Este documental se emitió en el canal 33 de Catalunya el 17 de enero 2015 (y por orden judicial se censuraron cinco minutos). Tuvo máxima audiencia (700.000 personas) que una vez finalizó en la noche acudieron a la Plaça Sant Jaume (dónde se halla la Generalitat de Catalunya y el Ajuntament de Barcelona) para rendir homenaje a Patricia Heras y protestar por la brutalidad policial y la impunidad que la acompaña.
En junio de 2013, un grupo de 800 personas ocupan un cine abandonado del centro Barcelona para proyectar un documental. Rebautizan el antiguo edificio en honor a una chica que se suicidó dos años antes: Cinema Patricia Heras. ¿Quién era Patricia? ¿Por qué se quitó la vida y qué tiene que ver Barcelona con su muerte? Esto es exactamente lo que se quiere dar a conocer con esta acción ilegal y de gran impacto mediático: que todo el mundo sepa la verdad sobre uno de los peores casos de corrupción policial en Barcelona, la ciudad muerta.
La noche del 4 de febrero de 2006 terminó con una carga policial en el centro de Barcelona. Fue en los alrededores de un antiguo teatro okupado en el que se estaba celebrando una fiesta. Entre los golpes de porra, empezaron a caer objetos desde la azotea de la casa okupada. Según relató por radio el Alcalde de Barcelona pocas horas después, uno de los policías, que iba sin casco, quedó en coma por el impacto de una maceta. Las detenciones que vinieron inmediatamente después del trágico incidente nos relatan la crónica de una venganza. Tres jóvenes detenidos, de origen sudamericano, son gravemente torturados y privados de libertad durante 2 años, a la espera de un juicio en el que poco importaba quién había hecho qué.
Poco importaba que el objeto que hirió al policía hubiera sido tirado desde una azotea mientras que los detenidos estaban a pie de calle. Otros dos detenidos aquella noche -Patricia y Alfredo- ni siquiera estaban presentes en el lugar de los hechos: fueron detenidos en un hospital cercano y hallados sospechosos por su forma de vestir. Poco importaba si había pruebas o evidencias que exculpaban a todos los acusados. En aquel juicio no se estaban juzgando a individuos sino a todo un colectivo. Se trataba de un enemigo genérico construido por la prensa y los políticos de la Barcelona modélica. Barcelona, la ciudad que acababa de estrenar su llamada «ordenanza de civismo», una ley higienista, marco legal perfecto para los planes de gentrifcación de algunos barrios céntricos, destinados al turismo. Los chicos detenidos aquella noche eran cabezas de turco que encajaban perfectamente, por su estética, con la imagen del disidente antisistema: el enemigo interno que la ciudad modélica había ido generando aquellos últimos tiempos.
Años después, dos policías son condenados a inhabilitación y penas de prisión de más de 2 años por haber torturado a un chico negro. La sentencia demuestra que los agentes mienten y manipulan pruebas durante el juicio. Para encubrir las torturas, acusan al joven de ser traficante de drogas, pero el juez descubre un montaje: el negro es en realidad, hijo de un diplomático: el embajador de Trinidad y Tobago en Noruega. Estos agentes resultan ser los mismos que habían torturado a los jóvenes detenidos aquella noche del 4 de febrero de 2006 y algunos de los testigos que declararon en su contra durante el juicio. El mismo modus operandi en ambos casos. La única diferencia: el origen social de las víctimas. La enésima historia de impunidad policial, acompañada por buenas dosis de racismo, clasismo y la vulneración de derechos fundamentales, todo ello amparado por un sistema judicial heredero del régimen franquista y unos políticos obsesionados con el negocio inmobiliario que brinda la Marca Barcelona a costa de sus ciudadanos.