Desde hace décadas se pronostica sobre la fragilidad imperial de Estados Unidos y su creciente debilidad para imponer sus intereses estratégicos. La derrota electoral de Donald Trump y el declive institucional que evidenció el fin de su mandato exhibió el agotamiento de una autoridad basada en los principios republicanos.
Los cuatro pilares sobre los que se montó la hegemonía de Estados Unidos y su liderazgo, durante el último medio siglo, remiten a cuatro factores nodales:
- La supremacía estratégico-militar;
- La preponderancia económica;
- La influencia de las doctrinas neoliberales-financiarista;
- La legitimidad brindada por la dimensión institucional.
La supremacía bélica se expresó en el despliegue de bases en los cinco continentes, las invasiones militares recurrentes y el injerencismo político articulado con elites locales y fuerzas militares funcionales a los intereses de las trasnacionales y las corporaciones extractivistas de materias primas. Si bien ese militarismo expansivo aún se presenta como amenaza, sobre todo en relación con América Latina, las formas de obtener ventajas estratégicas han mutado hacia modelos de guerras híbridas en los que la vieja aparatología armamentística aparece como vetusta e inútil.
Los ciberataques, las campañas de desinformación y confusión, las operaciones encubiertas, el espionaje y las persecuciones mediático-judiciales son las nuevas áreas en las que se desarrollan los conflictos militares de alta intensidad.
En esta nueva realidad, Washington carece de una superioridad categórica, situación que modifica las asimetrías acumuladas desde la Primera Guerra Mundial. En la actualidad existen saberes, dispositivos, herramientas y habilidades más accesibles y diversificados que permiten equilibrar ciertas competencias estratégicas. Esta extensión de los territorios en los que se procesan las disputas habilita el desafío de antiguas supremacías y multiplica las áreas donde se llevan a cabo las disputas. Los campos de batalla cambiaron. Y los combatientes poseen características diferentes. Muchos no llevan uniformes.
Y pueden fungir de periodistas. Según John Scarlett, el ex jefe del Servicio Secreto de Inteligencia de Gran Bretaña (MI6), los actuales adversarios de Estados Unidos cuentan con mayores capacidades relativas para cuestionar o impugnar al Departamento de Estado, dado que su histórica superioridad militar es cada vez menos efectiva para imponer políticas o liderazgos. Según Scarlett, el futuro cercano exhibirá claras muestras de esta creciente autonomización soberana de países que otrora se encontraban adscriptos a la lógica de Washington, situación que replanteará en breve el tablero internacional.
A nivel económico, China está en camino de convertirse en la economía más grande del mundo, superando a Estados Unidos. Según un informe reciente del Centro de Investigación Económica y Empresarial de Londres, eso sucederá en siete años, en 2028, reduciendo las estimaciones anteriores que preveían dicho liderazgo para un lustro posterior. Pese a ser el primer país que fue castigado por el Covid-19, Beijing fue la única economía que creció durante la pandemia.
Durante el último trimestre de 2020, superó a Washington como mayor socio comercial de la Unión Europea. En ese mismo período, anunció la conformación de la Asociación Económica Integral Regional (RCEP), el convenio de libre comercio de mayor envergadura del mundo, del que participan 15 naciones del Asia Pacífico. Ese acuerdo contiene al 30% de la economía global y su impacto rediseña el comercio mundial con unos parámetros geopolíticos de los que Washington ha sido excluido.
El centro de la competencia económica se juega en el campo de la ciencia, la tecnología y la innovación productiva. La actual superioridad de China se relaciona con la ventaja en la tecnología 5G, vinculada a la denominada internet de las cosas. La ventaja de China se concentra en la posibilidad de usufructuar la minería de datos y la inteligencia artificial, núcleo de las innovaciones tecnológicas futuras.
Como sugirió Joseph Schumpeter a inicios del siglo XX, el máximo potencial de desarrollo productivo posible proviene de la articulación entre ciencia, tecnología e innovación. Suscripto a ese paradigma, Beijing proyectó la iniciativa Made in China 2025, consistente en la expansión de su estructura productiva desacoplada de los Estados Unidos. Dicho programa se orienta a lograr una autonomía industrial de cara a la revolución industrial en ciernes, basada en los semiconductores, la robótica y las telecomunicaciones.
Estados o mercado
La tercera faceta en la que se observa la declinación es la simbólico-discursiva, desde la que se trazó un modelo de legitimación acorde a los intereses de las corporaciones. El Consenso de Washington difundió el globalismo como una panacea de bienestar cuyo fracaso es elocuente. Desde su instauración en la última década del siglo pasado, se han ahondado las desigualdades entre países y al interior de estos.
Las imposiciones neoliberales que contenía esa doctrina cuestionaban el proteccionismo, aplaudían la financiarización desregulada, promovían la flexibilidad de los mercados de trabajo y aconsejaban la reducción de impuestos para los más pudientes.
Durante la última semana Joe Biden anunció la firma de una orden ejecutiva (decreto) para resguardar al sector industrial y a sus trabajadores, garantizando las compras federales a proveedores locales, siempre y cuando los bienes sean íntegramente fabricados en Estados Unidos, descartando aquellos que tengan componentes importados. El presupuesto anualizado de esta medida alcanza los 600.000 millones de dólares, un monto muy superior al PBI de la Argentina. Entre las promesas de campaña figura además el aumento de impuestos a las grandes fortunas y el apoyo estatal a la agremiación de los trabajadores.
