Al iniciarse la segunda década del siglo XXI la Corona marroquí parece contar con bastantes motivos para sentirse tranquila y satisfecha. Medio siglo después de la independencia continúa controlando el juego político y conservando la iniciativa estratégica dentro del país. No dispone de un poder ilimitado, ni puede obrar a su antojo y ha de […]
Al iniciarse la segunda década del siglo XXI la Corona marroquí parece contar con bastantes motivos para sentirse tranquila y satisfecha. Medio siglo después de la independencia continúa controlando el juego político y conservando la iniciativa estratégica dentro del país. No dispone de un poder ilimitado, ni puede obrar a su antojo y ha de negociar a menudo con las distintas fuerzas políticas y sociales. Pero en estas negociaciones acostumbra a hacer prevalecer sus propios objetivos, cediendo menos de lo que gana, atrayendo al otro hacia su terreno y poniéndolo a su servicio. Estos métodos le permitieron hace ya tiempo domesticar y desarbolar a los nacionalistas y a una gran parte de la izquierda y ahora se apresta a aplicarlos con los islamistas. El suyo es, así, un autoritarismo relativamente blando. Convive con el pluralismo de la sociedad y se beneficia de él, de las divisiones que entraña, erigiéndose en árbitro entre los distintos sectores sociales, entre los más laicos y los más religiosos, los más izquierdistas y los más conservadores, los más arabistas y los más berberistas, procurando siempre preservar ciertos equilibrios entre unos y otros. Todos demandarán tarde o temprano su apoyo y a todos tendrá algo que ofrecer llegado el momento. Las redes clientelistas se abrirán entonces también para ellos y el discurso oficial acogerá generosamente algunas de sus reivindicaciones. El secreto de su poder reside, pues, en las debilidades de los demás, en las rivalidades que les enfrentan y que les empujan a solicitar su ayuda. A veces, tiene que reprimir con contundencia a quienes desafían las reglas que ella misma ha instituido, pero, ante todo, coopta, integra y compra. De ahí que este autoritarismo moderado case tan bien con una cierta democracia, unas ciertas libertades individuales y un cierto Estado de derecho. Después de todo, cuanto mayor sea la diversidad de la sociedad, más jugadores se sumarán a la partida y más se reforzará su papel de árbitro, un papel, empero, ya añejo. Se ejerció durante siglos en el viejo Marruecos de las tribus y las cofradías, pero, paradójicamente, la modernidad lo reforzó aún más. Dotó al Soberano y a su entorno, el célebre Majzen, de nuevos poderes, derivados del dominio sobre un aparato de Estado moderno y de las riquezas obtenidas en todo tipo de negocios dentro y fuera del país. De este modo, la modernización del país ha fortalecido lo que en otro caso hubiera podido descartarse como un mero arcaísmo y le ha permitido adaptarse con notable éxito a unas nuevas circunstancias históricas.
El poder majzeniano es, en suma, un poder polivalente, un poder que se sirve de instrumentos muy variados, lo que incrementa su margen de maniobra. Precisamente, por ello, está en disposición de hacer concesiones sin debilitarse, pues, aunque éstas puedan conmover en un momento dado alguno de los pilares sobre los que se asienta, seguirá contando con otros lo suficientemente sólidos sobre los que apoyarse. Y es más: cada vez que se realiza alguna renuncia, ésta puede ser tomada por un favor otorgado a cambio de algo, con lo cual se convierte en colaboradores activos del sistema a quienes, en otras condiciones, hubieran sido sus adversarios más enconados. Cada pequeña reforma produce por ello un efecto ambivalente. Puede mejorar la vida de muchos y poner coto a ciertos abusos, pero, en contrapartida, puede también extender las redes clientelistas vertebradas en torno a la Corona. Del mismo modo, la creciente apertura en lo ideológico se traduce a la postre en una ampliación del espacio doctrinal regulado desde el Palacio y sujeto a sus estrategias. Estamos, así, frente a un poder dotado de una inaudita capacidad para consolidarse a base de ceder ante el esfuerzo abnegado de sus oponentes y que se ahorra además, al hacerlo, los costes de una represión abierta, con todos los problemas de imagen que éstos podrían acarrearle, sobre todo en la esfera internacional.
