Hay 2,3 millones de personas tras las rejas en Estados Unidos. Otros 5 millones se encuentran en libertad condicional, en probatoria o en algún otro tipo de libertad restringida. Ningún país del mundo ha encerrado en proporciones tan altas a su propia población. Nunca antes en la historia de Estados Unidos ha sido tan masivo […]
Hay 2,3 millones de personas tras las rejas en Estados Unidos. Otros 5 millones se encuentran en libertad condicional, en probatoria o en algún otro tipo de libertad restringida. Ningún país del mundo ha encerrado en proporciones tan altas a su propia población. Nunca antes en la historia de Estados Unidos ha sido tan masivo el encarcelamiento.
La población penal comenzó a aumentar en los años 70 en términos absolutos y relativos pero las cifras se dispararon a partir de la década del 80. La población penal se cuadruplicó en los últimos cuarenta años. El peso mayor de este crecimiento inusitado cayó sobre los pobres y las minorías, sobre todo en la población negra. Los afroamericanos son encarcelados a una tasa seis veces mayor que la de los blancos.
Uno de cada tres negros que nace estará en prisión en algún momento de su vida o durante gran parte de su vida. Cerca de un millón y medio de afroamericanos pobres están encerrados en las prisiones de Estados Unidos, más de 60,000 de ellos en el enloquecedor confinamiento solitario. En ningún otro país sucede algo semejante. Es la minoría más perseguida y encarcelada del mundo. Para afirmarlo, basta examinar las estadísticas oficiales de la Secretaría de Justicia y del Buró de Prisiones.
Pero el perfil del sistema penal estadounidense no sólo es racista sino además, y sobre todo, clasista. La tasa de encarcelamiento de blancos pobres es también una de las más altas del mundo, mientras que el segmento de la población afroamericana de clase media y alta está poco representada en las prisiones. Digámoslo claro: el sistema de justicia de Estados Unidos, clasista y racista, priva masivamente de libertad primariamente a los pobres, y si el pobre es, además, negro, indio o hispano, sus posibilidades de ser arrestado, convicto y condenado, aumentan exponencialmente.
Existe por otra parte una relación lineal entre el proceso de encarcelamiento masivo y el rumbo neoliberal de la economía capitalista. El desarrollo tecnológico, el fenómeno del «outsourcing» mediante el cual los capitales migran a lugares del Tercer Mundo donde es más barata la fuerza de trabajo, la polarización social que hace al 1 % de la población cada vez más rico y al resto cada vez más pobre, los recortes a los programas de asistencia social, etc., determinan que amplios sectores de la población queden marginados del proceso productivo. Para manejar esta situación, por naturaleza explosiva, la clase dominante utiliza el encarcelamiento masivo como instrumento de control social de esa población que ya no interesa a las corporaciones.
No podría el capital obtener este control sin una fuerte alianza con la clase media que también, aunque en menor grado, sufre los efectos de la polarización. Para lograr esta alianza, la clase alta utiliza como herramienta fundamental el miedo: el miedo al crimen, a la drogadicción, al terrorismo, a la crisis económica, al desempleo, al caos social, a ideologías de izquierda satanizadas -el miedo en todas sus formas- para convencer a la clase media de que su bienestar y su seguridad dependen de leyes draconianas, arrestos masivos, largas condenas y eliminación de posibles líderes de las minorías, a fin de mantener a raya a todos los marginados por el establishment y conjurar amenazas sobredimensionadas de posibles enemigos extranjeros.
Coincidiendo también con el proceso de encarcelamiento masivo, se produce una creciente privatización de las instituciones penitenciarias. El «Prison-Industrial Complex» se convierte en un negocio multibillonario. La construcción, mantenimiento, servicios y operación de las prisiones, resultan altamente rentables y, además, las corporaciones disponen de una enorme masa laboral que trabaja por centavos, nunca falta ni llega tarde al trabajo, no se organiza en sindicatos, no realiza huelgas, no recibe beneficios ni pensiones y, al que proteste, se le coloca un tiempo en celdas de aislamiento. Se cumple así el sueño dorado de los empresarios capitalistas. La competencia de la producción con trabajo semiesclavo intramuros permite, a su vez, reducir los puestos de trabajo y los salarios en el exterior de las prisiones.
