Recomiendo:
0

Entrevista a Gerardo Pisarello, profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona

«Constitucionalizar la prioridad absoluta del pago de intereses y del capital de la deuda pública es una concesión inédita a los acreedores.»

Fuentes: Rebelión

Gerardo Pisarello es profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona, miembro del observatorio DESC y del consejo de redacción de «Sin Permiso» y, de manera destacada, activo participante en la asamblea ‘indignada’ de la Sagrada Familia de Barcelona. ¿Qué artículo o apartados de la constitución pretenden cambiar PSOE y PP? ¿Mediante qué procedimiento? […]

Gerardo Pisarello es profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona, miembro del observatorio DESC y del consejo de redacción de «Sin Permiso» y, de manera destacada, activo participante en la asamblea ‘indignada’ de la Sagrada Familia de Barcelona.

¿Qué artículo o apartados de la constitución pretenden cambiar PSOE y PP? ¿Mediante qué procedimiento? Se habla también de una ley orgánica.

El acuerdo entre PSOE y del PP persigue un doble objetivo: endurecer aún más los ya gravosos límites al déficit y al endeudamiento públicos fijados en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento de la UE, de 1997, y dar garantías reforzadas a los acreedores de deuda española y al Banco Central Europeo. Para hacerlo se ha pactado una especie de reforma en dos tiempos: una de la constitución, que solo afectará al artículo 135, y otra, prevista en la anterior, que se realizará a través de una ley orgánica.

Esta operación de reforma constitucional-legal incluye dos cuestiones relevantes. Por un lado, se da carta legal a una prohibición de déficit muy cercana a cero para los próximos diez años. La cifra no se fija en la constitución, que se limita a prohibir los déficits mayores al 3% del PIB previsto en el Pacto de la UE. Pero se reenvía a una ley orgánica que sólo podrá aprobarse y modificarse a través de mayorías especiales y que deberá establecer las sanciones para los incumplidores. El contenido de esta ley también forma parte del acuerdo: gobierno y PP pretenden que las administraciones públicas alcancen, de aquí a 2020, un déficit del 0,4% del PIB. No se trata exactamente de déficit cero, pero en un contexto económico como el actual, supondrá un bloqueo en toda regla a las salidas social y ecológicamente justas a la crisis.

La otra cuestión, muy grave aunque menos comentada públicamente, es la pretensión de constitucionalizar la «prioridad absoluta» del pago de los intereses y del capital de la deuda pública sobre otras inversiones. Esta previsión es una concesión inédita a los acreedores, una rareza en el derecho comparado y una bomba de relojería en el propio edificio constitucional, ya que obligaría a priorizar el pago de la deuda aunque con ello se sacrificaran otros objetivos constitucionales, como la satisfacción de derechos sociales, el uso racional de los recursos o la garantía de la autonomía financiera de las comunidades autónomas y municipios.

La imposición de límites al déficit y al endeudamiento públicos ¿te parece una finalidad rechazable por la izquierda en cualquier circunstancia?

El déficit y del endeudamiento públicos son instrumentos de política económica que pueden servir a finalidades diversas. En un determinado contexto, su contención puede contribuir a la buena salud de las finanzas y a un fortalecimiento democrático. Por ejemplo si se acompaña de políticas fiscales progresivas, que reduzcan la dependencia del crédito externo, o si se cierra el paso de manera firme al endeudamiento especulativo del sector privado. Pero en un contexto recesivo como el actual, en el que ninguno de los grandes partidos está realmente dispuesto a impulsar estas medidas, lo más probable es que la obsesión por la eliminación, y no por la mera contención, del déficit, acabe por servir a objetivos menos nobles: la privatización de servicios públicos, el recorte de derechos a los más vulnerables o la reducción drástica del autogobierno en diferentes escalas, algo que de hecho ya está ocurriendo.

¿Un objetivo de política económica debe tener carta de naturaleza constitucional? ¿Es exagerado hablar de la constitucionalización de la política económica neoliberal?

