El golpe contra Damiba en Burkina Faso era previsible pero abre una etapa incierta, para la que el actual jefe de Estado, Ibrahim Traoré no parece estar preparado.
Por un lado, la destitución de Paul-Henri Damiba, apenas ocho meses después de que liderara el derrocamiento del presidente Roch-Marc Christian Kaboré el 31 de enero de este año, es una historia simple. Damiba apostó su legitimidad a su capacidad para poner fin a la tragedia yihadista de Burkina Faso. A principios de abril anunció que en un plazo de cinco meses su «misión de reconquista», que se presentó como una «cita con la nación», sería evaluada. La promesa subyacente era que para entonces el país estaría liberado de «las fuerzas del mal», es decir, de los yihadistas afiliados al Estado Islámico y a Al Qaeda, que asolan la llamada «zona de tres fronteras» del Sahel, siendo los otros países afectados Malí y Níger. Pero cuando finalmente se cumplió el plazo estipulado a principios de septiembre, todo lo que Damiba entregó fue un discurso poco inspirador y algo destrabado, algunas de cuyas partes suenan ahora proféticas. Nuestro «grave problema», explicó Damiba, era el resultado de múltiples fallos, «en primer lugar un fallo nuestro, de las fuerzas de defensa y seguridad encargadas de defender nuestro territorio y proteger a nuestras poblaciones. Las divisiones internas nos han debilitado». Su exposición de los avances logrados hasta el momento consistió esencialmente en afirmar que esto era sólo el principio del principio, ni siquiera, a la manera de Churchill, «el final del principio».
La
estudiada humildad era sensata: veinticuatro horas después del
discurso de Damiba a la nación, los yihadistas detonaron por control
remoto una bomba en la carretera hacia Djibo, la mayor ciudad de la
región septentrional del Sahel y símbolo de la resistencia del Estado
burkinés contra las fuerzas del mal. Este atentado se convirtió en un
símbolo del fracaso de Damiba. La bomba destruyó un convoy fuertemente
custodiado que llevaba alimentos y otros suministros a la ciudad
asediada, matando a treinta y cinco personas e hiriendo a otras treinta
y siete, todas ellas civiles. Dijbo fue en su día el mayor mercado de
ganado de la zona de las tres fronteras, conociendo la visita de
comerciantes que viajaban desde lugares tan lejanos como Senegal para
asistir a sus ferias semanales. También es la cuna del primer grupo
armado yihadista de Burkina Faso, Ansarul Islam (Defensores del Islam),
ahora fusionado con el Jama’at Nusrat al Islam wal Muslimin (Grupo de
Apoyo al Islam y los Musulmanes, JNIM), la franquicia de Al Qaeda en la
región. Durante los últimos años, el JNIM ha ocupado todos los
distritos rurales de los alrededores de Yibo y ha establecido una
versión sádica de la sharia, que hizo que muchos habitantes huyeran a
la ciudad, que en la actualidad se ha convertido en el último santuario
estatal en lo que ahora se ha convertido en el país de Al Qaeda. Djibo
se convirtió así en un refugio de más de 200.000 personas –casi cuatro
veces su población oficial–, cuya vida transcurre bajo el bloqueo del
JNIM, que ha avivado las lacras conjuntas del hambre y la
hiperinflación.
El golpe contra Damiba se puso en marcha en Gaskindé, una pequeña ciudad al sur de Yibo, donde otro convoy de suministros cayó presa de un ataque yihadista el 26 de septiembre. Esta vez, al menos once soldados murieron junto con docenas de civiles, mientras que los camiones del convoy volcaron y fueron incendiados. Los detalles sugerían que la descuidada estrategia militar asociada al mandato de Kaboré seguía sin reformarse, mientras la ira entre las tropas alcanzaba los mismos peligrosos niveles que los detectados antes del golpe de enero. Dos días después del ataque, Damiba voló a Djibo y dijo a los soldados estacionados allí que «sentía la situación por la que estaban pasando». Pero fue en vano. Un mensaje de WhatsApp muy difundido que recibí en los días previos al golpe indicaba correctamente la temperatura: «Tened cuidado con vuestras idas y venidas, parece que las cosas no huelen bien entre las tropas, posible descontento general [grogne] de resultados inciertos. Te lo hago saber por si acaso. Nunca se sabe. Gracias».
