 fue de 419.000 millones de dólares.
En sus relaciones con India, China recuerda con frecuencia que ambos países, junto con Birmania, fueron impulsores en 1954 de los llamados Cinco principios de coexistencia pacífica: respeto mutuo de la integridad territorial y la soberanía; no agresión; renuncia a injerirse en los asuntos internos; igualdad y beneficio mutuo, y coexistencia pacífica. Pekín mantiene que esos principios recogen el espíritu de la carta de la ONU y son la base para la paz mundial. Pero, pese a la histórica relación, desde Bandung, entre China e India en el Movimiento de Países no alineados, los dos países tienen diferencias por Aksai Chin, un territorio en Ladakh que controla Pekín y reclama Delhi, y que se añade a la disputa indio-pakistaní por Cachemira. También, por Arunachal Pradesh, región situada al este de Bhutan, controlada por Delhi y reclamada por Pekín, cuya desavenencia tiene origen en las decisiones británicas durante su dominio colonial sobre la India (en vísperas de la gran guerra, Londres estableció unilateralmente con delegados tibetanos sin autoridad jurídica la llamada línea McMahon, que China nunca ha reconocido), y que llevó a los enfrentamientos chino-indios de 1962. Con la autoridad de Zhou Enlai, Pekín sugirió su renuncia a Arunachal Pradesh a cambio de la cesión india en Aksai Chin, propuesta que no prosperó por la negativa de Nehru: un grave error que ha mantenido abierta la discordia hasta nuestros días. El acuerdo de 1954 entre Nehru y Zhou Enlai sobre la soberanía china en el Tíbet, dejó de lado la cuestión de Aksai Chin en Cachemira, y las relaciones se deterioraron con la decisión india de otorgar asilo político al Dalai Lama en 1959: China, además de considerar el hecho una evidente injerencia en sus asuntos internos, no aceptó nunca que un gobierno como el de Delhi que se reclamaba socialista diera cobijo al dirigente de un régimen esclavista como el que imponían los lamas en el Tíbet.
Las decisiones británicas durante la colonia habían obviado la delimitación precisa de la frontera entre la India y las regiones chinas de Xinjiang y Tíbet, y la conferencia Simla de 1914 que se celebró entre Gran Bretaña y delegados tibetanos (que no disponían de la soberanía sobre el territorio, que legalmente correspondía al gobierno de Pekín) perseguía el propósito de Londres de dividir el Tíbet con una parte bajo soberanía china y otra “autónoma” que confiaba en retener bajo su control y que supuso una delimitación que China no aceptó entonces ni acepta ahora: ese es el origen de la disputa actual. La línea Mac-Mahon cumplió la función de frontera, aunque frontera esa no era entonces la principal preocupación de la débil república china de Yuan Shikai, atrapada entre la ambición de Gran Bretaña por apoderarse del Tíbet, la presión de la Rusia zarista sobre Mongolia, y las imposiciones de Japón que se concretaron en las trece exigencias sobre Shandong (frente a la península de Corea y Japón), Mongolia y Manchuria, y sobre explotaciones mineras, y que pretendía incluso tener asesores nipones en el gobierno de Pekín, demanda que fue aplazada.
En 2003, el presidente chino Hu Jintao y el primer ministro indio Atal Bihari Vajpayee, del Bharatiya Janata, acordaron designar embajadores especiales para encontrar una solución a las disputas fronterizas, y China reconoció el territorio de Sikkim (reino independiente hasta 1975, situado entre Nepal y Bután) como parte de la India. Dos años después, la visita del primer ministro chino Wen Jiabao a Delhi, y su encuentro con el primer ministro Manmohan Singh, del Partido del Congreso, sirvió para establecer los criterios que han de resolver la cuestión de los límites entre ambos países. El primer ministro chino se mostró favorable a la inclusión de India en el Consejo de Seguridad de la ONU, y a un mayor protagonismo indio en los asuntos internacionales. Además, Wen y Singh definieron cuatro cuestiones claves para la relación mutua: ni China ni la India serían una amenaza para el otro país; establecieron que el fortalecimiento de ambos países es compatible en Asia y en el mundo; que las relaciones entre Pekín y Delhi tienen relevancia internacional y carácter estratégico y que su colaboración es imprescindible para abordar los riesgos del cambio climático; finalmente, determinaron que era urgente resolver la disputa fronteriza para abordar el futuro. Por ello, China sigue apoyando la reforma del Consejo de Seguridad de la ONU, que permita la incorporación de la India como miembro permanente.