Que las constituciones recojan objetivos de política económica no es negativo en sí mismo, y hasta cierto punto puede resultar aconsejable. Por ejemplo, la garantía de derechos sociales suele tener como correlato principios como el de progresividad fiscal, reconocido, de hecho, en el incumplido art. 31 de la constitución española actual. En Bolivia, la constitución vigente prohíbe la privatización del agua. Y en Costa Rica, una reciente reforma constitucional obliga a que el gasto público en educación no sea inferior, en ningún caso, al 8% del PIB anual. Estas previsiones suponen un límite a las mayorías coyunturales. Pero se trata de límites habilitantes, es decir, de límites de política económica que amplían el alcance global del principio democrático, reforzando la autonomía personal y colectiva de la población.

El problema, a mi juicio, es la constitucionalización de límites que devalúan el principio democrático. Esta hiperconstitucionalización consiste en consagrar en textos rígidos, difícilmente reformables, opciones ideológicas de detalle, que acaban asfixiando el debate de política ordinaria y el pluralismo de modelos económicos. Buena parte de las constituciones de posguerra, al consagrar el principio del Estado social y democrático de derecho, aceptaban que los poderes públicos pudieran servirse de diferentes instrumentos económicos para ajustarse a él. El recurso al crédito, al endeudamiento externo, combinado con una cierta presión fiscal sobre los ingresos medios y altos era uno de ellos. No se trataba de prefigurar un modelo económico específico, sino de establecer un marco amplio que los diferentes gobiernos podrían concretar según su orientación ideológica. Estas reglas constitucionales no sirvieron para superar muchas de las desigualdades inherentes al capitalismo. Pero en algunos países del centro y norte de Europa facilitaron un nivel elevado de cohesión social y la extensión de derechos políticos y sociales a amplios sectores de la población.

A partir de la crisis de los años 70, las clases conservadoras consideraron que este modelo constitucional no garantizaba suficientemente sus intereses. Y para purgarlo de lo que consideraban sus «excesos», autores neoliberales como James Buchanan o el propio Hayek diseñaron una fórmula que haría fortuna: restringir severamente los márgenes de actuación de los parlamentos y asambleas legislativas e impedirles, a través de las constituciones, endeudarse, incurrir en déficits o establecer políticas fiscales demasiado incisivas. Este diseño constitucional no se proponía ampliar el alcance del principio democrático. Por el contrario, intentaba explícitamente moderarlo, restringirlo, cerrando el paso a políticas inspiradas, por ejemplo, en las ideas de economistas como Keynes o Kalecki.

No hace falta ser un radical para advertir el parentesco entre la propuesta de reforma constitucional-legal del PSOE-PP y esta línea de hiperconstitucionalismo neoliberal que pretende llevar a las normas de mayor relevancia jurídica -tratados, constituciones, leyes orgánicas- un modelo ideológico tan cerrado que excluye modelos alternativos, desvirtuando de ese modo el alcance del principio democrático. Esto lo han reconocido públicamente personas vinculadas al PSOE como Josep Borrell, Antonio Gutiérrez o Jordi Sevilla, que ha llegado a calificar la propuesta como una rendición al populismo de derechas impulsado por el Tea Party. Y hasta el propio Felipe González ha pretendido defender en El País, con poca fortuna a mi juicio, la existencia de una distancia nítida entre un techo de déficit del 0,4%, «responsable» e hijo del «sentido común», y el objetivo del déficit cero, auténtico «disparate» solo atribuible al «radicalismo ideológico» de los «teóricos fundamentalistas».

Tú mismo has escrito que «la reforma constitucional y legal acordada por los partidos mayoritarios no es una propuesta nueva ni simplemente técnica. Es una propuesta política que ha sido ensayada en distintos países en las últimas décadas, con constatables consecuencias anti-sociales y anti-democráticas». ¿Dónde?, ¿qué ejemplos puedes darnos de esas consecuencias?