Los think tanks demócratas ligados a Biden revelan con claridad que el globalismo y la desterritorialización fabril –que acompañaron el relato neoliberal– provocaron el inicial ímpetu chino motivado por la búsqueda de fuerza de trabajo más económica, funcional a una sobreexplotación más rentable. Las políticas neoliberales redujeron el mercado laboral de los Estados Unidos, incrementaron la desocupación y promovieron el resentimiento de los colectivos blancos relegados (denominados white trash), que hallaron en Donald Trump su pretendido (y falaz) vengador político.
La cólera supremacista es el resultado del desmantelamiento del Estado de bienestar, el incremento de la vulnerabilidad de lxs trabajadorxs y el aumento de la participación, en el mercado laboral, de minorías. Estos migrantes del último medio siglo –básicamente latinoamericanos y caribeños– obtuvieron empleos de alta precariedad y se ofrecieron a trabajar por salarios que los blancos consideran miserables.
La última faceta remite a la cuarta caída del señor Washington. Es la que cobra mayor relevancia por ser la más reciente en términos de su reconocimiento público. Lo que sucedió el 6 de enero fue la escenificación de una debacle institucional que las derechas internacionales utilizaron como mascarón de proa durante más de un siglo, para disciplinar al resto del mundo, sobre todo a los países de América Latina.
Con las imágenes de los trumpistas escalando los muros del Capitolio concluyó la gestualidad bicentenaria de una pretensión política omnímoda utilizada para evaluar jerárquicamente al resto del mundo, de arrogarse el derecho a desarrollar políticas injerencistas e incluso invadir militarmente a Estados soberanos disfuncionales con sus intereses económicos.
El trumpismo no fue una creación reciente. Es solo un nombre nuevo para una degradación que lleva más de un siglo de sedimentación. Dicha nominación expresa una realidad violenta y larvada que anida en la historia estadounidense. Trump la exhibió como una forma de identidad, similar a aquella que desfila en incursiones bélicas por los cinco continentes, en formato de ocupación, invasión o bombardeo con drones teledirigidos.
El magnate neoyorkino no inventó el supremacismo que anida en la historia de un país que posee la mayor población carcelaria afrodescendiente a nivel global. Simplemente le brindó legitimidad a ese desprecio naturalizado, coherente con un militarismo ancestral, inscripto en el ADN de su independencia. Las dirigencias demócratas desvalorizaron las consecuencias domésticas de ese racismo estructural, pero no dudaron en utilizar a sus víctimas como mano de obra militar en las variadas aventuras bélicas a lo largo y ancho del globo terráqueo.
El gendarme pálido
Las cuatro caídas, articuladas con la multipolaridad creciente, suponen al decir de Hannah Arendt una nueva trama de realidad geopolítica. Biden deberá administrar la grieta política interna en un país cuyos ciudadanos cuentan con 300 millones de armas en sus casas y en el que más de 250 grupos supremacistas militarizados desconocen el resultado de las elecciones. El trumpismo obtuvo 74 millones de votos –siete menos que los demócratas–, los republicanos controlan la mitad del senado, gobiernan 27 de los 50 Estados y la Corte Suprema tiene un perfil marcadamente conservador.
Además el 70 % de los votantes de Trump insiste, luego de meses del escrutinio, en que los demócratas ganaron con fraude. Este contexto preanuncia una prioridad doméstica de Biden, quien se encontrará ensimismado en la recuperación del liderazgo interno. La suma de estos elementos habilita una sinergia multilateral capaz de generar un nuevo equilibrio global basado en las soberanías más que en los mercados.
La reputación de Estados Unidos se ha debilitado. Perdió influencia y credibilidad en la arena internacional. Luego de acumular fracasos en sus últimas aventuras militares ha deteriorado su sociedad histórica con la Unión Europea, al impulsar su desmembramiento con el Brexit. Las negociaciones entre Merkel y Putin por los gasoductos y la vacuna Sputnik, sumadas al reciente Acuerdo Integral de Inversiones (CAI) entre Beijing y Bruselas –cuyas primeras conversaciones se remontan a 2013– reposicionan la lógica soberana de los Estados y a los bloques regionales. Esto supone una mala noticia tanto para el neoliberalismo como para para el unilateralismo. E implica una ventana de oportunidad para la América ubicada al sur del Río Bravo.
La caída de la máscara institucionalista de Washington daña su pretendido liderazgo global, al tiempo que habilita nuevas articulaciones independientes de sus mandatos e injerencia. La consecuencia de este nuevo esquema exige aceptar –como afirmó Xi Jinping en su alocución en la conferencia de Davos– que “no todos los países poseen el mismo sistema social”, motivo por el cual debe aceptarse una “coexistencia pacífica entre diferentes modelos institucionales”.
América Latina y el Caribe han vivido 200 años bajo la égida de tres imperios: el español, el británico y el estadounidense. Los liderazgos multipolares, la revalorización de las políticas soberanas y la debacle paulatina de Washington quizás habiliten la adeudada –e imprescindible— segunda y definitiva independencia.
*Sociólogo, doctor en Ciencias Económicas, analista senior del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la). Publicado en elcohetealaluna.com