La rebelión popular desencadenada en Estados Unidos por el asesinato de George Floyd ha actualizado el debate sobre los orígenes e historia del racismo en ese país y su impacto en la Declaración de Independencia del 4 de julio de 1776.
También la influencia estructural del racismo en el Estado que surgió entonces y en la vida cotidiana de negros y pueblos originarios a partir de esa fecha y hasta nuestros días. La evidencia histórica y sociológica muestra que Estados Unidos solo tendría salvación como entidad estatal si se logra que en ella puedan convivir en paz y fraternidad blancos, negros, pueblos originarios, latinos y otras minorías. Ello exige que ajuste cuentas con su historia y reconozca los virus del supremacismo blanco, el racismo, la expansión territorial y las guerras de rapiña, inoculados en su ADN desde su fundación.
El investigador Paul Street subraya que el reconocido historiador Gerald Horne identifica el trabajo esclavo como principal fuente de la acumulación capitalista en las 13 colonias y en la proto-economía nacional previa a la independencia. Horne evoca este elocuente párrafo muy poco citado de la Declaración, extraído de la parte donde se enlistan las quejas contra las acciones del rey George: «Ha provocado insurrecciones entre nosotros(se refería a los frecuentes y , en ocasiones cruentos, levantamientos de esclavos en las 13 colonias) y se ha esforzado por lanzar sobre los habitantes de nuestras fronteras a los inmisericordes indios salvajes, cuya conocida disposición para la guerra, es una fuerza de destrucción que no distingue entre edades, sexos ni condiciones”. Horne sugiere en su libro La contrarrevolución de 1776: resistencia esclava y los orígenes de los Estados Unidos de América (Nueva York, 2014), que la cita anterior “refleja una motivación contrarrevolucionaria central detrás de la fatídica decisión de romper con Inglaterra: la sensación de que el sistema de esclavitud del que las fortunas norteamericanas dependían no podría sobrevivir sino por la secesión del Imperio Británico”. En relación con esta idea cita tres detonadores principales del estallido anticolonial norteamericano. Uno, la proclamación real de 1763 que ponía un límite a la expansión territorial de los colonos en el continente, lo que implicaba un freno a su incontrolable avidez de nuevas tierras fértiles para cultivar con el trabajo esclavo de los negros. Dos, el fallo en 1772 del juez británico William Murray Mansfield, que consideró la esclavitud como contraria a la Common Law inglesa y que desde entonces pendió como espada de Damocles sobre el enormemente productivo complejo mercantil de Nueva Inglaterra y la clase de terratenientes que surgía en Virginia, las Carolinas y Georgia. Y tres, el ofrecimiento de Lord Dunmore, gobernador inglés de Virginia, a liberar y armar a los esclavos de América del Norte para aplastar la rebelión anticolonial en marcha desde la Ley del Té de 1773. Según Horne, con esta acción Dunmore «entró en una vorágine preexistente(entre los colonos) de inseguridad colonial acerca de la esclavitud y de las intenciones de Londres». En la primavera de 1775, los colonos de la élite estaban consumidas por el temor a una insurrección de esclavos aliados con los británicos, españoles, y / o los nativos americanos, afirma Street. La sentencia del juez Murray y el edicto de Dunmore unieron indisolublemente a Londres con la abolición de la esclavitud en la mente de los colonos blancos.
Mientras en las primeras décadas de la trata negrera dos terceras partes de los entre 10 y 16 millones de esclavos que sobrevivieron a la brutal travesía desde África, vivían en Las Antillas y Brasil, para 1860 esa misma proporción vivía en el sur de Estados Unidos, donde la incesante demanda de algodón de la industria textil inglesa exigía más brazos esclavos que ninguna otra actividad económica.
Horne expone el problema de la revolución norteamericana en estos términos: «Existe una disyuntiva entre la supuesta progresiva y vanguardista importación [ de las ideas] de 1776 y el empeoramiento de las condiciones de los africanos y los indígenas que siguió al triunfo de los rebeldes. Por otra parte, a pesar del supuesto impulso revolucionario y progresista de 1776, los vencedores partieron de ese punto para aplastar las políticas indígenas, luego se trasladaron al extranjero para hacer algo similar en Hawai, Cuba y Filipinas, para después desatar su fuerza contrarrevolucionaria en el siglo XX en Guatemala, Vietnam, Laos, Camboya, Indonesia, Angola, Sudáfrica, Irán, Grenada, Nicaragua y otros sitios devastados demasiado numerosos para mencionarlos”.
Donald Trump, en su lanzamiento de la campaña electoral 2020 en el monte Rushmore acusó a la nueva rebelión popular de querer cambiar la historia. La verdad es que esta ha sido escrita a tono con los intereses de la clase dominante y lo que se requiere es una historia “del pueblo de Estados Unidos”, como la llamó el inolvidable Howard Zinn.
Twitter: @aguerraguerra