Pongamos que esto nunca sucedió, que es una invención, que los personajes que aparecen en este relato nunca existieron y que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Digamos que es un cuento. Imaginemos un lugar recóndito de los Estados Unidos de América donde las temperaturas aquellos días previos a la Navidad oscilaban entre […]
Pongamos que esto nunca sucedió, que es una invención, que los personajes que aparecen en este relato nunca existieron y que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Digamos que es un cuento. Imaginemos un lugar recóndito de los Estados Unidos de América donde las temperaturas aquellos días previos a la Navidad oscilaban entre los 17 grados bajo cero y los menos 23, que con viento se sentían como menos 55. Raro era el espacio que no estaba cubierto por varios pies de nieve, la brisa más tímida se sentía en la cara como navajazos y la narices eran un fluir constante de mocos transparentes que se congelaban sobre el bigote como estalactitas. Podría ser en Dakota del Norte aquella vez que por poco se acaba el mundo.
El Sr. I trataba de regresar a Boston con sus hijos, S y E, después de haber cubierto como periodista unas protestas de tribus indígenas contra un oleoducto. Los nativos de la nación sioux habían conseguido que otros pueblos indígenas del continente y el resto del planeta acudieran a su llamada para combatir pacíficamente a la serpierte negra de la profecía de Caballo Loco. Los pueblos originarios habían conseguido detener el avance de la culebra tóxica que ponían en peligro el agua de la región y, por extensión, la vida en la Tierra.
El Sr. I había tenido experiencias extraordinarias en los campamentos de Standing Rock, donde había visto cómo personas de todas las razas, edades y procedencias hacían frente con humildad, solidaridad y plegarias a las adversidades de las temperaturas extremas en la pradera helada y a las agresiones de las compañías del petróleo, que estaban a punto de destrozar el planeta definitivamente.
El Sr. I se había enamorado de esa nueva sociedad naciente que recuperaba los valores ancentrales de los seres humanos que sabían vivir en armonía con la naturaleza. El Sr. I se había enamorado muchas veces aquellos días de frío y ayuda mutua, de sacrificio y esperanza.
Pero ahora el Sr. I trataba de llegar a Massachusetts antes de Navidad y solo encontraba obstáculos en su camino. El Sr. N y la Sra. L lo habían ayudado a llegar desde el casino Los Caballeros de la Pradera, de la reserva sioux, hasta el aeropuerto de Bismarck, y la Sra. A lo llevó del aeropuerto a la estación de autobuses, donde comprobó que se habían cancelado los viajes a Fargo, desde dónde salía su vuelo hacia Boston, pasando por Chicago, hasta nuevo aviso.
La Sra. A, antes de continuar su marcha camino de Texas y después de compartir historias e inquietudes, llevó al Sr. I hasta un motel barato.
Al Sr. I le quedaban 33 dólares en el bolsillo y su tarjeta de débito, la única que tenía, estaba en números negativos.
En el grupo de Facebook Standing Rock Rideshare, la Sra. H le comunicó al Sr. I que su marido, el Sr. M, viajaría en su propio vehículo ese día de Bismarck a Fargo.
Por mensajes de texto, el Sr. M le comunicó al Sr. I que llegaría al motel en 20 minutos. Dos horas después, el Sr. I seguía esperando en el vestíbulo del motel.
El Sr. I estaba intranquilo con la larga espera y se preocupó todavía más cuando descubrió que el Sr. M no era uno de los solidarios protectores del agua de Standing Rock, sino que parecía un buscavidas que viajaba de un extremo a otro de EEUU con dudosas intenciones.
El Sr. M llegó al motel, donde lo esperaba el Sr. I, en un Chevrolet Impala de 1996 destartalado, blanco pero con varias partes improvisadas de la carrocería marrón.
El Sr. I se preguntó cómo aquel vehículo había podido llegar de un tirón desde Las Vegas y cómo el Sr. M podía estar tan loco de pensar que podía llegar hasta Seatle.
El Sr. M era un joven negro de unos treinta años, 12 años más joven que el Sr. I. Vestía unas botas recien compradas para la nieve, patalón militar de camuflage y una parca con capucha de piel de roedor que le cubría la cara casi por completo. El Sr. I no pudo verle la cara claramente al Sr. M hasta más avanzado el viaje. El Sr. M se movía con nerviosismo huidizo.
El Sr. I era español, había vivido 16 años en Puerto Rico y tenía bastante limitaciones con el inglés. El Sr. M hablaba un inglés de gueto incomprensible para el Sr. I. Se somunicaban casi mejor con las pocas palabras que el Sr. M sabía en español.
El Impala no tenía calefacción y al Sr. I casi se le vuelven a congelar los dedos de los pies en las poco más de tres horas que duró el viaje entre Bismarck y Fargo.
El Sr. M llevaba las llaves del Impala en un manojo de unos 15 llaveros que eran recuerdos de las ciudades que había visitado. El Sr. I pensaba en algunos momentos de pánico que eran souvenirs de sus asesinatos pasados.