El régimen marroquí disfruta, así, a día de hoy de una situación envidiable. Lo más razonable es suponer que sus máximos responsables procuren preservarla, evitando una democratización genuina. Mientras no existan presiones mayores, tanto dentro como fuera del país, nada cambiará en lo fundamental. Sólo entonces habrá que optar entre ceder de verdad, hasta un punto de no retorno, o, por el contrario, moverse hacia un autoritarismo mucho más duro, como el que imperó en los inicios del reinado de Hassan II. Estas presiones, sobre todo las internas, podrían acentuarse en el futuro, dependiendo, en parte, de las propias políticas adoptadas por el Majzen. Éste no las tiene todas consigo y puede que el delicado sistema de equilibrios que ahora tanto le favorece se trastoque más tarde en su contra. No ejerce su poder sobre un país estancado y aislado, sino sobre una sociedad en rápida evolución, que está enclavada además en una de las regiones más inestables del planeta. Por eso, sus propias acciones pueden acabar activando unas dinámicas perjudiciales para él mismo. Se encuentra, de este modo, preso entre una serie de dilemas. El más importante de todos estriba en cómo conjugar el avance de la modernización con la pervivencia del sistema clientelista sobre el que se asienta su poder. No existe, desde luego, ninguna incompatibilidad metafísica entre modernidad y clientelismo. Así nos lo enseña la realidad cotidiana de los países más desarrollados y la propia historia reciente de Marruecos. Sin embargo, también es cierto que una sociedad moderna sólo puede funcionar de manera eficiente si alcanza unos niveles mínimos de meritocracia, buena administración y productividad y que el clientelismo en gran escala hace todo esto muy difícil. De este modo, optar de manera resuelta por el desarrollo supondría obrar en contra de uno de los pilares del propio poder. Aquí reside el gran dilema que afecta a numerosos gobernantes del Tercer Mundo. Una forma radical de enfrentarse con él consiste simplemente en anteponer el clientelismo a la modernización, en especial cuando se dispone de alguna renta, como la del petróleo, que permita compensar las pérdidas de eficiencia deparadas por semejante política. El precio a pagar por esta estrategia habrá de ser un estancamiento más o menos acentuado y en algún caso, como el de ciertos Estados del África subsahariana, la completa y absoluta catástrofe a todos los niveles. Pero este inmovilismo no parece estar al alcance de los dirigentes marroquíes. No poseen suficientes rentas para enjugar los costes de un clientelismo descontrolado, ni tampoco podrían permitirse condenar a la gran masa de su población a un estado de completa postración, porque esta población espera y demanda mejoras. Mucha gente aguanta hoy en día en Marruecos no porque esté contenta con su situación actual, sino porque alberga una cierta esperanza de que ésta pueda mejorar con el tiempo. Privarle de ella, mediante una política demasiado conservadora, resultaría fatal para la legitimidad de sus gobernantes. Éstos están obligados, por ello, a continuar modernizando su país, incluso aunque sea a un ritmo más bien mediocre, tal y como viene ocurriendo desde la independencia.
