Cuando Francis Fukuyama, en su libro de 1992, divulgó la tesis del “fin de la historia”, consiguió una celebridad mundial. La formulación era sencilla, pero demoledora para la izquierda: ante la evidencia de la desaparición de la Unión Soviética, podía afirmar que el comunismo había fracasado y que el capitalismo surgía victorioso como el único sistema que garantizaba la paz, la libertad y la igualdad. Sin embargo, en 2010 Fukuyama reconoció que no había comprendido el significado de la desaparición de la Unión Soviética y del bloque socialista europeo. Fukuyama había creído en el borracho Yeltsin (el rostro del sepulturero y ladrón que se impuso a sangre y fuego, apoyado por Occidente, con el golpe de Estado en el Moscú de 1993) y en la capacidad del liberalismo para satisfacer las necesidades humanas y, además, en 1992 olvidaba la existencia de China, ella sola la quinta parte de la humanidad, aunque sin la fortaleza que tiene hoy: en la última década del siglo XX, su presupuesto militar era aún inferior al de España. Pero muchos como Fukuyama resaltaron la victoria del capitalismo: era definitiva, la historia había terminado.
Un siglo después del libro de Lenin sobre el imperialismo como última etapa del capitalismo, la jerarquía entre las potencias depredadoras es evidente. La historia del imperialismo muestra sus dos objetivos principales: la ocupación de territorios para convertirlos en colonias y el saqueo de recursos ajenos, que dieron lugar a disputas que culminaron en la gran guerra. Tras la Segunda Guerra Mundial, su involuntario retroceso es debido a la lucha anticolonial (que es apoyada por la Unión Soviética) y a la debilidad de algunas metrópolis: Gran Bretaña metaboliza que no dispone ya de la fuerza militar y de los recursos suficientes para retener su vasto imperio colonial, que abarcaba entonces desde la India hasta Birmania, Kenia, Rhodesia y el Sudán, entre otros muchos territorios. En nuestros días, las diecisiete colonias que reconoce la ONU están en manos de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia: son pequeños territorios como las posesiones británicas en el Caribe: Anguila, Bermuda, Islas Caimán, Islas Vírgenes Británicas y Monserrat, que desempeñan casi siempre una función de paraísos fiscales, así como las Malvinas, Gibraltar o Santa Elena; o las de Estados Unidos, que cuenta con las Islas Vírgenes, Guam y Samoa; mientras que Francia retiene Nueva Caledonia y la Polinesia Francesa, en Oceanía. En total, apenas dos millones de habitantes. Sin embargo, el imperialismo no ha desaparecido, ni mucho menos: ha cambiado su configuración y sus procedimientos, hoy más sofisticados, que se concretan en su gigantesca capacidad para imponer ideas e información (en prensa y televisión, cine e internet), en el robo de datos e intercambios entre miles de millones de personas; en la imposición de bases militares a países soberanos (Estados Unidos cuenta con más de setecientas en todos los continentes), en la intimidación militar y diplomática, el recurso al terrorismo de Estado, el apoyo a grupos religiosos (evangélicos como en América Latina, islamistas en Oriente Medio) para que favorezcan sus objetivos, en la creación de grupos terroristas, la organización y apoyo de golpes de Estado (como en Ucrania o Thailandia), el estímulo de protestas en países que escapan a su control (Venezuela, Siria o el Hong Kong chino, son algunos de ellos), en el llamado lawfare o golpe de estado jurídico (como en Brasil), la utilización de ejércitos de bots para colaborar en golpes de Estado y campañas de descrédito y para influir en procesos electorales; en la imposición de regímenes clientes, y en la acción, chantajes y expolio de sus empresas multinacionales, la acción punitiva y castigo a distancia, como con los bombardeos de drones, e incluso la invasión y ocupación militar, a veces prolongada en el tiempo: Estados Unidos invadió Afganistán en 2001 y continúa manteniendo soldados allí, al igual que en Iraq, ocupado por sus tropas en 2003. El derrocamiento de gobiernos molestos, las invasiones y el inicio de guerras de agresión son características del viejo y también del nuevo imperialismo del siglo XXI, que además cuenta con el mayor poder militar de la historia: en 2020, Estados Unidos tiene un presupuesto para sus ejércitos de 738.000 millones de dólares.