El Sr. I era un hombre confiado que había viajado a una docena de países creyendo en que el hombre es bueno por naturaleza y que siendo respetuoso y humilde se puede llegar a todas partes sin grandes problemas. Presumía de que nunca le había pasado nada malo confiando en la gente, en los desconocidos que se encontraba en el camino. Pero ahora en Dakota del Norte, de vuelta a casa por Navidad, se sentía inseguro y desconfiaba del Sr. M. Se enojaba consigo mismo constantemente por imaginar a cada paso historias escabrosas en las que él era la víctima.
Poco antes de llegar a Fargo, el Impala se estaba quedando sin gasolina y pararon en una estación de servicio para repostar. El frontal del carro y los laterales del vehículo estaban amurallados con estalactitas de hielo. El Sr. I no quiso ir a orinar, a pesar de necesitarlo, temiendo que el Sr. M lo dejara allí y se fuera con sus cosas. El Sr. I le dio sus últimos treinta y tres dólares al Sr. M lamentando que era todo el dinero que le quedaba. El Sr. M cogió treinta y le devolvió tres preguntándole si quería que lo invitara a un café y ofreciéndole sus cigarrillos.
El Sr. M parecía un buen tipo. Pero estaban en medio de ninguna parte, y el Sr. I no lo entendía bien, no tenía dinero y estaba ansioso por llegar a su destino. Desconfiaba. Se sentía mal por desconfiar, pero no podía dejar de hacerlo. En Standing Rock había participado en ceremonias indígenas que lo habían reconciliado con el género humano. El primer día de su llegada le habían regalado una pulsera amuleto elaborada por un chamán peruano. Se había sentido protegido durante toda su estancia en la pradera helada, pero ahora flaqueaba.
Perdieron el rumbo en un par de ocasiones antes de llegar a Fargo y en cada ocasión, el Sr. I pensaba que el Sr. M le iba a hacer algo malo. Cuando encontraban el camino correcto, el Sr. I se sentía ridículo por estar desconfiando tanto, pero al poco no podía dejar de desconfiar de nuevo.
El Sr. M compartía sus cigarrillos con el Sr. I. El Sr. I compartía un pedazo de queso y otro de chalchichón con panecillos con el Sr. M. El Sr. I cortaba con una pequeña navaja rebanadas de queso y salchichón que le pasaba al Sr. M con un panecillo mientras este conducía el Impala desvencijado y adornado de estalactitas. El Sr. M se lo comía todo de un bocado. El Sr. I encendía los cigarrillos que fumaban a medias.
Eran desconocidos hermanados por las circunstancias y la carretera. Apenas se cruzaron con otros vehículos durante casi tres horas. A veces la carretera era una pista de hielo. A menudo la sensación era de estar en medio de ninguna parte y lejos de todo. Hacían chistes que no siempre los dos entendían. Pero siempre se reían los dos. El Sr. I se sentía agradecido, pletórico, en algunos momentos. En otros momentos estaba a punto de entrar en pánico pensando que el Sr. M podría ser un asesino en serie. En esos momentos, el Sr. I se torturaba pensando que estaba traicionando sus principios, reafirmados en Standing Rock, al desconfiar tanto de su nuevo hermano, el Sr M.
Llegaron a Fargo por la noche. El avión del Sr. I salía al día siguiente. Una amiga del Sr. I, la Sra. Z, le había reservado y pagado una habitación en un motel de la cadena Super 8. El Sr. M le pidió al Sr. I que le dejara descansar en la habitación durante unas horas, que no había dormido en más de dos días, y que le quedaba todavía mucho viaje hasta Seatle.
Al Sr. I no se le pasó por la cabeza ni un segundo el decirle que no al Sr. M. Negarle cobijo a un necesitado no entraba en su concepción del mundo, independientemente de que fuera cerca del día de Navidad. Pero le preocupaba más de la cuenta, aquella vez, que lo cogieran de pendejo con dramático resultado.
No hay problema, le dijo el Sr. I al Sr. M. Lo único que no sé es cómo lo vamos a hacer con la gente que trabaja en el motel. No estoy acostumbrado a quedarme en hoteles y no sé cómo va esto de que alguien más se quede en la habitación de uno cuando se ha pagado por un solo adulto. No quiero que le cobren de más a mi amiga, que tan generosamente me ha pagado la habitación.
No te preocupes, contestó el Sr. M, yo me he quedado en hoteles de todo el país, yo soy tu invitado que voy a verte un rato, ellos no tienen por qué saber que me voy a quedar a dormir. Además, la gente que trabaja en los Super 8 comprenden y no dicen nada.
Que el Sr. M conociera tan bien a los trabajadores de los hoteles de todo Estados Unidos le preocupaba todavía más al Sr. I. El Sr. I no se consideraba racista y trataba de ejercer su no racismo activamente. Pero el Sr. M a veces le parecía el estereotipo de tipo malo de película y no se atrevía a preguntarle a qué se dedicaba y por qué viajaba tanto. A lo mejor estaba huyendo.
