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El bravo general Mattis

Fuentes: Rebelión

La primera vez que oí hablar del general norteamericano James Mattis fue en un noticiero de televisión. Me llamó la atención la peculiar sonoridad de su apellido y, sobre todo, su aplomo, la autoridad con que hablaba ante periodistas y subordinados. Se veía que era un hombre de acción, brusco, expeditivo, eficaz. Pensé, entonces, que […]

La primera vez que oí hablar del general norteamericano James Mattis fue en un noticiero de televisión. Me llamó la atención la peculiar sonoridad de su apellido y, sobre todo, su aplomo, la autoridad con que hablaba ante periodistas y subordinados. Se veía que era un hombre de acción, brusco, expeditivo, eficaz. Pensé, entonces, que era un hombre acostumbrado a mandar. Un marine más. Como es lógico, olvidé al general. Después supe que, antes de que oyese su nombre, James Mattis había estado ya en la primera guerra del Golfo, en 1991, cuando aquel siniestro general Schwarzkopf y su superior, otro general estadounidense llamado Colin Powell, acabaron con firmeza el trabajo en Iraq enterrando vivos a los soldados iraquíes en la arena del desierto.

Volví a escuchar de nuevo su nombre cuando Mattis ocupó con sus marines el aeropuerto de Kandahar, en Afganistán. Estaban llevando a cabo la primera de las guerras preventivas que, con el pretexto de los atentados de Nueva York, había iniciado el presidente Bush. Leí, después, que el general Mattis y sus hombres habían aterrizado primero en una pista secreta con el objetivo de «apoyar al pueblo afgano para liberarse de los terroristas», y que ya no se iban a detener. Era una misión encomiable, sin duda, si no fuera porque esos mismos talibán a los que Mattis calificaba, con justicia, de terroristas, habían sido alimentados y financiados por Washington y por el servicio secreto paquistaní, un buen aliado de los Estados Unidos. Allí, en Kandahar, el bravo James Mattis, comandaba el grupo de combate de los marines, apoyado por militares australianos.

El general, con sus veinte mil hombres, integrantes de la Primera División de Infantes de Marina, había salido de Camp Pendleton, en la lejana California, todos dispuestos a luchar por la libertad, por la que habían abandonado a sus familias, sus casas, sus esposas, sus hijos, sus madres. Aquella misión en Afganistán fue coronada con éxito, aunque los militares norteamericanos tuvieran que lidiar con algunos problemas, como la terrible matanza de la cárcel de Mazar-i-Sharif, en la que aviones norteamericanos bombardearon a los prisioneros, matando a varios miles de ellos, o tuvieron que pasar de puntillas sobre la matanza protagonizada por sus protegidos -los milicianos de la Alianza del Norte, los hombres que llevarían a Karzai al poder en Kabul-, que ametrallaron los contenedores metálicos donde habían sido encerrados centenares de prisioneros. No fue agradable ver cómo aquellos contenedores chorreaban sangre, pero la guerra es así. Y el general Mattis lo sabe bien.

Después, hace un par de años, cuando Estados Unidos se vio obligado a invadir Iraq, ante la alarma suscitada por las armas de destrucción masiva que poseía Iraq y por los vínculos terroristas de Sadam Hussein con Al Qaeda, oí, de nuevo, que allí iba a estar el bravo general Mattis. Ya me resultaban familiares sus opiniones, su figura, su arrojo. Leí que, en el campamento Matilda, en el desierto de Kuwait, dirigió la palabra a sus hombres, como sabe hacerlo un marine. Iba -vi las fotografías- vestido con ropa de camuflaje, la cabeza rapada, un casco en la mano, y llevaba sus armas reglamentarias, y un petate que contenía lo necesario para cumplir con su misión. Supe que sus hombres lo adoran: los marines saben que Mattis es un tipo duro, gritón, pero aceptan sus modales bruscos porque no ignoran que su pecho alberga un gran corazón. Vive con sus hombres, come con ellos. James Mattis duerme en el suelo, en una tienda del desierto, como sus soldados. Con irónica satisfacción, tal vez con chulería, mientras engrasaba sus armas, Mattis explicaba, por lo visto, que estaba orgulloso de las manifestaciones de protesta ante la guerra, que se sucedían entonces por el mundo.

Mattis sabía perfectamente cuál era su misión en Iraq. En el desierto kuwaití, cuando se preparaba para entrar en combate, había declarado: «Queremos ser amigos de los iraquíes, pero quienes prefieran combatirnos se arrepentirán. Vamos a tratarlos de manera muy tosca». En ese trato que iban a recibir los iraquíes, Mattis hizo referencia explícita a la campaña que los norteamericanos desarrollaron en Vietnam y que llamaron Corazones y mentes, una especie de operación sonrisa que, sin embargo, no excluía el recurso a siniestras campañas de exterminio, como la Operación Fénix, que se cobró decenas de miles de vidas en Vietnam. La guerra es así, y, para el alto mando norteamericano, aquellos campesinos y guerrilleros comunistas que luchaban por su pobre país vietnamita apenas eran escoria. Así que los iraquíes sabían a qué atenerse. No podrían decir que no estaban avisados.