Sin embargo, la presencia en la región de Estados Unidos, y su nueva política asiática, junto a la siempre tensa relación de la India con Pakistán, complicaron la situación. Apenas unos meses después, en marzo de 2006, George W. Bush y Manmohan Singh anunciaban en Nueva Delhi un acuerdo de cooperación entre ambos países, que separaba los programas nucleares civiles y militares de la India, con supervisión internacional. La India no ha suscrito el Tratado de No Proliferación nuclear (TNP), como tampoco Pakistán, y la solución se complica por la acción de Islamabad: la región de Gilgit-Baltistán, un extenso territorio de 73.000 kilómetros cuadrados, ubicado entre el Xinjiang chino y Jammu y Cachemira, es administrada por Pakistán pero disputada por los tres países. Islamabad, en una de las múltiples y endiabladas paradojas de la situación, rechaza la aspiración de sus habitantes de integrarse jurídicamente en Pakistán, porque ello perjudicaría sus reclamaciones sobre Cachemira; además, la población de Gilgit-Baltistán es de confesión chiíta, que le enfrenta a la cachemira sunnita, aunque no por ello la India está dispuesta a renunciar al territorio. A las disputas por el glaciar de Siachen (uno de los mayores del mundo, y fuente permanente de agua), en el Karakórum, que está controlado por la India, se añade, para mayor complejidad estratégica, el hecho de que justo al norte de Gilgit-Baltistán pasa el corredor económico China-Pakistán, uno de los brazos de la nueva ruta de la seda que impulsa Pekín en todo el mundo. En ese contexto de enfrentamientos, la reciente decisión de Modi de derogar las previsiones constitucionales sobre Jammu y Cachemira, aplicando su peligroso programa nacionalista, ha suscitado el rechazo de la izquierda india y ha creado nuevas tensiones entre los tres países: la medida de fuerza de Modi ocasionó la expulsión del embajador indio en Pakistán, además de la suspensión de los flujos comerciales entre ambos países. Modi había presentado un proyecto de ley dividiendo la región de Jammu y Cachemira en dos entidades, precisando que incluía la Cachemira administrada por Pakistán, que Delhi considera una “ocupación”. Por si hubiera pocos desacuerdos, la aprobación, en diciembre de 2019, en el parlamento indio, de la enmienda del Bharatiya Janata a la Ley de Ciudadanía que otorgará la nacionalidad india a varios millones de bengalíes de Bangla Desh, de confesión hinduista, pero no a los de religión musulmana, decisión que hurga en las heridas de la partición del subcontinente entre India y Pakistán en 1947, complica todavía más la situación, además de abrir una seria crisis interna: la dura represión policial de las protestas, con centenares de detenidos, ha causado ya decenas de muertos. Esa y otras medidas de Modi, decidido a seguir por la senda del nacionalismo más agresivo (siendo gobernador del Gujarat no supo o no quiso impedir el pogromo de 2002 que se cobró la vida de centenares de indios musulmanes en la región) y a aplicar su programa económico derechista, han llevado al Partido Comunista (M) de India a proclamar que “la tragedia de la India es que el primer ministro es el jefe de la fábrica de mentiras”.