Las tropas de Djibo no creían que Damiba «sintiese realmente lo que les había ocurrido». Cuando habló de «divisiones internas» en su discurso de balance, puede que estuviera pensando en el sistema de castas militares existente en muchos ejércitos de la región. Se trata de la división entre las «fuerzas especiales», entrenadas para proteger al poder, y el soldado de tropa. Los otros dos militares golpistas de la región, Assimi Goïta, de Malí, y Mamady Doumbouya, de Guinea, que llegaron al poder en mayo y octubre de 2021, eran comandantes de las fuerzas especiales de sus respectivos países, y Damiba era miembro de las de Burkina Faso, les Forces Spéciales, creadas por Kaboré en junio de 2021. Estos cuerpos de élite gozan de un trato y un estatus superiores. A mediados de septiembre, las tropas regulares de Burkina Faso se enteraron de que Damiba estaba concediendo a las fuerzas especiales una bonificación –se había prometido supuestamente la entrega a cada efectivo de 6 millones de francos (unos 9.000 dólares) y una villa– a pesar de que no estaban luchando en el frente.
Otro factor agravante es que la mayoría de los oficiales de las fuerzas especiales, incluido Damiba, fueron en su día miembros del infame Régiment de Sécurité Presidentielle (RSP), las propias fuerzas especiales del antiguo déspota Blaise Compaoré. Compaoré, el hombre que derrocó al carismático revolucionario Thomas Sankara en 1987, fue expulsado del país por los insurrectos en octubre de 2014. El RSP sobrevivió a su caída y, como era de esperar, dio un golpe de Estado para restaurarlo un año después. El intento, calificado como «el golpe más estúpido de la historia», fracasó al cabo de una semana y el RSP se disolvió. La opinión pública percibió con claridad que Damiba seguía siendo un hombre del RSP hasta la médula, cuando trató de organizar el regreso del exiliado Compaoré a la escena política en julio, con el pretexto de la «reconciliación nacional», sólo cuatro meses después de que un tribunal lo condenara en ausencia a cadena perpetua por ordenar el asesinato de Sankara. Compaoré voló a Uagadugú, la capital de Burkina Faso, y permaneció unos días en una villa estatal, despertando tal ira que los controladores aéreos del aeropuerto de la capital al parecer consideraron impedir la salida de su avión para poder arrestarlo.
Las acciones de Damiba
reavivaron el principal conflicto de la política burkinesa, que es el
que corre entre la revolución de Sankara y la rectificación de
Compaoré, como este denominó a su programa político algunos años
después de tomar el poder en 1987, siendo considerada por los
partidarios de la revolución como irremediablemente reaccionaria.
Damiba apareció como un sujeto partidario de la rectificación en un
país donde la actitud más aceptable entre los líderes de opinión es la
revolución. El nombre que dio a su equipo de gobierno, el Movimiento
Patriótico para la Salvaguarda y la Restauración, pronto suscitó
sospechas: «¿qué quería restaurar Damiba exactamente?». La
«restauración», en opinión de un activista pro democracia que
entrevisté en agosto pasado en Uagadugú, «suena como lo contrario de la
revolución». (Sombras de Carlos II y Luis XVIII, este último mejor
conocido en Burkina Faso). Damiba pretendía «restaurar» la integridad
del territorio nacional, pero la suya fue una torpe elección de las
palabras, sobre todo porque también se negó a utilizar el enardecedor
llamamiento sankarista, «¡Patria o muerte, venceremos!», sustituyendo
este eslogan por el aguado de «Por la patria, venceremos», que
recordaba imprudentemente al verdadero.
En
enero, los burkineses aprobaron ampliamente el golpe de Damiba,
algunos de ellos de forma bulliciosa, otros con cautela, porque estaban
cansados de la incompetencia de Kaboré en la lucha contra los
yihadistas, quienes habían adoptado el asesinato masivo como táctica de
guerra, lo cual significaba que únicamente podría mantenerse en el
poder, si tenía éxito allí donde Kaboré había fracasado. Pero como
había fracasado tan estrepitosamente en el plazo que él mismo se había
fijado y no había medios democráticos para destituirlo, el golpe
estaba escrito. En mayo, enfrentándose a los manifestantes en Bobo
Dioulasso, la segunda ciudad del país, les dijo: «Si sois tan fuertes,
dad vuestro propio golpe de Estado y gobernad el país como os parezca».
Dirigiéndose a civiles enfadados pero desarmados, la burla sonó a mofa
fácil, pero otros estaban escuchando.
Esos
otros, los militares de tropa, ya se sentían traicionados, pero
evidentemente no quisieron actuar con violencia en un primer momento. A
finales de septiembre, el capitán Ibrahim Traoré, el nuevo líder
golpista, fue enviado por los soldados descontentos para reunirse y
hablar con Damiba. Pasó una semana en Uagadugú, pero sus peticiones de
audiencia fueron ignoradas. La frustración desempeñó un papel visceral
en el golpe, que a primera vista parece la venganza de la casta
inferior presente en el campo de batalla contra la casta superior que
no lo está. En el golpe participaron incluso miembros de los
Volontaires pour la Défense de la Patrie, la fuerza auxiliar dotada de
personal civil creada en 2019 para combatir la insurrección yihadista
en el norte del país. Pero puede haber otros elementos en juego. En la
fase inicial del golpe, Traoré, ante la resistencia de Damiba, que
controlaba gran parte de la capital y los servicios de seguridad
presentes en ella, salió en la televisión nacional y anunció que su
adversario se había refugiado en la base militar francesa de
Kamboinsin, situada en las afueras de Uagadugú. «Podría planear una
contraofensiva», advirtió, contra «nuestro firme compromiso de tender
la mano a otros socios dispuestos a ayudarnos en nuestra lucha contra
el terrorismo», indicación que en este contexto constituye una aparente
alusión a Rusia.