En Estados Unidos, el Partido Republicano, con el apoyo de no pocos demócratas, y ahora bajo influencia del Tea Party, ha intentado reiteradamente introducir un techo constitucional al gasto público (lo cual no le ha impedido, al mismo tiempo, defender el crecimiento del gasto militar). En una ocasión, esa posibilidad se frustró por un voto. El principio de equilibrio presupuestario, por su parte, llegó a inscribirse en casi todas las constituciones estatales. Algunas establecieron techos al gasto y otras, como la de California, a la presión fiscal. Economistas como Krugman han argumentado de manera convincente cómo estas cláusulas agravaron aun más los efectos de la crisis en estos estados, impidiéndoles adoptar medidas anti-cíclicas y llevándolos, en algún caso, a la bancarrota.

En Europa, el Pacto de Estabilidad y Crecimiento de 1997 es la expresión por excelencia de esta tendencia. De manera dogmática, el Pacto convirtió la obsesión anti-déficit, anti-deuda y anti-inflación en un rígido corsé que fue constriñendo el ámbito de maniobra de los Estados miembros. La imposibilidad de ajustarse a un marco tan estricto sin afectar gravemente la cohesión interna explica que en países con Estados sociales relativamente robustos, como Dinamarca o Suecia, la entrada al euro fuera rechazada repetidamente en referendos populares, con la oposición de más del 52% de los votos.

Dentro de la zona euro, el Pacto pasó a convertirse en el núcleo de una suerte de Constitución económica tácita, tan rígida que incluso Alemania y Francia acabaron por combinar el incumplimiento selectivo del mismo con privatizaciones y recortes sociales específicos. Los ahora severos defensores de la «regla de oro» superaron de forma reiterada el déficit del 3% del PIB y estuvieron a punto de ser multados, pero su peso en el Consejo les permitió forzar una reforma del Pacto y sortear las sanciones.

Solo la llegada al poder de la temible Merkel y la deserción de un sector importante la socialdemocracia permitieron introducir en la constitución alemana un techo de déficit del 0,35% del PIB para 2016. Sin embargo, esta decisión ha sido duramente criticada por el ala izquierda del SPD, los verdes se han mostrado escépticos y Die Linke ha llegado a hablar de una auténtica «catástrofe» y de una «eutanasia» para los Länder con mayores dificultades económicas.

¿Pero no incluye acaso la reforma española, junto a los objetivos de reducción del déficit, excepciones en situaciones de «catástrofe natural, recesión económica o situaciones de emergencia extraordinaria que escapen al control del Estado y perjudiquen considerablemente la situación financiera o la sostenibilidad económica o social del Estado»?

Sí, y es la previsión de estas excepciones a las que pretenden aferrarse ciertos sectores del PSOE para mostrar el carácter «flexible» de la reforma. Lo que ocurre es que este escenario de insostenibilidad no es una hipótesis de futuro: ya existe, y de manera sangrante, en ámbitos tan sensibles como el de la vivienda, la sanidad, la educación, el empleo o la política energética. Y lo que el gobierno y el PP pactan, en este concreto contexto recesivo, no es flexibilizar el déficit para evitar la catástrofe sino endurecer los límites al mismo, lo que contribuirá a profundizar la descomposición social y ambiental en el conjunto del territorio.

También tú has indicado que estas medidas «no afectarán de la misma manera a todos los países en los que se apliquen». Tendrán, has apuntado, un impacto especial en la periferia de la eurozona. ¿Por qué?