En esos meses de 2003, antes de iniciarse la invasión definitiva de Iraq, instruido desde Washington, Mattis aseguraba que los prisioneros iraquíes serían tratados con arreglo a las Convenciones de Ginebra. No podemos saber si Mattis ignoraba las inercias de la guerra, algo poco probable, o si cumplía su papel con el rigor ordenado por Washington, como un buen soldado. Después, llegarían las torturas de Abu Graib, los fusilamientos sumarios, los heridos rematados en el suelo, las matanzas en las carreteras, a la menor sospecha; las operaciones especiales de los mercenarios, las violaciones, los bombardeos de la población civil, la masacre de Faluya, la mugre sangrienta de la guerra.

Cuando se desmoronó la dictadura de Sadam Hussein, Mattis se mostraba satisfecho: habían cumplido su misión, y, aunque el temprano inicio de la resistencia empezó a crearle problemas, ello no impidió que el general hinchase el pecho. Iban a saber quienes eran los marines. Los insurgentes, dijo Mattis, «no son significativos, y son relativamente fáciles de eliminar», mientras aseguraba ante la prensa internacional que aquellos rebeldes eran hombres mal entrenados, apenas escoria, según la precisa palabra que utilizó, seguramente satisfecho de sus marines bien entrenados, bien pertrechados, bien alimentados. Cuando sus soldados empezaron a sufrir ataques diarios de la resistencia, Mattis no tuvo dudas: aquellos hombres que resistían, dijo, son «scumbags», un término que en el delicado lenguaje de los marines equivale a cerdo, aunque significa, literalmente, «condón usado». Para Mattis quienes atacan a sus hombres no sólo son terroristas, sino que han sido reducidos a una mierda, a una sucia mugre de estercolero. Sin embargo, a veces, el propio Mattis tiene sorpresas, porque su trabajo es difícil, y los centenares de soldados norteamericanos que han sido evacuados de Iraq con síntomas de locura, con enfermedades psiquiátricas, no saben lo que es la guerra, según cree. Para él, esos hombres son apenas unas señoritas, y cuando alguno se quita la vida o deserta, Mattis sabe que ese soldado es, también, un scumbag. Una mierda, un condón usado.

Porque Mattis sabe que no hay que ser sentimental. En mayo de 2003, las tropas ocupantes protagonizaron una matanza entre los invitados a una boda, en el oeste de Iraq, cerca de la frontera con Siria, una masacre tan desproporcionada y tan sangrienta que movió incluso al gobierno colaboracionista de Bagdad a pedir explicaciones al mando militar norteamericano. Mattis objetó que, entre los asistentes a la boda, había «hombres en edad militar», y, ante la evidencia de los cadáveres de mujeres y niños filmados por la emisora de televisión Al-Arabiya, el bravo general de marines declaró: «La guerra es así. No tengo por qué pedir disculpas». Después, se supo que entre las víctimas había catorce niños y once mujeres. Pero, ¿por qué iba a disculparse un bravo general que estaba allí para luchar por la libertad del mundo? ¿Por qué iba a hacerlo, si él estaba luchando contra terroristas, contra scumbags, aunque, a veces, la guerra arrastre esas escorias?

La guerra es un trabajo duro, sí, y un marine no puede nunca llorar en público, aunque sea por un camarada muerto. El bravo general Mattis ha prevenido a sus hombres que estarán en Iraq todo el tiempo que sea necesario. Todos lo saben: «Si es preciso, estaremos hasta que se congele el infierno», han dicho. Mattis, como todos los marines, en el mejor estilo de los rufianes de la mafia neoyorquina, con el lenguaje de los gánsters de Chicago, fue a la guerra lanzando a la cara de los ciudadanos iraquíes: «Podemos ser tus mejores amigos o tu peor pesadilla.» Sabía de qué hablaba. Ese es el general James Mattis.

Y ahora, a principios de febrero, hemos sabido que el bravo general Mattis, que ha viajado a su país para descansar y recibir algunas felicitaciones («Buen trabajo, muchacho», le habrán dicho, con la camaradería de cuartel, mientras escupen al suelo y beben a morro de sus botellas de cerveza) nos dice que «matar es divertido». Así lo confesó, en una conferencia que ofreció el general en la ciudad de San Diego, a su entregada audiencia, que aplaudía con agrado. Mattis explicó que disparar en medio de la guerra es el no va más, la excitación máxima, porque disparar y matar a cierto tipo de personas es francamente divertido. El general se explayaba ante sus compatriotas, en esa California donde está Camp Pendleton, el campamento de sus marines. De nuevo, Mattis, que planificó y dirigió el sangriento asalto a Faluya, sabía de qué hablaba. Después, algo incómodo, Donald Rumsfeld, secretario de Defensa, se negó a hablar del asunto en la rueda de prensa semanal que ofrece en Washington. Es razonable. Después de todo, en el Pentágono han recordado que Mattis es un soldado ejemplar, y, tal vez por eso, una de las compañías de la fábrica de sueños de Hollywood, la Universal Pictures, ha decidido rodar una película sobre la guerra en Iraq, donde Harrison Ford interpretará el papel del general James Mattis.

Menos de una semana después de que el mundo recordara el campo de exterminio de Auschwitz, mientras en la Casa Blanca y en el Pentágono pulcros funcionarios hablaban del éxito de las elecciones iraquíes, el bravo general James Mattis confesaba satisfecho a su auditorio californiano: «Matar es divertido». Washington ha tenido que llamarle la atención, pero sabe que Mattis es un gran tipo, con un corazón de oro, al que sus chicos adoran, un hombre que sabe estar en su sitio, que duerme en el suelo si es necesario, que cuida sus armas, que defiende la libertad y está dispuesto a todo para imponer la democracia, aunque, de vez en cuando, necesite salir a divertirse.