Pese a que el Dalai Lama y su “gobierno en el exilio” tienen su sede en la India, algo que complica la relación con Pekín, China ha impulsado el acercamiento entre ambos países, procurando mejorar las relaciones mutuas tanto bajo gobiernos del Congreso como con el Bharatiya Janata. En mayo de 2017, durante la visita del presidente indio a Pekín, Modi y Xi Jinping suscribieron un acuerdo conjunto por el que ambos países se comprometieron a buscar una solución justa para sus diferencias sobre los territorios fronterizos, y suscribieron convenios sobre investigación científica e infraestructuras ferroviarias, donde la India espera recibir ayuda y colaboración de China. Volvieron a reunirse en la ciudad china de Wuhan en 2018. En octubre de 2019, Xi Jinping realizó una gira por Nepal e India, y se reunió con Modi en Mamallapuram, junto a Madrás, con el propósito de mejorar las relaciones, incrementar el volumen comercial entre ambos, y coordinar las estrategias de desarrollo, y para examinar sus propuestas ante la OCS, el BRICS y el G-20, y el mecanismo de cooperación entre China, India y Rusia, tan relevante para Asia y el mundo. En esa gira, acompañaban a Xi Jinping el ministro de asuntos exteriores, Wang Yi, y los dirigentes comunistas Ding Xuexiang y Yang Jiechi. El presidente chino consiguió que la cuestión de Jammu y Cachemira, y las pruebas militares que India había hecho en Arunachal Pradesh, no perjudicaran los vínculos entre ambos países, y Xi Jinping propuso a Modi una solución a las disputas fronterizas basada en un acuerdo justo para ambos países. Tanto China como la India defienden el multilateralismo y el papel de la ONU como garante de la estabilidad internacional. Las tensiones entre India y Pakistán, a propósito de la situación en Cachemira, también fueron abordadas: China procura mantener buenas relaciones con ambos. Xi Jinping se había reunido antes de su viaje con el nuevo primer ministro pakistaní, Imran Khan, cuyo partido (Pakistán Tehreek-e-Insaf, PTI, Movimiento por la Justicia, de derecha moderada) ha desplazado a los dos formaciones tradicionales pakistaníes, la Liga Musulmana y el Partido del Pueblo, y el contenido del encuentro sirvió para enviar un mensaje de tranquilidad y amistad hacia la India. La negociación se prolongó con el encuentro en Delhi, a finales de diciembre de 2019, del ministro de Asuntos Exteriores chino, Wang Yi, y el vicepresidente indio, Venkaiah Naidu, donde se abordó de nuevo la cuestión fronteriza.
Sin embargo, en noviembre de 2019 (pese a que el mes anterior Xi Jingping y Modi habían acordado en su reunión de Mamallapuram cerrar el acuerdo) Narendra Modi retiró a su país del RCEP, Asociación Económica Integral Regional (RCEP, siglas en inglés), una instancia de suma importancia para China. El acuerdo (que Pekín impulsa como alternativa al Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, TPP) ha sido constituido por quince países: los diez de la ASEAN (Indonesia, Malasia, Tailandia, Vietnam, Laos, Singapur, Filipinas, Birmania, Camboya y Brunei), más Japón, Australia, Corea del Sur y Nueva Zelanda, junto a China. Será la mayor zona de libre comercio del planeta, aunque Japón ha vinculado su pertenencia a que la India continúe en el acuerdo. La razón fundamental para la salida decidida por Modi ha sido su temor a que la retirada de aranceles al comercio entre los miembros facilite una masiva entrada de productos chinos en la India. Pese a todo, las negociaciones continúan: si la India se incorporarse a corto plazo, la RCEP agruparía a casi la mitad de la población mundial. La conclusión de ese acuerdo constata otra paradoja, porque fue el gobierno norteamericano quien lanzó la iniciativa para el TPP, un tratado de libre comercio diseñado para aumentar la influencia de Estados Unidos en la gran región de Asia-Pacífico, aunque después Trump retiró a Estados Unidos del TPP, que se ha visto sustituido por el RCEP, con contenidos distintos, y donde China desempeña un papel central.
