En las guerras, en casi todas las guerras, la moral y las preocupaciones deontológicas que se suelen enseñar en las academias militares a los futuros guerreros suelen terminar siendo dadas de lado si el conflicto bélico se prolonga más de lo deseable, y acaban siendo reemplazadas por la más imperiosa necesidad de poner fin favorable […]
En las guerras, en casi todas las guerras, la moral y las preocupaciones deontológicas que se suelen enseñar en las academias militares a los futuros guerreros suelen terminar siendo dadas de lado si el conflicto bélico se prolonga más de lo deseable, y acaban siendo reemplazadas por la más imperiosa necesidad de poner fin favorable al conflicto con el menor desgaste propio posible. Así ocurrió, por ejemplo, con la aniquilación nuclear de Hiroshima y Nagasaki; o el abrasamiento de Dresde bajo el fósforo incendiario lanzado por la aviación anglo-americana; o, más cerca de los españoles, con el brutal experimento de la aviación nazi al servicio de Franco, arrasando Gernika sin contemplaciones para que Goering pudiera comprobar la eficacia de su nueva Lutfwaffe.
Dando esto por sentado, pues las experiencias históricas que lo prueban son numerosas e irrefutables, no hay que mostrar mucha malicia para interpretar algo de lo que hoy está ocurriendo en Afganistán. Uno de los documentos secretos filtrados por WikiLeaks en noviembre de 2010 se refiere al informe presentado en Bruselas en noviembre de 2008 por un alto responsable de los servicios de inteligencia de EE.UU. a los representantes permanentes (embajadores) de los países de la OTAN. El asunto de la reunión se expresó así: «Los aliados encuentran sombrío (gloomy) el informe sobre Afganistán del Oficial Nacional de Inteligencia, aunque se centran en las recomendaciones para mejorar la situación».
El último párrafo del largo informe difundido por WikiLeaks dice lo siguiente (traducción de A.P.): «La comunidad internacional debería aplicar una intensa y persistente presión contra los talibanes en 2009, para hacerles mostrar sus tendencias más violentas e ideológicamente radicales. Esto les enajenará del pueblo y nos dará la oportunidad de aislar a los talibanes de la población.» Dicho de otro modo: forzar a los talibanes para que muestren su más violenta brutalidad; no se trata de derrotarlos ni aniquilarlos (dado que el transcurso de las operaciones ha mostrado que esto es tarea difícil, cuando no imposible), sino de excitar al máximo su salvaje violencia para hacerles concitar el odio del pueblo mediante el sufrimiento que sus acciones provocan.
Esta sugerencia se opone radicalmente a la estrategia oficial seguida en Afganistán por las fuerzas aliadas de ocupación, cuya idea básica es proteger a la población de la violencia terrorista y así ganar su apoyo. Lamentablemente, el paso del tiempo muestra que la estrategia del «cuanto peor, mejor» que apunta el citado informe parece estar en pleno apogeo. Prueba reciente de ello ha sido el salvaje atentado terrorista perpetrado contra los fieles chiíes en Kabul el pasado 6 de diciembre, quizá el más brutal acto de guerra sucia que ha sufrido Afganistán.
Un terrorista suicida se infiltró entre los peregrinos que celebraban la Ashura, un día sagrado del calendario del islam chiita, en una compacta masa de hombres, mujeres y niños. La explosión provocó más de medio centenar de muertos y un elevado número de heridos. Entre las víctimas no se encontraban posibles «objetivos» de la violencia talibana (es decir, soldados o policías) y aunque un portavoz talibán negó su participación en la masacre, el atentado sirvió también para mostrar el creciente descontrol del terrorismo, capaz de infligir tan terrible sufrimiento a la población civil.
Algunos analistas que contemplan muy de cerca la evolución de la situación consideran que en febrero pasado se produjo un punto de inflexión con el sanguinario asalto a un banco en Jalalabad, donde los atracadores no buscaron botín alguno sino que se aplicaron a asesinar fríamente a varias decenas de clientes y empleados de la sucursal. Los detalles posteriormente difundidos sobre este asalto mostraron un brutal sadismo que contradice las instrucciones vigentes entre los talibanes de no dañar a la población. Desde entonces, muchos ataques de los talibanes han mostrado una violencia sin precedentes, hasta culminar en el citado atentado del día de Ashura.
Aunque la eliminación de cuadros de mando talibanes prosigue con éxito, según informes de la OTAN, la presión violenta que recomendaba el documento filtrado está transformando el modo de actuar de los terroristas hacia métodos más brutales, hasta el punto de que en su seno se refuerza el peso de las tendencias más extremistas en detrimento de los que podrían colaborar con el Gobierno afgano para avanzar hacia el final definitivo del conflicto.
Un responsable de la OTAN en Kabul respondió así a la acusación de que la estrategia adoptada iba en detrimento de la seguridad de la población: «No pretendemos hacer peores a los talibanes, pero si esto nos ayuda en algo, no nos vamos a quejar». La necesidad de concluir la guerra, aunque vaya en claro prejuicio de la población a la que nominalmente se trata de proteger, añade el conflicto afgano a la ominosa lista de situaciones bélicas regidas por el aforismo que abre este comentario: «cuanto peor, mejor».