La dominación colonial cambió tras la era analizada por Hobsbawm, que termina en la gran guerra, y, después, a causa de la emergencia del nuevo poder norteamericano que desarrolla sistemáticamente la guerra aérea y los bombardeos sobre poblaciones civiles, y de forma más sustancial tras los procesos de liberación nacional en Asia y África en la larga postguerra mundial que se inicia en 1945 cuando los condenados de la tierra de Fanon empiezan a protagonizar la descolonización. La conquista por la fuerza de territorios dejó de ser el objetivo principal del imperialismo norteamericano y europeo, aunque no renunciase a guerras e invasiones, y su acción se centró en apoderarse de recursos, capitales y mercados, y en la imposición de una cultura de raíces estadounidenses basada en el viejo y tramposo american way of life que glorificaba el capitalismo y empezaba a ocultar sus resortes racistas a través de los mecanismos del cine, la televisión, la industria musical, junto con la masiva difusión del inglés, y, a finales del siglo XX, con los nuevos recursos surgidos del mundo digital y de la progresiva universalización de internet.
La crisis del capitalismo y de su acción imperialista empezó a ser evidente desde la derrota norteamericana en Vietnam, pero no era visible, y pudo transformarse. Por eso, el hundimiento del socialismo real europeo (cuya causa es una mezcla de acoso exterior, incapacidad para resolver su propia crisis, retroceso ideológico y renuncias del Moscú de Gorbachov, que abandonó a sus aliados europeos y desmanteló el Pacto de Varsovia), y el posterior colapso soviético (fruto, sobre todo, de la propia reacción interna, del caos gorbachoviano y del impulso y apoyo del gobierno ruso de Yeltsin a la fragmentación de la Unión Soviética) dieron una oportunidad de oro al imperialismo, le permitieron penetrar en todo el Este de Europa, en el Cáucaso y Asia central, forjando el espejismo de su ilusoria victoria final y relanzando su intervencionismo mundial con el programa de los neoconservadores (Bush, Cheney, Rumsfeld, Wolfowitz, Abrams, Perle) que tuvo en Oriente Medio su primer campo de acción: las guerras de Afganistán e Iraq, y, tras ellas, las guerras de Siria y Libia, y el golpe de Estado en Ucrania. La última década del siglo XX (los años de Yeltsin) y los primeros años del siglo XXI, vieron la destrucción de la economía soviética y el paralelo fortalecimiento de la norteamericana, que se propuso dominar el planeta. Incluso la incorporación de China a la OMC, en 2001, se anunció como la culminación de la victoria del capitalismo: las multinacionales norteamericanas iban a apoderarse de la estructura productiva china y del mayor mercado del planeta (hoy, con mil cuatrocientos millones de personas).