Bueno, en general la deriva monetarista y neoliberal experimentada por el proceso de integración a partir de los 90 ha perjudicado de manera especial a la periferia de la UE. Después de todo, los criterios de convergencia trazados en Maastricht y la política monetaria fueron concebidos en función de las necesidades del modelo capitalista alemán y del Bundesbank. La imposición de esta vía de integración a los países de Europa del Este, fijada en los criterios de Copenhague de 1993, se ha saldado en un desastre social y ambiental en dichos países. Y dentro de la zona euro, en la devastación de las economías periféricas. Para intentar adaptarse a ese marco, Grecia impuso una política fiscal abiertamente regresiva, pero aún así tuvo que falsear sus cuentas públicas. Portugal también se vio forzado a aplicar políticas de austeridad y tuvo que reformar hasta seis veces la avanzada Constitución de 1976, hija de la revolución de los claveles, para acomodarse a los nuevos vientos europeos. España, por su parte, alentó una irresponsable política de sobre-endeudamiento privado que los partidos mayoritarios se empeñan en mantener, a pesar de estar en el núcleo de sus problemas actuales.

El endurecimiento de los criterios establecidos en el Pacto y la constitucionalización de la obsesión anti-déficit y anti-deuda no harán sino agravar las cosas. Para Alemania, la limitación constitucional del déficit es un problema. Pero estamos hablando del segundo exportador del mundo, con un PIB que es casi la suma de España y Italia y un aparato productivo que facilita la obtención de superávit en la balanza comercial. Y estamos hablando además, de un Estado federal con un sistema de financiación y de reequilibrio territorial interno mucho más avanzado que los de los países de la periferia. Al tiempo que son forzados a contener el déficit, Berlín, Bremen, Sarre, Sajonia-Anhalt y Schleswig-Holstein perciben 800 millones de euros anuales que, aunque insuficientes, les ayudan a consolidar las cuentas.

La situación de la periferia es mucho más endeble. En estados como el español, con un elevadísimo endeudamiento privado, una estructura productiva demasiado ligada a la construcción, al turismo y a la agricultura intensiva, una fuerte dependencia energética, un sistema de financiación autonómica y local injusto y opaco, y unas políticas fiscales social y ambientalmente regresivas, un déficit del 0,4% es un objetivo irrealista cuando no suicida. Desde el estallido de la crisis, se ha recordado con razón, Estados Unidos ha aumentado su déficit en más de un 5%. Y si bien esa cifra le ha permitido sortear un escenario como el de 1929, no le ha servido para reactivar y reorientar su sistema productivo ni para crear empleo significativo ¿Qué pasará en el caso español? ¿Cómo harán unos ayuntamientos infra-financiados para aproximarse al 0,4% en los próximos diez años? ¿Acabarán de liquidar los ya exhaustos servicios públicos, generando condiciones ideales para el ascenso de la xenofobia y de la extrema derecha? ¿Optarán por seguir rematando suelo público y dejarlo en manos de especuladores, en la confianza de que otra burbuja es posible?

¿Por qué crees que el PSOE ha apostado por el pacto con el PP y una deriva política tan peligrosa? ¿No están liquidando el programa del candidato Rubalcaba? ¿Son conscientes de ello pero piensan en otro escenario?

En mi opinión, la socialdemocracia europea en general, y la del sur de Europa en particular, están exhibiendo una triste combinación de desorientación, impotencia y descomposición ideológica. Frente a una ofensiva sin dudas feroz de la banca alemana y francesa, de los grandes especuladores internacionales y de sus propias entidades financieras y patronales, han sido incapaces de oponer cualquier tipo de resistencia, entre otras razones porque previamente se encargaron de desmovilizar a las bases sociales y sindicales que la hubieran facilitado.

Atrapada en este callejón, la socialdemocracia periférica ha pretendido, al mismo tiempo, resultar confiable para los poderes de mercado y distanciarse de la derecha, mostrándola como extremista. Dar garantías de gobernabilidad y aparentar mayor sensibilidad social que sus principales contrincantes. Pero no está consiguiendo ni una cosa ni la otra. La gran banca y la patronal no se fían de su actitud errática y sus políticas se parecen tanto a las de la derecha que una parte importante de su electorado, como ha ocurrido ya en Portugal, opta por el original, en lugar de por la copia, o emigra a la abstención.

