La pregunta se la hacía BBC Mundo: ¿Por qué necesita China crecer tan rápido? Y para finalmente contestarse que porque alberga a una cuarta parte de la población mundial, explicaba, con mucho tino, que a esa colosal economía le sucede lo que a muchos alumnos destacados en la escuela: «Todos se han acostumbrado a que […]
La pregunta se la hacía BBC Mundo: ¿Por qué necesita China crecer tan rápido? Y para finalmente contestarse que porque alberga a una cuarta parte de la población mundial, explicaba, con mucho tino, que a esa colosal economía le sucede lo que a muchos alumnos destacados en la escuela: «Todos se han acostumbrado a que obtenga resultados perfectos». Y por eso, a la primera falla, le critican lo que para otros sería motivo de orgullo.
Al menos en esto el emporio mediático lleva toda la razón, pues, si bien es cierto que el despliegue de la nación se ha desacelerado, al extremo de estar situado en su punto más bajo en 24 años -luego de haber obtenido un crecimiento de 7,7 por ciento en 2013, el Producto Interno Bruto se expandió 7,4 en 2014-, casi en cualquier sitio las cifras registradas se recibirían como señales de bonanza.
Y pululan los argumentos pesimistas. A pesar de que la baja no es tan significativa, «lo que importa es el simbolismo», asegura el colega Jon Sudworth. Es la primera vez en 15 años que la economía no aumenta al ritmo de los objetivos oficiales, que eran de 7,5 por ciento, subraya el periodista, para agregar algo que incita a pensar: «La razón de la preocupación parece más política que económica. Pues muchos creen que las autoridades […] necesitan mantener el crecimiento a una escala formidable para garantizar la estabilidad social en la nación más poblada del mundo».
Mucho más cáustico resulta el análisis de Alejandro Nadal (La Jornada). «Un proceso de acumulación de capital puede avanzar muy rápido; pero ese desarrollo se presentará normalmente con grandes distorsiones intersectoriales, por una parte, y entre el sector real y el sector financiero por la otra. China nunca fue una excepción. Si duró tanto tiempo el experimento chino fue porque los controles sobre el sector financiero se mantuvieron firmes hasta hace una década y los planes de inversión en el sector industrial también fueron administrados desde los comités del partido. Pero en los pasados cinco lustros la sobreinversión en todos los sectores y ramas de la actividad económica se llevó a cabo de manera desbocada, y hoy China es un ejemplo a escala histórica de niveles altísimos de capacidad instalada ociosa. O sea que China es un ejemplo, en efecto, pero de la inestabilidad que trae aparejada consigo el capitalismo».
De acuerdo con Xavier Fontdeglòria, se debe reparar en que el mayor exportador del mundo experimentó en 2015 el primer retroceso de su potente sector exterior desde el estallido de la crisis financiera internacional. «El volumen total de comercio con otros países cayó un siete por ciento durante el año pasado en comparación con el anterior, según anunció […] la Administración General de Aduanas del país. El valor de las importaciones disminuyó en un 13,2 por ciento, principalmente por la caída de los precios de las materias primas, mientras que las exportaciones retrocedieron un 1,8 por ciento. Hay que remontarse hasta el año 2009, en pleno declive de la demanda mundial, para encontrar una situación similar».
Pero no todo es sombrío, ¿no? El vigoroso sector exterior ha constituido uno de los principales pilares del milagro económico del gigante desde que ingresó, en 2001, en la Organización Mundial del Comercio y le ha permitido acumular una ingente cantidad de reservas de divisas. Pero los cimientos de este patrón se tambalean con el aumento de los salarios y unas condiciones demográficas que ya han puesto fecha límite en la hasta ahora inagotable fuerza laboral. Ante este panorama, China pretende reducir el peso de las exportaciones de productos manufacturados e incrementar las de un alto valor añadido, algo que, según las autoridades, ya está empezando a ocurrir.
El turno del optimismo
Tal considera Alejandro Nadal, los años del capitalismo mundial continúan en son de espejismo para una miríada de gente. Se habla, por ejemplo que, después de la Gran Recesión, como se ha bautizado a la actual crisis, retornará un tiempo de mayor crecimiento, más empleo, mejores salarios: un repunte universal del bienestar. «Este es el mito de la recuperación». Mito que, al parecer, conocen al detalle las autoridades pekinesas, que no se inmutan con las reformas emprendidas y lucen la mar de esperanzadas. Y quizás tengan motivos suficientes. Al menos, es lo que se puede inferir de ciertas últimas noticias. Una de ellas reza que el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIIB, por sus siglas en inglés) ha abierto oficialmente sus puertas en Beijing, en una ceremonia oficiada por el presidente Xi Jinping.