Su objetivo sería entonces que esta obligada modernización y este obligado retroceso del clientelismo no carcomiesen demasiado los fundamentos de su propio poder. Sin duda, una mejora en conjunto de las condiciones de vida de la población podría repercutir positivamente sobre la legitimidad del régimen que la ha hecho posible. En este sentido, la elevada actividad que despliega a menudo el Monarca marroquí apunta a generar la impresión de una constante preocupación por el bienestar de su pueblo. Pero la historia nos demuestra que las cosas no son siempre tan simples y que con inaudita frecuencia la modernización acaba echando por tierra a los regímenes que la han promovido. El acentuado conservadurismo de ciertos gobiernos no deja de responder, a este respecto, a un sensato sentido de su propia supervivencia, incluso aunque, a más largo plazo, desemboque en una hecatombe colectiva. No en vano, cuando un país se moderniza se alteran equilibrios, se debilitan algunas de las instituciones tradicionales que encuadraban a la gente y, sobre todo, las expectativas vitales de esta última se disparan más allá de lo que el viejo régimen les puede dar, porque para dárselo tendría que cambiar más de lo que puede hacerlo. En una tesitura semejante, la única vía que queda abierta es la de la reforma controlada. Pero esta reforma puede llevarse a cabo de muy diversas maneras y con muy distintos propósitos. Una de estas maneras consistiría en un fortalecimiento de las instituciones democráticas, que tendrían que ir reemplazando de manera progresiva, aunque nunca completa, a los mecanismos clientelistas tradicionales. El Rey habría de ir renunciando a sus atribuciones actuales hasta convertirse algún día en un Monarca constitucional al uso, al tiempo que las gentes de su entorno se irían sometiendo cada vez más a los imperativos de un Estado de Derecho. Se perdería poder, ciertamente, pero se mantendrían muchos privilegios. La Corona y su entorno conservarían su abultado patrimonio económico y, por ende, su amplio control, directo e indirecto, sobre los asuntos del país. Desde su nueva posición constitucional, y aprovechándose de un sistema de partidos en extremo fraccionado, el Soberano continuaría desempeñando un papel político clave, gracias también a su popularidad entre una parte de la población, más aún cuando seguiría manejando asimismo numerosas redes informales, sirviéndose para ello de sus cuantiosos ingresos. Como colofón, muchos de los oligarcas de siempre ocuparían una posición destacada en los diferentes partidos políticos. El sistema clientelista habría sido, así, recortado en la medida únicamente en que este recorte fuese imprescindible para permitir un funcionamiento razonablemente aceptable de las instituciones más modernas. La reconversión que en su día protagonizaron las élites del franquismo es presentada, por ello, en muchos casos, como el mejor modelo a imitar.
No obstante, este presunto objetivo, si es que es de verdad al que se aspira, no resulta tan fácil de alcanzar. Marruecos adolece de una notoria falta de cohesión interna, de una notable división entre sus distintos sectores sociales. Esta fractura permite, pero también requiere, del autoritarismo del Estado. Por ello, el actual papel de la Corona va mucho más allá del de una simple representación simbólica de la unidad nacional. La consecución de un sistema menos represivo solamente sería factible en el caso de que se conformase también una sociedad mejor articulada. Esta sociedad no toleraría ni tampoco demandaría ya un régimen semiautoritario. Pero, al tiempo, es este mismo régimen el que con sus constantes manejos dificulta que se logre una mayor cohesión social. Nos encontramos, así, ante una suerte de círculo vicioso. En consecuencia, un cambio efectivo en el ámbito político ha de venir acompañado y posibilitado por una mutación social mucho más profunda. Pero semejante mutación también entrañaría sus dificultades y sus inconvenientes y no es de extrañar, por ello, que la pretendida transición marroquí se demore tanto. Una transformación de este cariz requeriría, desde luego, la eclosión de una concepción de la cultura y la identidad nacionales mucho más consensuadas que las actuales, lo que exigiría de un intenso esfuerzo intelectual. Con ello, sería más fácil ir superando el fraccionalismo del país. Pero, ante todo, entrañaría una atenuación drástica de las terribles desigualdades económicas, en virtud de las cuales un amplio porcentaje de la población se ve abocado a