Otro de los fenómenos importantes que crece paralelamente al proceso de encarcelamiento masivo es la hipertrofia y militarización de las fuerzas represivas y en particular de la policía, a la cual se le suministran sofisticados equipos antimotines. El programa COINTELPRO de acciones encubiertas del FBI, que produjo la muerte de unos 30 miembros del Black Panther Party de otras organizaciones y envió a prisión a cientos de sus activistas, había sentado las bases para el surgimiento del Complejo Industrial de Prisiones. Surgen y se multiplican los grupos de «Special Weapons and Tactics» (SWAT), fuertemente armados y entrenados.
Los fondos asignados a la represión se multiplican.
Bien engrasada la maquinaria represiva y probada su eficacia, el imperio exporta el encarcelamiento masivo para el control social de las grandes masas intranquilas de indios, negros, mestizos y blancos pobres de América Latina y lo hace de manera sutil pero rápida y sin pausa.
Una de las primeras víctimas fue el pueblo colombiano. Con financiamiento estadounidense se construyeron en Colombia nuevas prisiones y la población penal creció rápidamente. Desde el comienzo del Plan Colombia en 1999 hasta el año 2008 la población reclusa de Colombia aumentó en un 129 % según cifras oficiales.
Recordemos que se estima en 9,500 el número de presos políticos y que la tortura es práctica corriente en ese país. En el año 2000, el Ministro de Justicia de Colombia y el Embajador de Estados Unidos en Bogotá firmaron el «Programa para el mejoramiento del Sistema de Prisiones de Colombia». De acuerdo con este programa, se construyeron, o remodelaron y ampliaron, 16 instalaciones penitenciarias de media y máxima seguridad, con un incremento del 40 % en la capacidad carcelaria de la nación.
Estados Unidos no se limita al financiamiento sino que provee asesoramiento, supervisión y formación de cuadros en lo que llama una «Nueva Cultura Penitenciaria».
En los últimos tiempos se ha incrementado la militarización de estas prisiones, al frente de la cuales se coloca preferentemente a oficiales graduados de la Escuela de las Américas. La Penitenciaría de Alta Seguridad de Valledupar, conocida comúnmente como «La Tramacúa», fue la primera prisión construida con fondos estadounidenses y en ella están encerrados en condiciones infrahumanas numerosos presos políticos y prisioneros de guerra. Los crímenes que se cometen en estas prisiones fueron denunciados por la Delegación de Paz de las FARC-EP en una declaración fechada el 10 de febrero de 2013 en La Habana.
A través de los programas de la Iniciativa Mérida (especie de Plan Colombia para México, América Central, República Dominicana y Haití), Estados Unidos provee al gobierno mexicano de ayuda financiera, técnica y de formación de cuadros con el fin de transformar el sistema penitenciario. De 2007, año en que comenzaron, hasta 2012, el número de prisiones federales en México aumentó de 6 a 22, es decir, su número casi se cuadruplicó en sólo cinco años.
Con apoyo económico y asesoría de expertos norteamericanos fue inaugurada en mayo de 2009 la Academia Nacional para la Administración Penitenciaria en Xalapa, Veracruz, donde han sido formados ya 3,479 oficiales recién reclutados. Simultáneamente, más de 270 instructores se graduaron en Estados Unidos, en la «New Mexico Corrections Academy». El «Colorado Department of Corrections» entrenó a 73 oficiales en el sistema norteamericano de clasificación de reclusos, a otros 110 en transporte de prisioneros, y a 18 más en los sistemas de libertad restringida. En esta última especialidad fueron entrenados 41 oficiales en la «Maryland Police and Corrections Training Academy». Por último, en el «U.S. Federal Bureau of Prisons» recibieron entrenamiento 110 cuadros de dirección de primero y segundo nivel (1).
En América Central, el programa CARSI («Central American Regional Initiative») funcionó desde 2008 como una rama de la Iniciativa Mérida, pero como programa independiente desde 2010. De acuerdo a un informe de GAO, agencias estadounidenses asignaron 350 millones de dólares para financiar el CARSI entre 2008 y 2012 (2).
Según el criminólogo Omar Flores de la Fundación de Estudios para la Aplicación del Derecho (FESPAD), el panorama carcelario es «más preocupante» en el triángulo norte (Guatemala, El Salvador, Honduras) donde con la «remilitarización» de la seguridad se reprimen los delitos con encarcelamientos masivos (3). Un informe del «Congressional Research Service» (4) revela que, con fondos del CARSI, Estados Unidos creó en estos tres países unidades militares transnacionales llamadas TAG («Transnational Anti-Gang»). Las empresas norteamericanas constructoras de centros penales tienen el lema de que «toda cárcel que se construye se llena». Los planes acelerados de Estados Unidos de construcción de prisiones en América Latina se acompañan de la criminalización y privación de libertad de amplios sectores de la población.