En un preciso cálculo, el mismo mes, el ministro indio de Defensa, Rajnath Singh, visitó Arunachal Pradesh, gira que suscitó una protesta del ministerio de asuntos exteriores chino recordando que su país no reconoce la soberanía india sobre esa región y rechazando las visitas de dirigentes indios, al tiempo que reclamaba al gobierno de Delhi que respetase los intereses chinos y contribuyese al mantenimiento de la paz en los territorios fronterizos. No fue el único gesto inamistoso de esos días: también en noviembre de 2019, el ministro de Estado de India, Jitendra Singh, presentaba públicamente un nuevo mapa de su país donde, además de la reciente división administrativa de Jammu y Cachemira, presentaba a la región de Ladakh con el territorio de Aksai Chin incorporado, pese a que es administrado por China. Como era previsible, la presentación del nuevo mapa indio motivó el rechazo oficial del portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores chino, Geng Shuang, lo que, a su vez, fue considerado por el portavoz oficial indio, Raveesh Kumar, como una injerencia en los asuntos internos de su país. De hecho, a nadie se le escapa que la anulación del estatuto de Cachemira por el gobierno de Modi responde a la gran disputa por esa región que enfrenta a China, India y Pakistán.
Por su parte, Rusia prefiere considerar la cuestión cachemira como un asunto interno, y no quiere perder su privilegiada relación histórica con la India. La compañía estatal rusa Rosoboronexport firmó un contrato con Delhi en octubre de 2018 y le entregará los sistemas antiaéreos S-400 en septiembre de 2021, acuerdo al que se opuso Estados Unidos, que amenazó a Delhi con imponerle sanciones, exigiendo que dejase de comprar armas rusas. En la cita de Brasilia de los BRICS, Putin y Modi abordaron los proyectos conjuntos firmados por los dos países, en un momento en que aumentan los intercambios comerciales entre ambos, y con el indio K.V. Kamath presidiendo el Nuevo Banco de Desarrollo, creado por los BRICS, como plataforma financiera para apoyar proyectos conjuntos en los que China está muy interesada, además de India, Rusia, Brasil y Sudáfrica, aunque el nuevo Brasil de Bolsonaro e incluso la India de Modi pueden frenar algunas iniciativas. Tanto Moscú como Pekín son conscientes de que la decisión de Modi de anular el estatuto jurídico de Cachemira y crear, de momento sobre mapas, el nuevo Jammu y Cachemira añadiendo al territorio bajo dominio indio el controlado por Pakistán (Azad Cachemira y Gilgit-Baltistán), y diseñando el nuevo Ladakh incluyendo el territorio de Aksai Chin, que está en poder de China, puede complicar e incluso desestabilizar la región. Modi ha sido audaz, pero su apuesta es peligrosa, y envenena la relación con Pekín, que no aceptará hechos consumados.