El Sr. I le pidió al Sr. M que por favor no fumara en la habitación y que no hiciera ningún estropicio. Pero el Sr. M no paraba de salir y entrar de la habitación, y al Sr. I le parecia muy raro. Cada vez que el Sr. M salía de la habitación, el Sr. I iba al cuarto de baño a comprobar que todavía estaba el secador de pelo y contaba las toallas. El Sr. I trabajó en un reportaje sobre Standing Rock hasta entrada la noche. Cuando terminó, el Sr. M le enseñó un termo de café. En el interior del termo había media libra de moñas de marihuana.
Claro, pensó el Sr. I, por eso viaja tanto el Sr. M, porque se dedica a traficar con drogas por Estados Unidos. Pero no le quiso preguntar. Sin embargo, el Sr. I y el Sr. M bajaron al aparcamiento y se metieron en el viejo Impala blanco y marrón con barbas de hielo a fumarse un moto de marihuana.
El Sr. M le pidió al Sr. I que le contara qué loquera era esa de Standing Rock. El Sr. I habló durante una hora y le enseñó fotos de cuando 3.000 veteranos de guerra estadounidenses pidieron perdón a la nación lakota por las masacres del general Custer, de cuando hombres blancos recibieron sus plumas de águila y de las ceremonias en las hogueras, hasta que el frío les hizo regresar a la habitación.
– Yo conocí una vez a un indio que cantando era capaz de despejar el cielo de nubes, dijo el Sr. M.
– Te creo, dijo el Sr. I.
El Sr. I durmió de un tirón toda la noche, con su cartera en un calcetín, a pesar de que temía pasarse la noche en vela pendiente de los movimientos del Sr. M.
Al día siguiente, el sol brillaba sobre la nieve y volvieron a fumar marihuana en el Impala. Pero ahora el Impala necesitaba aceite y el Sr. M quería ir al pueblo a buscar un taller a que revisaran el vehículo.
Por favor, déjame en el aeropuerto, me han pasado muchas cosas en este viaje y quiero estar tranquilo ya allí. Necesito ver a mis hijos, se puso dramático el Sr. I.
El Sr. M estuvo de acuerdo en parar en una gasolinera de camino al aeropuerto y echarle allí el aceite al Impala, del que calleron pedazos de la carrocería cuando abrimos el capó.
El Sr. I seguía desconfiando. Cuando el Sr. M entró en la gasolinera a comprar el aceite, el Sr. I no pudo evitar pensar que todo se trataba de atracar a mano armada la estación de servicio. Fueron unos minutos de angustia. El Sr. I se imaginó rehén, tiros, sangre, cómplice, cárcel, corredor de la muerte.
Cuando el Sr M salió de la tienda de la gasolinera sonriente y desarmado, con un bote de aceite en la mano, el Sr. I respiró tranquilo y se llamó gilipollas a sí mismo.
De camino al aeropuerto volvieron a perderse. Estaban, de nuevo, en medio de ninguna parte. Transitaban por un camino de gravilla en medio de la pradera nevada. No se veía ninguna señal de civilización en ninguna dirección. El Sr. M estaba seguro de que el aeropuerto estaba en dirección oeste. El Sr. I defendía con vehemencia que el aeropuerto esta en dirección este.
Discutieron casi a gritos. El Sr. I, de nuevo víctima de un ataque de pánico, pensando que había llegado el momento en el que el Sr. M lo iba a cortar en pedacitos, le pidió que lo dejara allí mismo, que caminaría solo hasta donde quiera que estuviera el maldito aeropuerto de Fargo.
El Sr. M, que no tenía por qué aguantar la desconfianza del Sr. I, que no tenía por qué llevarlo si quiera al aeropuerto, dio muestras de una inagotable paciencia y humildad.
Los dos tenían razón. Siguieron hacia el oeste y encontraron un aeropuerto, pero era municipal, y el Sr. I buscaba el internacional, hacia el este.
Cuando finalmente llegaron al aeropuerto internacional Hector de Fargo, el Sr. I le pidió disculpas por tanta desconfianza al Sr. M.
El Sr. I llevaba una bandera de Puerto Rico que le había dado la Sra. Z con la petición de que la gente de los campamentos de Standing Rock se la firmaran de recuerdo.
– ¿Me dejas firmar tu bandera de Puerto Rico?, le preguntó el Sr. M al Sr. I a la entrada del aeropuerto.
– Claro, hermano, aquí la tienes, firma y escribe lo que quieras. Me siento el tipo más afortunado del mundo porque la vida me ha regalado conocer gente como tú, le dijo el Sr. I al Sr. M.
– Yo también soy un tipo afortunado porque conozco a gente como tú, respondió el Sr. M al Sr. I.
Y los nuevos amigos se fundieron en un abrazo arropados por la badera de Puerto Rico en el interior de un Impala desvencijado a la entrada de un aeropuerto en un lugar perdido del profundo Estados Unidos poco antes de aquella Navidad.
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