No ha sido así. La planificación, bajo Clinton, y la aplicación, con Bush, de un completo programa de dominación planetaria se ha saldado con el fracaso, aunque el poder norteamericano sigue siendo preponderante en el mundo, con un grave inconveniente: Estados Unidos es capaz de iniciar guerras y destruir países, pero no puede imponer su voluntad a todo el planeta, singularmente a China y Rusia. Una de las paradojas de la acción imperialista es que Estados Unidos se ha convertido en el siglo XXI en una potencia más agresiva, iniciando más guerras y conflictos… pese a ver disminuida su fortaleza global y su porción de la producción y la economía mundial. Ni siquiera durante la década funesta de Yeltsin, con una Rusia paralizada y casi destruida, y con una China mucho más débil que la de nuestros días impulsando su desarrollo con suma cautela y escaso protagonismo internacional, fue capaz Estados Unidos de asegurar su dominio global con una pax americana que reflejase su supremacía: las guerras en Yugoslavia, la intervención en Kosovo, las guerras del Congo, la guerra en el Cáucaso checheno y en Tayikistán, fueron instigadas o iniciadas por Estados Unidos (o escaparon a su control, como con la caída de Mobutu o con el genocidio tutsi en Ruanda) para imponer su poder global, pero mostraron también las resistencias a su acción imperial: el poder norteamericano era determinante y hegemónico, pero no tan abrumador como pensaba Washington. Sus limitaciones fueron claras en las guerras de Afganistán, Iraq, Siria y Libia: el imperialismo norteamericano puede arrasar países, pero no puede controlar al mundo. Mataron a Gadafi, pero crearon un caos en Libia, que continua nueve años después. El retroceso en Iraq (cuyo gobierno, tras diecisiete años de ocupación, exige la retirada de tropas estadounidenses) y la derrota en Siria muestran los límites del imperialismo. Y, pese a ello, con Trump, la agresividad imperialista ha llegado tan lejos que amenaza no sólo a sus enemigos y adversarios (desde China y Rusia hasta Cuba, Venezuela, Irán o Corea del Norte) sino también a sus aliados: las disputas con Alemania y Francia han envenenado la relación trasatlántica, hasta el punto de crear serias disputas en la OTAN. Los imperialismos secundarios (Francia, Gran Bretaña y Alemania) aunque tienen sus propios intereses (la intervención francesa en el Sahel africano, por ejemplo, es constante), y aunque desempeñan un papel gregario acompañando al imperialismo dominante norteamericano y aceptando la mayoría de las agresiones exteriores lanzadas por Washington, se distancian en algunas ocasiones, como en la guerra de Iraq en 2003, gracias al empeño francés, o como hace Alemania en la disputa del gasoducto báltico.
Aunque los planes del nuevo imperialismo se han saldado con un fracaso, ese revés no ha impedido la reformulación de algunos objetivos: la guerra en Siria y la inestabilidad en todo Oriente Medio favorece el propósito norteamericano de sabotear el desarrollo económico de la nueva ruta de la seda china, dificultando el tránsito de mercaderías por el ramal que lleva desde las ciudades chinas de Urumqi y Kasgar pasando por Irán para llegar después a Turquía, limitando así la ruta hacia occidente a la vía principal que pasa por Astaná, Moscú y Minsk. Al igual que la persistencia del conflicto en el Donbás ucraniano, que complica la política exterior rusa, mantiene un peligroso foco de crisis en sus fronteras europeas, y facilita el reforzamiento del dispositivo militar norteamericano y de la OTAN en el Este de Europa y en el Mar Negro. Todo ello, además, obstaculiza el desarrollo de las relaciones políticas y económicas entre Europa occidental, Rusia y China, porque Estados Unidos quiere mantener a la Unión Europea como una entidad subordinada a sus propios objetivos, y con un limitado protagonismo internacional, saboteando la mismo tiempo los propósitos de sus enemigos.
El control por el imperialismo norteamericano y sus filiales europeas del sistema financiero internacional y de los canales de crédito y de transferencias monetarias, y la condición del dólar como moneda de intercambio y de reserva, explican su capacidad para imponer sanciones económicas, aplicar extraterritorialmente su legislación, dificultar transacciones bancarias y sabotear la venta de petróleo y otras materias primas, como ha hecho con Venezuela, Irán y otros países. China y Rusia han optado por limitar los intercambios en dólares, y han sido determinantes también para hacer posible la resistencia de Venezuela, Cuba, Siria y Corea del Norte, gracias a las ayudas económicas o militares (como en la guerra siria), al apoyo diplomático y el sostén financiero. Es muy probable que sin el apoyo económico y militar de China y Rusia, Corea del Norte hubiera sido ya atacada por Estados Unidos: la paralización de las negociaciones a seis bandas (las dos Coreas, China, Estados Unidos, Rusia y Japón) para la desnuclearización y pacificación de la península coreana a causa de la negativa norteamericana a firmar un tratado de paz con Pyongyang y garantizar que no atacará al país, y los frecuentes ejercicios militares cerca de sus fronteras y de sus aguas territoriales, ilumina el objetivo de Washington: derribar a su gobierno, y eventualmente, mantener un peligroso foco de crisis en las fronteras chinas.
