Si de imperialismo se trata, Latinoamérica nunca puede olvidar y Estados Unidos nunca quiere recordar. La peculiar naturaleza de la relación de Estados Unidos con América Latina parte de que fue en esta región donde Norteamérica aprendió a construirse un imperio. De alguna manera, esta conexión antecede a los asentamientos de Jamestown y Plymouth Bay, […]
Si de imperialismo se trata, Latinoamérica nunca puede olvidar y Estados Unidos nunca quiere recordar. La peculiar naturaleza de la relación de Estados Unidos con América Latina parte de que fue en esta región donde Norteamérica aprendió a construirse un imperio. De alguna manera, esta conexión antecede a los asentamientos de Jamestown y Plymouth Bay, cuando Inglaterra desarrollaba una tradición del derecho proyectada contra el catolicismo español, considerado oscurantista, mientras emergía una distinción competitiva entre los proyectos coloniales Anglo e Hispano, o sea entre el protestantismo y el catolicismo, el primero entendido como moderno, el segundo como anticuado.
De este fenómeno trata, en esencia, el profesor de historia en la Universidad de Nueva York y autor de numerosos libros Greg Grandin en una entrevista que bajo el título de «The Empire´s Amnesia» (La Amnesia del Imperio») publicó el 19 de mayo último el semanario progresista estadounidense «The Nation».
Las revoluciones americanas, la de Estados Unidos en 1776 y las de las repúblicas hispanoamericanas del siglo XIX, comparten lo que ahora llamamos «excepcionalismo americano», la idea de que el nuevo mundo representa una fuerza rejuvenecedora de mundo. Por ejemplo, Simón Bolívar y Thomas Jefferson creen que las Américas ofrecen al mundo una oportunidad para comenzar de nuevo la historia. Bolívar propone incluso que Panamá fuera la sede de un nuevo gobierno mundial basado en principios republicanos.
Pero en el transcurso de los siglos, Estados Unidos se amplió al oeste y luego hacia el sur, haciendo que este excepcionalismo compartido se dividiera en dos direcciones diferentes, por una serie de razones. Por un lado, los países que eventualmente se llamarían América Latina se proponen obtener la soberanía nacional absoluta y a los derechos sociales -la idea de que el Estado debe crear virtudes públicas. En la otra dirección, los Estados Unidos viene a ser el principal ejecutor de los derechos individuales, especialmente los derechos de propiedad y sostiene a un ideal relativista de la soberanía: básicamente, que sólo la persona responsable o entidad política capaz de proteger los derechos individuales inherentes es digno de la soberanía. Desde este punto de vista, la virtud pública surge de la búsqueda del interés privado, sobre todo, por supuesto, el interés de los propietarios. América Latina es fuente y portadora de los derechos sociales en el continente. Estados Unidos es quizás el último agente de una versión pura de los derechos individuales. Pureza que ha conducido a una especie de perversión maniática, como sugiere el momento actual.
La doctrina de Monroe, proclamada por el presidente James Monroe en 1823, declaró a las Américas terreno vedado para las potencias europeas. Washington temía que Europa aprovechara del rompimiento de Hispanoamérica con España para proyectar su poder hacia el nuevo mundo. Esa era, según Grandin, la doctrina que Estados Unidos iba a anunciar inicialmente como compartida con Inglaterra, pero decidió finalmente emitirla de modo unilateral.
Durante años el monroísmo fue símbolo del unilateralismo, el militarismo y el intervencionismo de Estados Unidos. Para escarnio de Latinoamérica se le yuxtapuso al bolivarianismo humanista. Los republicanos hispano-americanos inicialmente pensaron que la doctrina de Monroe les apoyaría en esta posición frente a Europa, argumentando que ofrecía la posibilidad de una forma específica de multilateralismo americano. Pero Estados Unidos, reitera Grandin, interpretaba el asunto diferentemente, entendiendo la doctrina en términos exclusivamente unilaterales para justificar intervenciones en serie desde el siglo XIX hasta la guerra fría y más allá.
Por su parte, los nacionalistas de América Latina elaboraron una noción de «dos Américas», o «nuestra América». Una América Latina integral, espiritual, comunitaria, distinta a la América anglosajona, instrumental utilitaria, estéril, materialista vulgar e intervencionista.
En el curso de la entrevista Grandin aporta argumentos para esta tesis suya en la geopolítica de la Guerra Fría, la integración de un sistema hemisférico dominado por Washington, acomodamiento de América Latina a los intereses imperialistas de Estados Unidos en el rol de suministrador de materias primas; la integración de la Organización de Estados Americanos como patio trasero de EEUU hasta la conversión de América Latina en una especie de taller de Estados Unidos, para experimentar las diferentes maneras de hacer guerra contrainsurgente con todas las modalidades del terror, desapariciones, torturas, masacres y exilios forzados, diseñados para destruir la relación entre la solidaridad y la individualidad.
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Estados Unidos ejecutó, entre 1898 y 1994, más de cuarenta cambios «exitosos» de régimen en América Latina. Tal es la base del modelo neoliberal en un nivel más experimental, concluye Grandin.