En el caso del PSOE, da la impresión de que su máxima aspiración es ganar tiempo, no incordiar demasiado a los mercados y evitar un estallido social a la griega o algo peor antes de las elecciones. El objetivo no sería derrotar al PP, sino evitar una sangría excesiva de escaños y poder preparar el regreso de aquí a cuatro u ocho años. De ahí la combinación entre una retórica flexible, amable, a cargo ahora del candidato Rubalcaba, y una práctica cada vez más seguidista de los poderes económicos por parte del gobierno.

«El déficit cero es un disparate, propio de fundamentalistas neoliberales,» afirma la retórica flexible, mientras se pacta sin sonrojo un objetivo de déficit del 0,4% que hace las delicias de Merkel y Sarkozy y apenas se diferencia de su eliminación absoluta. «No os preocupéis, como contrapartida, estudiaremos con calma un aumento de impuestos a los ricos», sostiene la retórica socialmente sensible, al tiempo que la práctica neoliberal, sin demasiado estudio, corre a precarizar el mercado laboral, a atacar las pensiones o a imponer políticas fiscales favorables a las rentas más altas y a los especuladores.

En mi opinión, esta esperanza en poder recrear ad eternum el turnismo entre Cánovas y Sagasta subestima la profundidad y el alcance de la crisis actual, que bien podría barrer del mapa político, sin contemplaciones, a los partidos socialdemócratas que han contribuido a gestionarlas. Sin que ello presuponga, claro está, que de allí vaya a surgir un escenario mejor.

¿Por qué crees que CiU está tomando posiciones críticas ante la «reforma»? Ha hablado, incluso, de ruptura del pacto constituyente.

La derecha nacionalista catalana, como ha demostrado con creces desde su regreso al poder, comparte plenamente la necesidad de contraer el déficit a través de políticas de privatización y de recorte de derechos sociales (lo que sus voceros, cínicamente, prefieren llamar «ahorros»). Al igual que el Partido Popular, no tiene problemas en proclamar a los cuatro vientos que la salida a la crisis pasa por la disminución o la eliminación de presión fiscal sobre las rentas más altas, ya que ello se traducirá en un estímulo a la creación de empleo, al crecimiento, etcétera, etcétera.

Lo que ocurre, sin embargo, es que también es consciente de que la imposición por parte de los grandes partidos estatales de límites demasiado rígidos al déficit o al endeudamiento, pondrá en peligro el pacto fiscal que ha prometido a sus bases electorales y supondrá una restricción notable de su propio margen de maniobra para capear la crisis en Catalunya. De ahí que haya denunciado su exclusión del debate como una ruptura del pacto constituyente y haya exigido, como contrapartida, la eliminación de la contribución catalana a la solidaridad con el resto del Estado.

Esta reacción tiene mucho de histrionismo y de demagogia. Al fin y al cabo, CiU es un partido de orden nada propicio a las rupturas y que comparte en el fondo la ideología de la reforma. Lo cierto es que, de llevarse adelante, ésta supondrá una fuerte desnaturalización de la autonomía política y financiera de las comunidades y los municipios. Ya en su momento, y valiéndose de estos argumentos, la Generalitat presentó un recurso de inconstitucionalidad con esos contra la ley de déficit cero de 2001 del PP. Sin embargo, el Tribunal Constitucional, que está teniendo un papel bastante triste en relación con las medidas anti-crisis, entendió en una sentencia muy reciente que no había problema alguno y que el gobierno central tenía luz verde para adoptar este tipo de políticas.

En cualquier caso, hay que decir que esta desnaturalización de la autonomía proclamada en la constitución reconocida constreñirá principalmente a las fuerzas autonómicas y municipales de izquierdas que pretendan utilizarla en un sentido social y ambientalmente justo. Y comportará, lo que no deja de ser una ironía, un golpe a la tan cacareada unidad de España mucho más efectivo que las demandas federalistas o independentistas que tantas úlceras genera al españolismo más rancio.