La compleja geoestrategia asiática incorpora también a Japón y Nepal. Las relaciones entre India y Japón alcanzaron un nuevo estadio tras el encuentro entre Modi y Shinzo Abe en 2014, de donde surgieron convenios económicos, acuerdos de intercambios militares, y colaboración japonesa para el desarrollo de las deficientes infraestructuras indias. En septiembre de 2019 (previamente a las decisiones del gobierno indio sobre Cachemira y el RCEP) Rajnath Singh, ministro de Defensa indio, se había reunido en T0kio con Takeshi Iwaya, el ministro japonés del ramo, para sondear la firma de un nuevo acuerdo de seguridad entre los dos países, similar a los que tiene Japón con Estados Unidos, Canadá, Australia, Gran Bretaña y Francia, hipótesis que entra de lleno en la lógica de la creación del bloque contra China auspiciado por Washington: el Pentágono y la diplomacia norteamericana trabajan con la hipótesis de crear una alianza en Asia-Pacífico entre Estados Unidos y Japón, Australia y la India, con la que colaborarían otros países del sudeste asiático. Encajando todas las piezas, a miles de kilómetros de distancia, en Europa, en la reunión de la OTAN en Bruselas del 20 de noviembre de 2019, el secretario de Estado norteamericano, Mike Pompeo, sin perder ocasión de atacar a China, insistió ante sus aliados (y después ante la prensa, en la sede de la alianza) a unirse contra la “amenaza china”, haciendo responsable a Pekín de las dificultades para avanzar en cuestiones de desarme con Rusia, del aumento del gasto militar en el mundo e incluso de las diferencias en el seno de la OTAN. Pompeo mentía a sabiendas, porque los problemas de desarme con Rusia a propósito del INF, no obedecen a que China no estuviese en el tratado, sino al abandono unilateral del mismo por Estados Unidos. Para acabar de complicar las relaciones entre Delhi y Pekín, algunos dirigentes extremistas del Bharatiya Janata, como Vineet Agarwal Sharda, se permiten declaraciones sumamente agresivas: a principios de noviembre de 2019, India Today se hacía eco de sus declaraciones donde acusaba a Pakistán y China de haber liberado gases venenosos hacia la India y de ser responsables de la gravísima contaminación en Delhi.
A su vez, Nepal desempeña un papel de bisagra en el Himalaya, emparedado entre sus dos gigantescos vecinos. Con gobierno comunista, mantiene excelentes relaciones con China, orientadas al desarrollo de la nueva ruta de la seda. Tanto la presidenta del país, Bidhya Devi Bhandari, como el primer ministro, Khadga Prasad Sharma Oli, son miembros del Partido Comunista nepalí, y esa cooperación se concreta en la ayuda china para la reconstrucción tras el terrible terremoto de abril de 2015 en Nepal y en el proyecto de comunicar los dos países con nuevos trenes, puertos, autopistas y vuelos que atraviesen el Himalaya. En su viaje, Xi Jinping se reunió también con el presidente del Partido Comunista nepalí, Pushpa Kamal Dahal, Prachanda, organizador de la guerrilla que derribó a la monarquía en 2008 e impulsó una Asamblea constituyente que proclamó la república.
Estados Unidos es un aliado tradicional de Pakistán, aunque ello no ha evitado disputas entre ambos a cuenta de la situación en Afganistán, la guerrilla talibán y los bombardeos norteamericanos sobre territorio pakistaní. A finales de 2019, en el Wilson Center de Washington, la embajadora Alice Wells, subsecretaria adjunta para Asia meridional del Departamento de Estado norteamericano, advertía a Pakistán sobre los peligros del corredor económico que le unirá a China, asegurando que endeudará a Pakistán, al tiempo que sugería el modelo norteamericano como el más adecuado y ventajoso para los pakistaníes. La alianza entre Islamabad y Washington siempre ha preocupado a Delhi, insegura también por la relación de Pakistán con China: que las dos mayores potencias mundiales tengan buenas relaciones con Islamabad dificulta la política exterior de Delhi y crea sombras sobre el futuro de las disputas entre India y Pakistán, dos potencias nucleares ajenas al TNP. Delhi se niega a negociar con Islamabad sobre Cachemira, y rechazó con disgusto la propuesta de Trump de mediar entre los dos países. Mientras tanto, los vecinos enemigos se enseñan los dientes: en noviembre de 2019, India realizó un ensayo del misil balístico Agni-2, que puede llevar ojivas nucleares, acción que fue contestada por Pakistán unos días después con el lanzamiento del misil balístico Shaheen-I, capaz de alcanzar objetivos hasta una distancia de 650 kilómetros. Pocos días después, el diario de Bombay The Economic Times, con fuentes en el gobierno de Modi, revelaba que la India preparaba pruebas en la bahía de Bengala de su misil balístico más potente, el K-4, con capacidad nuclear.