En Guatemala, con ayuda del CARSI, las autoridades planean construir cuatro cárceles de máxima seguridad. En Honduras, donde en 2009 un golpe de Estado derrocó al presidente Zelaya, el Subsecretario William Brownfield anunció durante una visita en mayo de 2012, la colaboración norteamericana para «mejorar» las prisiones hondureñas mediante una ayuda adicional por 50 millones de dólares. Se prevé construir una cárcel de máxima seguridad para 4,000 internos. Brownfield fue embajador en Venezuela donde fue notoria su actitud injerencista. En dos ocasiones, en abril de 2006 y en enero de 2007, el presidente Hugo Chávez lo amenazó con expulsarlo del país si continuaba con sus provocaciones. El desarrollo de las instalaciones penitenciarias en Honduras, con financiamiento y asesoría estadounidenses se acompaña, como era de esperar, de la criminalización de los indígenas que resisten a la privatización de las tierras comunales y de los activistas en contra de la destrucción de los medios de vida del campesino para satisfacer los interes extranjeros de producción de biocombustibles
En Panamá, el Centro Correccional de Pacora es parte de un programa dentro del CARSI con financiamiento estadounidense de 3.5 millones de dólares (5). Panamá amplía también sus capacidades penitenciarias con nuevas prisiones en Ciudad Panamá (megacárcel La Nueva Joya) y en Chiriquí, con capacidades para 5,536 y más de 1,000 reclusos, respectivamente. En junio de 2013, el gobierno panameño anunció la construcción de una nueva cárcel de mujeres que albergará a 1,155 internas, a un costo de 17.5 millones de dólares.
En Costa Rica, con el apoyo del INL («International Narcotics and Law Enforcement Affairs») y con fondos del CARSI, se realizaron importantes tansformaciones en la Penitenciaría de La Reforma. Oficiales costaricenses reciben entrenamiento por el INL en las prisiones de Nebraska y Maryland (6).
En República Dominicana, el Dr. Radhamés Jiménez Peña, Procurador General de la República hasta el 16 de agosto de 2012, anunció la construcción de seis nuevas prisiones en concordancia con la «Nueva Cultura Penitenciaria» promovida por Washington. En febrero de 2012 ABC News anunció que el gobierno de Estados Unidos tiene en sus planes la construcción de dos cárceles en zonas rurales de Haití a un costo entre 5 y 10 millones de dólares, y citó como fuente a un funcionario del INL.
En casi todos los países de América Latina la población penal supera a la capacidad del sistema penitenciario y los reclusos sufren de terribles condiciones de hacinamiento. Desde este punto de vista, se justifica la construcción de nuevas cárceles. Lo que sucede es que, en la práctica, la situación no se alivia sino se agrava porque la intervención de Estados Unidos a través del Plan Colombia, de la Iniciativa Mérida o del CARSI, no resuelve los graves problemas sociales de la región sino que los profundiza y la creciente criminalización de la población marginada multiplica las tasas de encarcelamiento.
En México, por ejemplo, el país que más cárceles ha construido en los últimos años con ayuda norteamericana, la ocupación de sus instalaciones penitenciarias se mantuvo prácticamente igual, superior al 120 %, entre 2007 y 2011. En Guatemala, en ese mismo intervalo, de 128 subió a 190 %; en Honduras, de 141 a 146 %; en Panamá, de 161 a 180 %; en Colombia, de 117 a 128 %, en Costa Rica, de 99 a 127 % (7). En 2008, cuando se implementó el CARSI en El Salvador, la población penal era de 17,000 reclusos; en 2010 había aumentado a 24,000 (8), un incremento del 41 % en sólo tres años.
La «Nueva Cultura Penitenciaria» es una política que, a imagen y semejanza de lo que actualmente sucede en Estados Unidos, intenta controlar los problemas que surgen de la marginación reprimiendo, criminalizando y encarcelando a los marginados. Su principal pretexto es la «guerra contra las drogas» que después de más de cuatro décadas de fracasos ha demostrado el relevante papel que desempeña en la contrainsurgencia, en la expansión de las transnacionales y en las ambiciones geopolíticas de Estados Unidos; es decir, ha servido y sirve como uno de los instrumentos más importantes de dominio imperial (9). Al igual que el Plan Colombia, la Iniciativa Mérida y el CARSI están condenados al fracaso pero constituyen magníficas pantallas a la injerencia y presencia militar de Estados Unidos en los países del sur.