la miseria y a la desesperación. La necesidad de mejorar las condiciones de vida de esta extensa franja de la población no responde únicamente a un afán humanitario. La existencia de estas desigualdades representa un obstáculo imponente para la construcción de una economía desarrollada. Dicho de otra forma, la pobreza no perjudica sólo a los pobres, sino también a los que no lo son. Es cierto, con todo, que diversos países, como Brasil e India, se las están arreglando para conjugar elevadas tasas de pobreza interior con un buen desempeño macroeconómico, gracias, entre otras cosas, a los bajos salarios que estas tasas hacen posibles. Incluso podría decirse, con bastante cinismo, que toda esta miseria favorecería en definitiva la estabilidad de un sistema semidemocrático, como es también el caso de estos dos países, habida cuenta de la disposición de muchos de los más desfavorecidos a involucrarse en operaciones tales como los fraudes electorales o la intimidación de rivales políticos, con tal de hacerse con unos pocos ingresos extras. Empero, aunque esto pueda ser así en muchos casos, existe siempre la posibilidad de que al menos una parte de esta población tan castigada acabe por organizarse mejor y volverse más crítica con respecto a la situación que padece. La experiencia reciente de varios países latinoamericanos apunta en esta dirección. De este modo, a más largo plazo la pervivencia de estas desigualdades se constituiría como una suerte de espada de Damocles para la continuidad de este eventual régimen marroquí a medias reformado. Sin embargo, se antoja difícil una lucha decidida contra esta situación por parte de quienes son sus principales beneficiarios y más todavía cuando la misma no es sólo el resultado del vasto sistema de corruptelas existente en el interior del país, sino también de todo un modelo de desarrollo y de inserción en la economía internacional, lo que ata aún más las manos de los responsables políticos.
Aparte de estas hondas fracturas sociales, que, como vemos, pueden ser capeadas, al menos temporalmente, se adivina un problema más inmediato, el de la falta de cohesión interna de la propia élite gobernante. Ésta no parece capaz de organizarse si no es por mediación de la Corona. Mientras no lo consiga y no se formen grandes partidos, con una notable capacidad para organizar a la población, no será posible un repliegue de la Monarquía hacia el ámbito de una relativa constitucionalidad. Los obstáculos para la continuidad de esta reforma controlada son, pues, patentes. Una vía alternativa a la de esta democratización limitada sería la de un autoritarismo modernizador. El Soberano podría entonces agrupar en torno a sí a un sector de la élite y emprender una serie de reformas tendentes más a asegurar el desarrollo económico y el buen funcionamiento de las instituciones públicas, que una genuina liberalización política, la cual podría quedar pospuesta de modo indefinido. A menudo el régimen marroquí ha dado la impresión de haberse decantado por esta opción. La misma ostenta, ciertamente, algunas ventajas desde su punto de vista. Puede depararle una legitimidad añadida ante una población en muchos casos preocupada ante todo por mejorar su existencia cotidiana. De hecho, el Rey se afana por aparecer ante sus súbditos como un modernizador apasionado y un enemigo declarado de la corrupción y, a día de hoy, consigue convencer a muchos de ellos. Todo ello apuntaría hacia una suerte de vía a la tunecina, sólo que ya sabemos en qué ha terminado ésta. Olvidarse de que muchos demandan no sólo más bienestar, sino también más libertades, más honradez y más dignidad y de que los buenos datos macroeconómicos pueden encubrir una situación social explosiva puede concluir en un suicidio político. Sin duda el Soberano marroquí disfruta en este punto de algunas bazas de las que no disponía el Presidente tunecino. Tiene a su favor una legitimidad tradicional con la que aquél no contaba y, como Monarca semiconstitucional que es, le resulta más fácil descargar las responsabilidades sobre sus colaboradores. Pero estas ventajas innegables tampoco tienen por qué garantizar una seguridad permanente. Por eso no se puede abandonar por completo la vía de las concesiones políticas. Los equilibrios son, de este modo, muy delicados y el riesgo de descarrilar está presente, aunque hoy se antoje todavía muy lejano.
Juan Ignacio Castien es profesor de sociología en la Universidad Complutense de Madrid.
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