En la reunión de la ASEAN celebrada en Bangkok e1 18 de noviembre de 2019, el ministro de Defensa indio, Rajnath Singh, llamó a abstenerse de amenazas de fuerza y a no militarizar el Mar de China meridional. La India quiere garantizar la estabilidad en ese mar y avanzar en la desnuclearización en la península de Corea, para vincular el desarrollo del Asia oriental (Japón y Corea del sur, pero, sobre todo, China) con el sur del continente. China, por su parte, se esfuerza en mantener gran cordialidad con la India y en asociarla a sus planes de desarrollo económico, para disuadirla de la tentación de aproximarse a Estados Unidos y su bloque antichino. En la reunión de Bangkok, Wei Fenghe, ministro de Defensa chino, exigió en su reunión con Mark Esper, jefe del Pentágono, que Estados Unidos no agravase la situación en el mar de China meridional y que dejase de utilizar Taiwán para aumentar la tensión en la zona. La demanda de Wei se produjo al día siguiente de unas provocadoras declaraciones de Esper acusando a China de recurrir a la “intimidación” para conseguir sus objetivos. Pocos días después, el 20 y 21 de noviembre de 2019, Estados Unidos envió seis barcos de guerra a los archipiélagos Nánshā y Xīshā (Spratly y Paracelso), en el Mar de China meridional, sin informar previamente, acción que suscitó una fuerte protesta diplomática de Pekín.
Estados Unidos, aunque evalúa la posibilidad de que, en la práctica, la OTAN tenga ámbito mundial, orientada contra China (además de Rusia), sabe que la integración de Japón, Australia e India es muy complicada porque exigiría transformar toda la estructura jurídica y militar de la alianza en un momento en que aumentan las tensiones con Moscú y, en su seno, con Francia y Alemania pese a la habitual timidez de los aliados europeos para rechazar las imposicions norteamericanas. Por eso, Washington trabaja para desarrollar sus alianzas militares asiáticas a través de acuerdos parciales con esos países, y aunque Delhi no está interesada por el momento la presión sobre su gobierno es constante, con Estados Unidos levantando todo tipo de alarmas: China, que nunca ha invadido ningún país, tuvo que escuchar en la reunión con la ASEAN de noviembre de 2019 la dura diatriba del asistente de Trump para asuntos de Seguridad Nacional, Robert O’Brien, quien acusó a China de imperialista, asegurando que intimida a los países del sudeste asiático en el mar de China meridional para apoderarse de los recursos naturales de esa región.
Además de sus acuerdos con Japón y Corea del Sur, Washington sondea a Indonesia, Filipinas, Birmania, Thailandia e incluso Vietnam. En ese escenario, el objetivo indio de reforzar su marina para consolidar en el océano Índico su presencia (hoy, mayor que la de China) es vista como una oportunidad por Estados Unidos para atraerse a Delhi. India, pese a su enorme tamaño, su población y su importancia económica, no tiene una presencia internacional equivalente: aunque no renuncia a sus reclamaciones territoriales y a su proyección e impulsa acuerdos sobre todo en el área del océano Índico, busca contener la agresividad pakistaní en Cachemira que estimula al movimiento islamista, quiere bloquear la acción de los servicios secretos de Islamabad a través de grupos y acciones terroristas, y pretende modernizar su armamento nuclear para disuadir a Pakistán, consolidando su poder regional en todo el sur de Asia, sin otros objetivos a medio plazo, aunque una parte de su establishment y del nacionalismo del Bharatiya Janata postula reforzar su poder global para evitar un nuevo orden mundial que esté dominado por China, aun en la convicción de que el dragón y el elefante están condenados a entenderse porque Estados Unidos sólo ofrece un futuro de armamentismo, guerras e intervenciones militares frente al único proyecto pacífico de alcance planetario: China con su nueva ruta de la seda, basada en la cooperación internacional, el comercio mutuamente ventajoso, la estabilidad, el desarrollo y la paz.
Advertencia norteamericana sobre el corredor China-Pakistán:
https://www.wilsoncenter.org/article/afpak-file-whats-next-for-the-china-pakistan-economic-corridor