Asistimos en las últimas semanas a una nueva vuelta de tuerca en la intensificación de las acusaciones contra China por parte de la Administración Trump.
Conforme avanza la cuenta atrás hacia las elecciones presidenciales de noviembre y las encuestas sugieren un serio varapalo por su pésima gestión en diferentes frentes, el nerviosismo en la Casa Blanca apunta su dedo acusador contra Beijing con el abierto propósito de desviar la atención.
Los gravísimos errores cometidos a la hora de afrontar la Covid-19, acercándose a la frontera de los 5 millones de contagios y superando ya los 150.000 muertos, con cuantiosos efectos igualmente en la economía y en el conjunto de la sociedad, están pasando factura al gobierno estadounidense, que ignoró tanto el consejo de sus expertos como las advertencias de la OMS, China y otros países. El mejor ejemplo de ello es la soberbia y altanería expresada por el propio Trump en su irresponsable negativa a usar mascarillas como mecanismo efectivo para evitar la propagación de la enfermedad. Finalmente, Trump cedió y de despreciar su uso pasó a cualificarlo de “patriótico”. Pero el daño ya estaba hecho.
Lo que empezó como una estrategia para reducir el déficit comercial con Beijing, que debía ser la punta de lanza para el relanzamiento económico de EEUU, ha naufragado estrepitosamente. Con el paso del tiempo, la combinación de confrontación e incompetencia ofrecen un balance desastroso para la Administración Trump. ¿Puede responsabilizarse a China de ello? En este tiempo, la posición de China ha sido siempre apaciguadora y reactiva, afrontando con mesura las invectivas de Washington que, por el momento, no han dado el resultado esperado. Sin duda, los intentos de afectar el desarrollo de China, la viabilidad de sus empresas tecnológicas, su influencia internacional, etc., se ven condicionados por las iniciativas desestabilizadoras de la Casa Blanca, pero los impactos, a día de hoy en general bajo control, tienen también un curso de retorno, como si de un boomerang se tratara.
Mientras tanto, en el frente interno, a Trump se le acumulan los problemas. A la pandemia y sus efectos se sumó el resurgir del incómodo racismo estructural y graves problemas de orden público; pero igualmente, en el frente exterior, los reproches a socios y a aliados y las incoherencias de su diplomacia, nutren el desapego de las capitales más responsables en Europa, tomando distancia de sus propuestas más polémicas, entre ellas el llamamiento a desatar una nueva guerra fría contra China como anunció el secretario de Estado Mike Pompeo.
Por otra parte, no deja de provocar hilaridad que Trump y su gobierno presenten las manifestaciones y revueltas sociales que comenzaron con la muerte del afroamericano George Floyd a manos de la policía el 25 de mayo pasado, como una guerra. Hace pocos días el presidente afirmó que la violencia en Chicago “es peor que en Afganistán”.
Cargando tintas a diestro y siniestro contra China y el PCCh, los republicanos confían en revertir las encuestas y ganar las elecciones. Solo les interesa hablar de China. En su discurso del pasado 23 de julio, el ex director de la CIA Pompeo expresó su frustración al constatar que China, contrariamente a lo que habían imaginado, no quería imitar a EEUU sino seguir su propio camino. De la negativa era responsable el Partido Comunista, señalado como el destinatario de un nuevo conjunto de políticas que aspiran a reescribir lo que tildó de “desequilibrios” auspiciando incluso un cambio sistémico.
Que China sea objeto de atención por republicanos y demócratas en los procesos electorales de EEUU se ha convertido ya en una tradición. Sin embargo, la más que demostrada irresponsabilidad de la Administración Trump obliga a la comunidad internacional a estar vigilantes contra cualquier despropósito que pueda alentar con tal de asegurarse una inmerecida y cuestionada victoria en los comicios de noviembre. El temor a un fraude, argumento con el que sondeó un aplazamiento de dichas elecciones, no radicaría en el voto por el correo sino en sus artimañas para desviar la atención del electorado. Y China es su blanco predilecto.
Cabe señalar también que en las últimas semanas, ha aumentado la preocupación sobre que Trump no abandone el poder si pierde las elecciones en noviembre, bien sea cuestionando el sistema electoral y alegando fraude; vinculando el retraso a que el país se encuentra en un estado de caos; e inclusive imponiendo la Ley Marcial, con la colaboración del fiscal general del Estado, William Barr. Hace dos meses la idea era desechada, ahora es un temor fundado. Algunos huecos en el sistema institucional ante la eventualidad de que un presidente no acepte el principio de transmisión pacífica del poder, y una serie de poderes especiales que se diseñaron durante la Guerra Fría para los presidentes en tiempo de emergencia podrían facilitar un intento de golpe de Estado
Fuente: https://politica-china.org/areas/politica-exterior/china-el-blanco-preferido-de-trump