Según un estudio que realizara hace algunos años la Conferencia de la Casa Blanca sobre Salud Mental uno de cada cinco estadounidenses padecía trastornos mentales y las enfermedades mentales eran la segunda causa de muerte en Estados Unidos. El estudio no aclaraba cuál era el índice de mortalidad que provocaban esos trastornos mentales fuera de […]
Según un estudio que realizara hace algunos años la Conferencia de la Casa Blanca sobre Salud Mental uno de cada cinco estadounidenses padecía trastornos mentales y las enfermedades mentales eran la segunda causa de muerte en Estados Unidos.
El estudio no aclaraba cuál era el índice de mortalidad que provocaban esos trastornos mentales fuera de los Estados Unidos, aunque la «locura» estadounidense, sospecho, no debe ser la segunda sino la principal causa de muerte, directa o indirectamente, en América Latina, Asia y África.
Dolencias mentales que casi siempre tienen su acomodo en el bolsillo y que, también explican el porqué de tantos niños pistoleros en las escuelas ametrallando maestros y compañeros; o el trastorno obsesivo-compulsivo que mantiene el bloqueo a Cuba; o los constantes errores y daños colaterales provocados por la esquizofrenia militar estadounidense y la demencial ambición de sus gobiernos.
Y nada hace suponer que las cosas hayan mejorado, más bien hay razones para pensar lo contrario.
El narcisismo estadounidense tiene en la ignorancia, entre otras consecuencias para aquella sociedad y el resto del mundo, una de sus más connotadas expresiones.
Esas encuestas que, generalmente, revelan lo que todo el mundo sabe y descubren lo que a nadie le importa, más de una vez han puesto en evidencia la supina ignorancia de la sociedad estadounidense sobre el resto del planeta.
Muchos ciudadanos de aquel país descubrieron la existencia de Vietnam el día en que sus aviones dejaron caer sobre el país asiático más bombas que todas las lanzadas en la segunda guerra mundial. A Iraq la encontraron en el mapa por los mismos motivos, los mismos que les sirvieron para distinguir a Panamá de Colombia, y que les situaron a Grenada en el Caribe, a Libia en Africa y a Yugoeslavia en Europa. Y la ignorancia suele ser demoledora cuando aparece acompañada de la arrogancia, dos tumores malignos en la sociedad estadounidense que ya han hecho metástasis.
Ese creerse centro del universo que les permite a sus soldados estar exentos de responder ante tribunales internacionales o justicias que no sean la propia; que hace que a su campeonato nacional de baloncesto lo llamen «Serie Mundial» y, en consecuencia, «campeones mundiales» a los ganadores; que celebran el «Juego de Estrellas»; que buscando nombres para sus equipos deportivos encontraron los Astros de Houston, el Cosmos de Nueva York, los Gigantes de San Francisco, los Supersónicos de Seattle o los Reyes de Sacramento; que a sus cohetes espaciales los llamaban Apolos; esa sociedad que siempre ha buscado en la apariencia el reflejo de su espejo; capaz de ejecutar a menores de edad y retrasados mentales y dan clases de ética y moral; que ha llegado a negarle la última voluntad a un condenado a muerte porque el cigarrillo que pretendía fumarse atentaba contra su salud y no tienen inconveniente en celebrar el indulto de un pavo todos los años; que todo lo reduce a oro, incluyendo el tiempo; que derrocha la luz para evitar mirarse y se vanagloria de su infame despilfarro como expresión del desarrollo que no paga; que siendo el país más endeudado del mundo dicta las pautas económicas al resto, requiere la urgente intervención de los psiquiatras.
Estados Unidos tiene muchísimas carencias. Necesita más armas, más guerras, más premios Nobel, más pastillas, más patatas fritas, más sodas, más petróleo, más dólares… pero, sobre todo, Estados Unidos necesita más psiquiatras, enormes contingentes de psiquiatras para que, desde el presidente hasta el último ciudadano, puedan mejorar su salud mental, la misma que ellos están perdiendo y nosotros pagando.
Lo reconocía Obama cuando advertía que «a veces tenemos que torcer el brazo de algunos países». El mundo está en la obligación de aportar a Estados Unidos todos los psiquiatras disponibles aunque debamos pagarlos nosotros, que por muy costosos que resulten sus servicios, por muy caros que sean sus honorarios y años que necesiten sus terapias para dar resultado, siempre nos va a resultar más económico donarles a los estadounidenses los psiquiatras que necesitan que seguir pagando las facturas de los tantos traumatólogos y cirujanos que su democracia nos demanda.
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