Además de su apabullante fuerza militar, el imperialismo norteamericano dispone de su capacidad para imponer una determinada visión de los conflictos actuales y de la historia, de su destreza para presentar a mercenarios como libertadores, y de su habilidad para crear alarmas y crisis: por citar ejemplos recientes, del embuste de la “catástrofe humana” y la limpieza étnica y supuesta matanza en Kosovo, donde Alemania llegó a afirmar que Serbia había asesinado a cien mil albaneses y la mentira fue reproducida por la maquinaria propagandística norteamericana, a las “armas de destrucción masiva” de Iraq; de los falsos bombardeos sobre la población civil en Libia para justificar la agresión de la OTAN, a los inexistentes campos de concentración para uigures en el Xinjiang chino. Si la mentira ha sido siempre un recurso utilizado por el imperialismo, en nuestros días la intoxicación informativa se ha convertido en un procedimiento habitual y en una eficaz arma de guerra sucia, amplificada por los nuevos canales de comunicación. Pero esa fortaleza tropieza con graves problemas y evidencias inocultables de la realidad del capitalismo imperialista: hasta en la reciente reunión de Davos se ha abordado la conveniencia de impulsar un “capitalismo responsable”, que supuestamente sería receptivo ante los problemas del cambio climático y la desigualdad, y se preocuparía por los trabajadores, algo que no deja de ser un intento para diseñar un nuevo rostro amable del capitalismo depredador, ocultando la radical ferocidad del sistema: juntos, los dos mil multimillonarios del mundo poseen más riqueza que cinco mil millones de habitantes de la Tierra, y forman un Drácula capitalista que regenta y regula el banco de sangre del planeta, aunque el poder de las grandes corporaciones y multinacionales capitalistas haya cambiado. Como vio Lenin, la producción capitalista se ha concentrado en grandes consorcios y monopolios. Además, los antiguos gerentes y ejecutivos ligados a la propiedad empresarial se han convertido en CEO’s y su única guía es acumular las mayores ganancias con rapidez: no les preocupa sólo la producción en sí, ni los riesgos ecológicos; son capaces de destruir territorios, de inundar el mundo de basura, de encargar a intermediarios la producción de sus empresas aunque impongan condiciones de trabajo esclavistas, de envenenar ríos y de talar bosques, y de especular con la deuda de países ricos y pobres. Junto a ellos, se encuentran los mercaderes de la guerra, los fabricantes de armamento que consiguen contratos astronómicos, y los tiburones de las finanzas especializados en organizar gigantescas estafas, de imponer a los Estados el pago de subvenciones millonarias, y de jugar con los activos económicos y contratos de futuros siempre a costa de la población, poniendo a los gobiernos a su servicio. Todos ellos componen un entramado criminal, y el imperialismo desarrolla su acción en el mundo en función de sus objetivos.
La acción imperialista se debate hoy entre la tentación nacionalista expresada por Trump, partidaria de la reindustrialización de Estados Unidos y de un cierto repliegue militar sin abandonar su presencia planetaria, y el sector que apuesta por la globalización financiera, más ligado a los Clinton y al establishment tradicional, apoyado en los recursos del Pentágono y en la OTAN. Esa contradicción envenena los organismos gubernamentales de Estados Unidos y se expresa, por ejemplo, en los anuncios de Trump de retirada de tropas en Siria, en su proclamado deseo de evacuarlas de Afganistán en 2020, en la retirada parcial de Turquía, en su promesa de replegarse de Iraq (aunque crea que ahora no es el momento adecuado), y en su declaración, en 2018, asegurando que quería retirar las tropas estacionadas en Corea del Sur… seguido semanas después por la inauguración del nuevo Camp Humphreys cerca de Seúl, la base aérea más importante de Asia y una de las mayores del mundo, al tiempo que el Pentágono dificulta y congela la evacuación de soldados y prosigue la inercia del intervencionismo imperialista. Al mismo tiempo, la planificación del Estado Mayor norteamericano no cesa de exhibir su fuerza: entre febrero y mayo de 2020, el US Army desarrollará en Europa los ejercicios militares denominados Defender Europe 20, que suponen el mayor despliegue en el viejo continente de los últimos veinticinco años de tropas norteamericanas con base en Estados Unidos, y que implicarán a siete países europeos (Bélgica, Holanda, Alemania, Polonia, Estonia, Letonia y Lituania) llevando soldados hasta las mismas fronteras rusas. El objetivo del Pentágono apunta a Rusia y China, y su pretensión, revelada por la Bundeswehr, es manifiesta: “proyectar poder a nivel mundial”.