En su discurso en la apertura, Xi dijo que la creación de la entidad mejorará las oportunidades de desarrollo en Asia y promoverá la integración económica regional. No olvidemos en este contexto que el Gobierno de EE.UU. sufrió el año pasado una derrota, cuando la mayoría de sus aliados más cercanos se inscribieron para formar parte de la institución, incluidos el Reino Unido, Alemania, Australia y Corea del Sur. En total, 57 naciones se han unido a la iniciativa, dejando a Washington y Tokio al margen del negocio. «Los países están descubriendo que deben operar cada vez más en la órbita de China», señaló el pasado mes de diciembre el mismísimo The New York Times.
Si no, ¿por qué el de suyo poco anuente diario El País le reconocería, en 2014, que durante más de 20 años ha sido la gran factoría del planeta? «Sus fábricas han inundado la economía mundial de productos de bajo precio, sobre los que ha cimentado un fuerte crecimiento económico. Pero ese modelo parece tener los días contados. Ahora es China la que sale cada vez más de compras al exterior, y no solo para asegurarse materias primas suficientes para su suministro interno o la construcción de infraestructuras que refuercen las vías comerciales con aquellos países. La realidad económica china ha cambiado. Ahora es ya la segunda economía mundial, y, con ese cambio, lo ha hecho también la realidad de sus empresas, que toman la bandera de la globalización y el liderazgo en la inversión».
En 2013, continúa el rotativo, sus firmas invirtieron 73 mil millones de dólares en el exterior, según la estadística de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). «Eso supone un aumento del 17 por ciento respecto al año anterior y multiplica por 36 veces lo que invertía el país hace apenas 10 años. China se ha convertido así en el tercer país emisor de inversión extranjera directa, solo por detrás de Estados Unidos y de Japón».
Coincidamos con el periódico en que se agolpan las razones que impulsan esta nueva fiebre inversora. El cambio en el modelo de crecimiento, donde el consumo y la inversión cobran progresivo protagonismo y donde el ritmo se ralentiza obliga en muchas ocasiones a buscar mercados fuera. Y las entidades que se quedan en ese nuevo entorno deben desarrollar procesos tecnológicos e incorporar valor añadido a su cadena productiva, un espacio que antes ocupaban las compañías extranjeras de manera natural. Semejante panorama propicia que toda una legión busque oportunidades de negocios, «ahora que muchos países ofrecen inversiones interesantes a precios de saldo». Un movimiento impulsado además por una divisa potente como es el yuan hoy día y el nuevo plan de reformas de Beijing, el cual favorece que sociedades públicas y privadas inviertan en el exterior. «A todo ese ejército de empresas hay que sumar el poderoso sector público. China acumula casi cuatro billones de dólares -casi cuatro veces el tamaño de la economía española- en reservas internacionales. La mitad de ese dinero está invertido en deuda pública de Gobiernos extranjeros, hasta convertirse en el primer tenedor de deuda estadounidense, por delante de Japón».
Evidente que la etapa de inversión compulsiva en materias primas ha quedado superada, aunque la energía, los metales o la producción agrícola ocupen un lugar destacado en sus acuerdos. Pero el sector financiero, el tecnológico y el inmobiliario ganan peso cada día en esta nueva fase. Y eso, en manos de una economía dirigida, se troca en una potente arma diplomática.
Otro dolor de cabeza para algunos profetas resulta el que la propia directora general del Fondo Monetario Internacional, Cristine Lagarde, propuso hace poco incluir el yuan en la canasta de monedas del FMI. Para una inmensa pléyade de peritos, este supone un paso lógico y necesario. Se trata de otorgarle el sitio que amerita como uno de los Estados que más rápido despuntan y que «en pocas décadas podría desbancar a EE.UU. del liderazgo económico internacional».
Así que, en medio de una crisis general, integral, la cual, según Nadal no representa una simple desviación de un camino que debería conducir a mayor bienestar para todo el orbe, sino otra trayectoria, que lleva a lugares desconocidos y peligrosos, lo cierto es -él mismo lo afirma- que la potencia ha sacado a millones de personas de la pobreza, y su posible renqueo ocurre cuando «la economía mundial se adentra en un período que puede ser largo». Entonces, ¿por qué esa alharaca mediática sobre la desaceleración del cíclope asiático? ¿Verdad que porque alberga a una cuarta parte de la población mundial? ¿Solo por eso? Aquí hay gato entre rejas. Creo humildemente que Occidente no le perdona la muy posible supremacía sobre los Estados Unidos. Y en su fuero interno, hasta envidie esas tasas de despunte de siete, que antepone a las anteriores, de hasta dos dígitos, durante tiempo logradas por el «alumno aventajado». De todos modos, no pequemos de absolutos, que la historia enseña de veredas enmarañadas y espejismos. En fin, China, ¿sí o no? Ojalá que sí.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.