Se
trataba de una intervención en una especie de debate (digo «especie»,
porque sólo se escucha a una de las partes) sobre la «diversificación
de los socios», una frase eufemística para abandonar a los franceses y
encontrar otro patrón, preferiblemente Rusia. Pero también era una
estratagema: Traoré sabía que, aunque Damiba no estuviera realmente en
Kamboinsin, este rumor sería explosivo entre la opinión pública, dada
la francofobia rampante en Burkina Faso, y así obligaría al todavía
presidente burkinés a negociar. Fue una jugada arriesgada: el Instituto
Francés y la embajada de Francia, ambos situados en el centro de la
ciudad, fueron atacados por turbas furiosas y tuvieron que ser
defendidos por los golpistas. Pero funcionó. Damiba negoció su
dimisión, mientras que Traoré insistió en que Francia no había
interferido, explicando que su frase «otros socios» no se refería
necesariamente a Rusia (también se incluyó a Estados Unidos). Su
primera entrevista fue concedida a Radio France Internationale –un
medio de comunicación denostado por los militantes francófobos de
Uagadugú– y no a Sputnik o Russia Today, cuya audiencia en el mundo
francófono alcanza su máximo en Burkina Faso.
En el momento de escribir estas líneas quedan muchas cuestiones sin resolver. El golpe de Estado pretende ser una forma de rectificación, por utilizar una palabra tal vez desagradable en Uagadugú. Damiba se había desviado de su mandato y ahora el ejército pretende volver a él. «Debemos hacer en tres meses lo que había que hacer en doce», afirmó el capitán Traoré, en una declaración que indicaba la continuidad del objetivo, que ahora debía acometerse con un tiempo considerablemente menor para cumplirlo. Pero aún no está claro quién dirigirá este proceso. Traoré, un oficial de bajo rango de treinta y tantos años que afirma no estar interesado en el poder, puede no ser el candidato más adecuado. Pero, ¿quién podría serlo? Abdoulaye Diallo, un activista político interesado en las figuras revolucionarias –está trabajando en un documental sobre la vida del ghanés Jerry Rawlings– me dijo en agosto que sólo una figura prometeica del calibre de Sankara podría sacar a Burkina Faso de su atolladero y no soldados poco carismáticos como Damiba (¿o Traoré?). Esto es un poco como esperar un Shakespeare o dos en cada generación. Cabe preguntarse, sin embargo, cómo le habría ido a un líder tan intensamente nacional e ideológico como Sankara en un conflicto regional y dada la actual niebla geopolítica de la guerra.
Damiba hizo ver que estaba intentando todas las opciones: el palo y la zanahoria. Fortaleció el control militar del territorio (maillage territorial), además de entablar conversaciones con los yihadistas. Lo que no hizo fue aumentar el apoyo de las potencias extranjeras ni la cooperación regional, en particular con Níger y Malí, dos medidas sin las cuales es imposible que Burkina Faso –y en realidad Níger y Malí– ganen la guerra. Damiba prefirió la ayuda francesa, que sólo se prestó en casos de emergencia sobre el terreno y sin fanfarrias por temor a enemistarse con los sectores más activos de la opinión pública. Pero Níger, aliado de Francia en la región, y Malí, que está en el campo ruso, son casos opuestos. Damiba envió emisarios a Bamako y visitó Niamey en un baile incómodo que no le llevó muy lejos. El nuevo líder, sea quien fuere, debe contar con las habilidades necesarias para continuar con el planteamiento del palo y la zanahoria ensayado por Damiba, navegando por los traicioneros bancos de arena de la volátil opinión pública burkinesa, en cuyo seno Yevgeny Prigozhin, el ahora ya flamante director de la empresa mercenaria Wagner, ha comenzado a desplegar sus manipulaciones, y trabajar con los Estados vecinos. Una tarea difícil, pero imprescindible.
Artículo publicado originalmente por Sidecar, el blog de la New Left Review: Damiba’s Ousting, traducido con permiso expreso por El Salto. Véase Rahmane Idrissa, «El Sahel: un mapa cognitivo», NLR 132.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/analisis/derrocamiento-damiba-burkina-faso