El dispositivo militar norteamericano en el mundo abarca los cinco continentes habitados y es la expresión del más feroz imperialismo que ha conocido la humanidad. Sin embargo, el gobierno de Trump contempla las bases militares en el exterior de una forma distinta a sus antecesores: quiere que no supongan un gasto excesivo e, incluso, que reporten beneficios económicos para Estados Unidos. Así, Trump pretende que los países que acogen bases norteamericanas paguen la totalidad del gasto que ocasionan los militares y el armamento desplegados y, además, una tasa del cincuenta por ciento: es el llamado Programa coste más 50, aunque tanto Japón como Alemania (los países con mayor número de militares estadounidenses acantonados) ya pagan una parte importante del coste de las bases, mientras que entusiastas nuevos aliados, como el gobierno de extrema derecha en Polonia, ofrecen contribuir con cantidades millonarias para que el Pentágono abra una nueva base militar en su territorio. Estados Unidos pretende también que Corea del Sur y España, entre otros países, paguen por las bases estadounidenses operativas: Seúl ya ha sufragado Camp Humphreys, en Pyeongtaek, inaugurada en junio de 2018, una de las mayores bases militares con que cuenta el Pentágono fuera de sus fronteras. Con Trump, la nueva doctrina pretende hacer pasar el despliegue militar estadounidense en el mundo, que históricamente ha tenido un marcado carácter imperialista, por un “privilegio” para los países que albergan bases y son “defendidos” por Estados Unidos. No en vano, el candidato Trump identificaba el vértigo de su país ante su nueva realidad (desindustrialización, decadencia y ruina de sus infraestructuras, y lacra de las drogas) achacando las causas, además de a China, a la supuesta ayuda norteamericana a otros países, cuando, en realidad, la causa de sus dificultades es el despliegue militar y su desmesurado presupuesto en guerras y patrullaje planetario, junto a su gigantesca deuda, pese a que Estados Unidos cuenta con el recurso a la máquina de imprimir dólares. Inclinado a ocurrencias y declaraciones estrafalarias, Trump anunciaba también su obsesión nacionalista, hasta el punto de poner en tela de juicio a la OTAN.
No por ello debe subestimarse el poder del imperialismo norteamericano, que sigue siendo dominante en el mundo, porque pese al errático proceder de Trump, Estados Unidos mantiene un elaborado programa que persigue su rearme nuclear y convencional, que estimula la intervención sistemática para derrotar gobiernos molestos y quiere limitar la influencia de las otras grandes potencias (China y Rusia) para la ampliación de su dominio: esa es la corriente profunda del imperialismo norteamericano, compartida por sus instituciones y sus centros de elaboración estratégica, aunque enfrentamientos internos (como el despido de Tillerson), guerras inacabables, gastos desmesurados, corrupción y cálculos precipitados dificulten a veces su propia acción: un estudio de expertos norteamericanos publicado en 2013 llegaba a la conclusión de que Estados Unidos gastó en la década posterior a la invasión de Afganistán de 2001, un total de cuatro billones de dólares en las guerras (en Afganistán e Iraq, y en las operaciones en Pakistán), y, pese a ello, su posición se ha complicado en Iraq, donde el propio gobierno de Mahdi ha exigido la retirada de las tropas norteamericanas. En 2018, incorporando los costes de la guerra en Siria, Estados Unidos había gastado ya seis billones de dólares en sus intervenciones extranjeras. Esa apuesta por el rearme va acompañada de un objetivo: sabotear el desarrollo de la colaboración económica entre China, Rusia y la Unión Europea, a la que podría incorporarse la India. Ese es el sentido de las sanciones impuestas por el gobierno norteamericano, en