¿Qué opinas, por fin, del procedimiento utilizado para la reforma? ¿Te parece adecuado, no digo ya política sino jurídicamente, teniendo en cuenta el contenido del artículo constitucional que se quiere alterar?

En materia de reforma, la constitución española se inspira, para decirlo de algún modo, en la siguiente lógica: para las revisiones de cuestiones que considera muy relevantes -los derechos fundamentales, el principio del Estado social, la Corona- se prevé un procedimiento agravado, que incluye mayorías elevadas, un largo debate, disolución de las cortes y un referéndum obligatorio al final del proceso. Las cuestiones consideradas menos relevantes, en cambio, requieren mayorías menos cualificadas y no exigen referéndum, a menos que así lo solicite una décima parte de los miembros de cualquiera de las Cámaras.

El Título VII sobre economía y hacienda, que es donde se inserta el artículo 135, no formaría parte de esas cuestiones consideradas «relevantes». Esto justificaría el recurso al procedimiento ordinario previsto en el artículo 167, una vía que solo exige una mayoría de 3/5 en el Congreso y el Senado y permite prescindir del referéndum. Algunos juristas críticos, sin embargo, como Rafael Escudero, han sugerido que en la medida en que la propuesta afecta de manera inequívoca a principios que sí se consideran relevantes como los del Estado social o el principio democrático, debería considerarse no ya una reforma parcial de la constitución, sino una reforma total, aunque muchos de sus preceptos no resulten modificados. Esta interpretación, seguramente, no sería bien acogida por el mainstream del pensamiento constitucional. Pero no es descabellada, sobre todo si se tiene en cuenta el alcance para nada menor de esta reforma y su capacidad de neutralizar y desvirtuar los principios básicos que definen la esencia el modelo constitucional: desde el ya mencionado del Estado social y democrático (art. 1.1) hasta el de autonomía política y financiera de las comunidades autónomas y municipios (arts. 2, 140, 142 y 156).

«Juventud sin futuro» ha escrito en un comunicado: «La reforma constitucional pactada por la partitocracia es antidemocrática porque no sólo no ha sido votada sino que se encuentra, desde el primer momento, contestada por miles de ciudadanos que llevan meses en las calles luchando contra los recortes sociales impuestos por los mercados». ¿También es antidemocrática en tu opinión?

Desde luego, más allá de la legitimidad electoral que puedan ostentar el PSOE y el PP, resulta evidente que el acuerdo no se ha caracterizado por su apertura deliberativa, a pesar de su evidente incidencia sobre el interés general y los derechos ciudadanos. Ha sido una propuesta más bien furtiva, impulsada en período estival, con la intención de evitar el debate ciudadano sobre sus motivos y de reducir al propio parlamento a una simple caja de resonancia de decisiones previamente tomadas fuera de él, como ha denunciado la asociación Jueces para la Democracia.

En teoría, esta actitud de deslealtad constitucional, como la ha calificado certeramente mi amigo el laboralista Antonio Baylos, se podría haber corregido, más allá del procedimiento concreto de reforma escogida, con el impulso de un referéndum por parte de los partidarios del cambio. Sin embargo, más allá de la retórica flexible de personajes como Blanco -«queríamos convocar un referéndum, pero no hubo tiempo»-, su sorteo a toda costa se ha revelado como una pieza clave de la operación en su conjunto.

Para justificar esta negativa se ha recurrido a argumentos diversos, a veces contradictorios entre sí: que se trata de una medida simplemente técnica, que no merece una discusión amplia, que se trata de una medida demasiado compleja, que levantaría las pasiones populistas, etcétera. En mi opinión, estos argumentos son muy endebles, y sólo inducen a considerar lo aprobado en el Congreso como la verificación de un acuerdo previo adoptado, no sólo con la oposición, sino con otros agentes externos, comenzando por el Banco Central Europeo y la canciller Merkel, calificados voceros de los grandes tenedores de deuda española.

