Apodado en Washington el Maquiavelo de la Casa Blanca, Karl Rove es, en el entorno del presidente Bush, una especie de superconsejero político, el gurú más escuchado en cuestiones de política interior de Estados Unidos, y el estratega jefe de las campañas electorales. Posee la reputación de ser una máquina intelectual fascinante, de una implacable […]
Apodado en Washington el Maquiavelo de la Casa Blanca, Karl Rove es, en el entorno del presidente Bush, una especie de superconsejero político, el gurú más escuchado en cuestiones de política interior de Estados Unidos, y el estratega jefe de las campañas electorales. Posee la reputación de ser una máquina intelectual fascinante, de una implacable sangre fría, hiperorganizado, capaz de estudiar diez informes a la vez. Llamado a veces el Bonaparte de las elecciones, Karl Rove es el artífice incontestable de las dos victorias de George W. Bush en las elecciones presidenciales del 2000 y del 2004.
Este superdotado de la política se halla metido en un escándalo de envergadura ligado a las investigaciones que un fiscal especial está llevando a cabo para determinar quién reveló la identidad de una agente de la CIA en las semanas que precedieron, en el 2003, el ataque norteamericano contra Irak. En Estados Unidos, revelar la identidad de un agente de los servicios de inteligencia es un crimen federal. Varias fuentes, entre ellas el semanario Newsweek , afirman que Karl Rove fue quien reveló a los medios la identidad de la agente Valerie Plame para vengarse del marido de ésta, Joseph Wilson.
Todo este asunto empezó cuando el vicepresidente Dick Cheney recibió en el 2002 un informe de los servicios secretos italianos según el cual Sadam Huseín intentaba comprar uranio en Níger. Eso parecía demostrar que Bagdad estaba tratando de dotarse del arma nuclear. El embajador Joseph Wilson, que había pasado veintitrés años en Asuntos Exteriores, fue enviado a Niamey para investigar. «En febrero del 2002 -explicó Wilson- pasé ocho días en Níger conversando con todos los que podían informarme. Pronto me convencí de que no había sucedido nada de aquello. Un simple análisis del documento mostraba la tosquedad de la manipulación. Las cartas contenían faltas en francés. Una de las cartas estaba firmada por un funcionario que había cesado diez años antes. Varias fechas no correspondían con los días de la semana. Varios nombres y títulos de funcionarios eran inexactos… Era una falsificación, fabricada para engañar».
A su vuelta, Wilson elaboró un informe, enviado a la CIA, en el que ponía en guardia contra esas informaciones y demostraba que eran falsas. El presidente Bush fue informado de ello. En octubre del 2002, George Tenet, entonces director de la CIA, le pidió a Bush que no lo mencionara en un discurso que el presidente se disponía a pronunciar en Cincinnati (Ohio). Tenet había prevenido a Bush de que las informaciones de que disponía la CIA no permitían establecer que Irak hubiera tratado de comprar uranio en África.
Sin embargo, unos meses más tarde, en el discurso sobre el estado de la nación ante el Congreso, Bush citó -sabiendo que era falso- lo de la compra de uranio en Níger para acusar a Bagdad de poseer armas de destrucción masiva, y justificar así la guerra. Escandalizado por la desvergüenza del presidente, Joseph Wilson escribió un artículo de gran resonancia en el New York Times, donde explicaba los detalles de su misión y demostraba que el presidente había mentido con conocimiento de causa, lo que en Estados Unidos constituye también un crimen federal.
De la noche a la mañana, Wilson se convirtió en víctima de una virulenta campaña de desprestigio que llevaron a paso de carga funcionarios de alto rango -entre ellos Karl Rove- que hicieron saltar a su mujer, Valerie Plame, al revelar a algunos periodistas su identidad de agente de la CIA, poniendo así en peligro a sus informadores en el curso de misiones anteriores y su carrera.
Durante más de dos años, Rove se vio protegido por el derecho de los periodistas a no revelar sus fuentes. Pero el fiscal especial Patrick Fitzgerald ordenó el encarcelamiento de Judith Miller, del New York Times, por negarse a colaborar, y ha conseguido la confesión de Matthew Cooper, periodista de Time Magazine . Ya nadie duda de la culpabilidad de Karl Rove. Sólo falta ahora por demostrar la indiscutible complicidad del presidente George W. Bush.