diciembre de 2019, a empresas europeas que colaboran en el Nord Stream 2, el gasoducto que atraviesa el Mar Báltico entre Rusia y Alemania. Estados Unidos, por las mismas razones, ha impuesto también sanciones al gasoducto Turk Stream que llevará gas ruso a Turquía y Europa a través del Mar Negro. Para conseguirlo, las amenazas han sido tajantes: senadores norteamericanos comunicaron al presidente de la empresa naviera suiza Allseas, Edward Heerema, que recibirían sanciones “mortales” si continuaban trabajando en el proyecto Nord Stream 2. Diez días después del anuncio hecho por Trump, Allseas, encargada de la instalación de las tuberías por el fondo del mar Báltico, cedió al chantaje y abandonó los trabajos. Moscú asegura que culminará el proyecto, aunque reconoce que se retrasará hasta finales de 2020. La acción imperialista se revela despiadada, pero también compleja, desde una Casa Blanca convertida en una taberna, y con los generales de Arlington y los espías de Langley decidiendo por su cuenta y llegando a sabotear iniciativas presidenciales. No sería la primera vez en la historia de Estados Unidos que se sabotean decisiones de la Casa Blanca: durante el mandato de Nixon, James Schlesinger (que fue director de la CIA y después jefe del Pentágono) ordenó al Estado Mayor, sin tener competencia para ello, que consultasen con Kissinger y con él antes de ejecutar una posible orden de Nixon para utilizar bombas atómicas: el secretario de Defensa temía los delirios del alcohólico y drogadicto presidente.
Viviendo en un mundo agónico, ese es el paisaje que las fuerzas de izquierda del mundo contemplan, a menudo con dificultades para articular un movimiento antiimperialista que tenga también el mantenimiento de la paz entre sus objetivos. La existencia de contradicciones entre el imperialismo dominante y los imperialismos menores (Francia, Gran Bretaña) ofrece un ámbito de trabajo para la izquierda aunque, a diferencia de las décadas de la posguerra mundial, sus componentes se hallan disgregados y sin centros de dirección y propuesta. La debilidad del movimiento por la paz, pese a que en ocasiones ha sido capaz de organizar gigantescas protestas, como en 2003 en vísperas de la agresión a Iraq, está ligada a esa dispersión, agravada porque a la histórica capacidad de los sindicatos y de la izquierda para movilizar a los trabajadores y a la población, se añade hoy la habilidad de los centros de poder del imperialismo para estimular, articular y dar forma a movimientos de protesta dirigidos contra países que no acepten su subordinación, hecho que crea confusión entre la izquierda, como ha ocurrido con la agresión a Siria o en las protestas conservadoras de Hong Kong.
La acción concertada de China y Rusia, opuestas a cualquier enfrentamiento militar con Estados Unidos, y la colaboración (económica, pero con consecuencias estratégicas) con otras potencias menores (India, Venezuela, Brasil, Irán, Sudáfrica) constituye hoy la principal oposición en el planeta a la acción depredadora del imperialismo, aunque al mismo tiempo el retroceso político en India y Brasil, con Modi y Bolsonaro cabalgando la nueva extrema derecha de identidad fascista, disminuye la solidez del bloque antiimperialista y complica los delicados equilibrios internacionales. Ni Pekín ni Moscú quieren nuevas guerras, y mucho menos un conflicto generalizado en el planeta, pero la agresiva inercia del imperialismo estadounidense puede romper fronteras y cavar más tumbas. Es la gran paradoja de nuestros días: en 1991, la victoria temporal del imperialismo escondió su alocada carrera hacia el desorden planetario y su propia agonía, sin que sepamos aún si el mundo podrá escapar del abismo (la destrucción ecológica, y la amenaza de una guerra global) al que le ha conducido el capitalismo.