Nada de esto puede considerarse, desde luego, una prueba de salud democrática. Como bien han visto algunos juristas como Ruben Martínez Dalmau, en la tradición del constitucionalismo democrático que inaugura la revolución francesa, una constitución que se considera a sí misma como fruto del poder constituyente popular sólo debería ser reformada en aspectos relevantes por ese mismo poder constituyente. Que esto no ocurra en un caso tan decisivo como la constitucionalización de límites al gasto público es una evidencia más de los profundos déficits democráticos que el régimen político español arrastra desde la transición y que la crisis no ha hecho sino agravar.

En todo caso, también hay que decir que no estamos ante un fenómeno exclusivamente hispano. Tras el «no» francés y holandés al tratado constitucional europeo, tras el «no» islandés al pago de la deuda contraída por los grandes bancos, o tras el «no» italiano a la privatización del agua, a la energía nuclear o a la impunidad de los representantes políticos, el referéndum se ha convertido en la bestia negra de unas clases dirigentes que no están dispuestas a arriesgar públicamente sus medidas más claramente anti-sociales, anti-ambientales o anti-democráticas

Moody’s, si no ando errado, se ha apuntado rápidamente elogiando la propuesta de reforma. ¿Por qué? ¿Este es también el ámbito de una agencia de rating?

Moody’s, en efecto, ha sido una de las primeras en aplaudir la reforma no sin ocultar sus preferencias. La ha calificado como una «señal positiva», pero ha dejado claro que hubiera sido mejor que el límite del 0,4% y los mecanismos concretos de sanción en caso de desviación se recogieran en la propia constitución y no en una ley orgánica. Estas declaraciones reflejan bien cuál es el papel real de las agencias en esta coyuntura: defender los intereses especulativos a corto plazo de los grandes acreedores e inversores. En todo caso, no deja de sorprender que estas entidades, que operan en régimen de oligopolio y que están autorizadas para emitir dictámenes técnicos lo más razonados y objetivos posibles, se permitan con tanta soltura este tipo de afirmaciones banderizas, que hasta un periodista financiero dudaría en pronunciar.

Por cierto, Jaume Asens y tú mismo estabais en el tema de la querella contra las agencias de rating. ¿Cuál es en estos momentos la situación de todo este proceso que no debe ser nada fácil?

La persecución penal de las agencias, en efecto, como la de los delitos económicos de cuello blanco en general, es una cuestión complicada. Precisamente porque se trata de empresas poderosas, sus maniobras delictivas son opacas, no dejan pruebas fácilmente detectables y cuentan con la complicidad de otros agentes privados y, a menudo, de los propios órganos públicos.

La querella presentada ante la Audiencia Nacional intenta mostrar que Moody’s, Standard & Poors y Ficht exageran sus dictámenes negativos con el propósito de beneficiar los intereses especulativos de unos inversores que, en muchos casos, pertenecen al mismo grupo accionarial que las agencias. Desde el punto de vista probatorio, claro está, esto no es sencillo. De hecho, uno de los principales obstáculos con los que se ha encontrado la querella ha sido la indolencia de Fiscalía, que ha considerado que no existen indicios delictivos aun antes de investigar, algo indispensable tratándose de delitos económicos especialmente complejos.

En todo caso, y más allá de su resultado concreto, creo que la propia querella ya ha cumplido una función pedagógica importante. Su interposición ha servido para deslegitimar política y jurídicamente la actuación de las agencias y para mostrar a la opinión pública sus estrechos vínculos con bancos y grupos empresariales concretos. También ha servido para denunciar la defección de los supuestos órganos de control de sus actuaciones, como la Comisión Nacional de Valores o el Banco de España. Y ha permitido, sobre todo, alentar iniciativas jurídicas similares, todavía abiertas, en Portugal, Italia y Estados Unidos. A pesar, en suma, del enorme poder que aún conservan estas empresas, su acusación penal no debería verse como un gesto baldío. Es un modesto pero a mi juicio importante paso en la lucha contra la impunidad de lo que Lourdes Benería y Carmen Saraúsa, en un estupendo artículo, calificaban como crímenes económicos contra la humanidad.

Volviendo a la propuesta de reforma constitucional; desde el punto de vista conservador ¿no hay un peligro en la jugada iniciada? Si reforman ahora la Constitución, ¿por qué no pensar en otras reformas? Y, si éstas no fueran posibles por la posición mayoritaria del Partido del Estado borbónico PPSOE, ¿por qué no traer al programa de la hora el cambio de Constitución?

Es evidente. Durante treinta y tres años, hemos sentido al PSOE y al PP referirse a la Constitución como un texto sagrado, casi intocable, como el garante de los supuestos grandes logros de la transición. Ahora, al reformarla con alevosía, en los estertores de un gobierno que admite haber tomado la iniciativa para «calmar a los mercados», la han despojado brutalmente, y de manera irreversible, de su aura de intangibilidad. Sobre todo de cara a una generación precarizada que no votó la constitución y que está siendo víctima privilegiada de sus límites e incumplimientos.

¿Esto abre un escenario propicio para proponer otras reformas social, ecológica y democráticamente avanzadas? Ciertamente, sí. En Portugal, la derecha intentó a comienzos de año impulsar una nueva reforma de la garantista constitución de 1976 para facilitar los despidos y la mercantilización de la sanidad y la educación. Esta propuesta, por ahora fallida, brindó la oportunidad a comunistas, verdes, al Bloco de Esquerda y a numerosos movimientos sociales, no sólo de deslegitimar estas propuestas, sino de impulsar otras alternativas: el perfeccionamiento de los mecanismos de participación directa, la ampliación del voto a los migrantes y a los jóvenes a partir de los 16 años, el fortalecimiento del carácter público del sistema financiero, la consagración del derecho al agua y de los derechos reproductivos de las mujeres, la introducción de deberes en materia de rehabilitación urbana y de generación de vivienda social, el reconocimiento del principio de precaución ambiental. Estas alternativas, y otras como la tutela de los bienes comunes en Internet, la prohibición del sobreendeudamiento privado, el reconocimiento de la renta básica, de la educación gratuita de 0 a 3 años o la erradicación de la energía nuclear en beneficio de energías sostenibles, como la solar, también han estado presentes en las ricas discusiones del 15-M. No digo que exista un acuerdo absoluto en torno a estas propuestas. Pero muchas de ellas, sin duda, entroncan con la mejor tradición de los movimientos sociales, ecologistas, feministas y sindicales de la península.

El problema, en todo caso, viene dado, como bien apuntas en tu pregunta, por el actual blindaje de la constitución, que otorga al PP y al PSOE un poder de veto frente a cualquier propuesta que desborde sus intereses partidistas o que ponga en entredicho su versión del «consenso de la transición». Esto es innegable. Pero también lo es que dicho poder de veto está perdiendo legitimidad a ritmos acelerados. En ese contexto, lo más probable es que la obcecación en llevar adelante la actual reforma constitucional-legal y la negativa a discutirla, al menos, en referéndum, se traduzca en una agudización de la impugnación que movimientos como el del 15-M han lanzado al actual régimen político y económico. Dudo que de esta impugnación salgan, si las cosas siguen por este camino, simples propuestas de reforma de la constitución. Más bien, quienes se cargarán de razones serán aquellas y aquéllos que, como en Islandia, exigen procesos constituyentes que supongan una auténtica regeneración política y económica. De producirse, dichos procesos adoptarán formas originales que no podemos entrever del todo. Lo que es casi seguro es que su obsesión no será «calmar a los mercados», sino someterlos a lógicas realmente democráticas que prioricen los derechos de todas las personas sobre los beneficios de unos pocos.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.