Usted trabaja más con menos. Los beneficios empresariales aumentan un 22 por ciento. La sucia verdad de cómo recuperarse de la crisis sin aumentar el empleo. Traducido para Rebelión por Ricardo García Pérez
Un radiante día de primavera, en un jardín engalanado de plantas trepadoras y lleno de espabilados asistentes a un congreso, si bien medio borrachos, estábamos lamentándonos con un compañero periodista por todos los puestos de trabajo de los que teníamos noticia que no se cubrían, sino que eran absorbidos por la plantilla o gestionados como «trabajo extra». Era duro para todos los implicados, pero necesario: ya se sabe, hacer más con menos.
«¡Es lo que hay! -dijo él-, acelerar la producción.»
Aquella expresión de la vieja escuela daba forma a algo que hemos venido apreciando cada vez con mayor preocupación y trascendía el ámbito del periodismo. Ya sabemos que hay profesionales creativos que ocupan lo que parecía ser empleos de ensueño y, no obstante, se vienen abajo porque la lista de tareas y encargos rutinarios que han recibido era cada vez más larga; y lo sabemos también por los conductores de autobús, los técnicos sanitarios, los trabajadores de la construcción, los médicos y los abogados, que con sentimiento de culpabilidad reconocen que, al margen de lo que se hayan esforzado por mantener a raya las horas extras y las tareas adicionales, sencillamente no han podido contenerlas. (Y no pregunten por el tiempo con la familia.)
El diccionario de inglés Webster’s define el término «speedup» como «la exigencia de un empleador de que se acelere la producción sin aumentar el salario», y era una palabra familiar. Los jefes metían prisa en la cadena de montaje para responder a un pedido voluminoso, para engordar los beneficios o para castigar a una mano de obra descontenta. Los trabajadores lo detectaban y los sindicatos (¿se acuerdan de lo que eran?) supervisaban y negociaban al respecto; y, si era necesario, salían a protestar para no dejarse atropellar.
Pero ahora ya ni siquiera lo detectamos; no lo percibimos en los trabajos no cualificados, en los trabajos de guante blanco (o de guante rosa), no lo percibimos en los manuales de economía y , sin duda, no lo vemos en los medios de comunicación (salvo cuando los periodistas reniegan de que en las redacciones se ha contraído el personal y se ha dilatado el trabajo). Ahora el término que se emplea es «productividad», un vocablo insidioso tanto por el uso como por el picotazo que asesta. Lo que sutilmente lleva implícito es siempre lo mismo: «¿No quieres ser un miembro productivo de la sociedad?» Expertos de todo el espectro político revelan en este hecho que la productividad estadounidense (también conocida como producción económica por hora de trabajo) es la que rige el mundo con coherencia. Sí; año tras año, los estadounidenses extraemos de cada minuto que pasamos en nuestro puesto de trabajo aún más valor del que logramos arrancar el año anterior. ¡EE. UU.! ¡EE. UU.!
Con la salvedad de que lo que es bueno para las empresas estadounidenses no necesariamente es bueno para los estadounidenses. No solo trabajamos más rápido, sino más. Y más. Y más… hasta el extremo en que el mecanismo impulsor ya no es la capacidad de trabajo estadounidense, sino algo mucho más rapaz.(Pincha aquí para ver doce gráficos que te harán hervir la sangre, sobre datos económicos de creciimento, empleo, etc. en Estados Unidos en los últimos años.)
Algo familiar: ¿Le preocupa tener que adelantar trabajo a las 4 de la madrugada? ¿Se siente culpable al descubrir que en la última hora solo ha atendido a medias a su hijo? ¿Consulta el correo electrónico del trabajo en un semáforo, durante la cena o en la cama? ¿Teme percibir que lo que otrora eran diversiones, como cenar con los amigos, sean un trabajo más de su lista de tareas pendientes?
Imagínese: no es solo usted. Podrían parecer problemas personales (y, sin duda, la industria farmacéutica se alegra de perpetuar esa idea), pero en realidad son problemas económicos. Contabilizando solo el trabajo que cuenta con respaldo documental (olvidémonos de esos correos electrónicos de las 11 de la noche), los estadounidenses dedican ahora a trabajar al año una media de 122 horas más que los británicos y 378 horas (¡casi diez semanas!) más que los alemanes. La diferencia no reside en que sus horas sean más largas, por supuesto; en todo el mundo, casi todo el mundo, salvo nosotros, tiene, al menos sobre el papel, derecho a fines de semana libres, vacaciones pagadas (en formato pdf) y permisos por maternidad remunerados. (Los únicos países que no estipulan un tiempo libre remunerado para las madres que acaban de tener un bebé son Papúa Nueva Guinea, Sierra Leona, Liberia, Samoa, Suazilandia y… nosotros, Estados Unidos.)
Para comprender cómo hemos llegado hasta aquí pensemos primero en la leyenda prototípica de Benjamin Franklin, Horatio Alger o Henry Ford: evitar el trabajo duro (realmente duro, duro de verdad) delata que eres profundamente antiestadounidense. Aparte del asalariado japonés del estereotipo, ¿quién mejora tanto la imagen que tiene de sí mismo por sacrificarse en su trabajo? Llamar vago a alguien es decirle uno de los insultos más cáusticos que se puede proferir en una reunión de sociedad.
Y así nos doblegamos ante una máxima cultural (de eso nada, la suscribimos) que resulta ser enormemente oportuna para el conglomerado empresarial estadounidense. «Nuestra cultura me ha animado a que me sienta valioso solo si no me aferro a mi sensatez», me escribió un amigo por correo electrónico cuando trabajábamos en este artículo. De hecho, cada vez que le mencionábamos este tema a alguien (un lector, una fuente, un amigo) lo primero que hacía era preocuparse de decir: «yo no soy perezoso. Me encanta mi trabajo. Desciendo de una gran familia de trabajadores esforzados». Pero luego se les sale: el cansancio, el aislamiento, la culpa.
«Estoy agotado -decía un instructor universitario de Illinois «a tiempo parcial»-. No puedo ayudar a mi hijo con los deberes porque estoy corrigiendo y poniendo notas hasta la noche, muy tarde. Todos los días me levanto muy temprano, me salto la comida pero no para ahorrar dinero, sino tiempo, y la carga de trabajo nunca baja. Mi jefe usa y abusa de los empleados a tiempo completo aún más que de quienes trabajamos a tiempo parcial. Mi supervisor, por ejemplo, dirige un departamento grande. Acaba de ser ascendido a un puesto aún más exigente, pero no se va a cubrir su vacante en la dirección del departamento. Ahora hará lo que es un trabajo «extra» de entre 60 y 70 horas. No me puedo quejar de exceso de trabajo porque todo el mundo compite por tener suficiente horario docente para pagarse sus gastos. Si pierdes un grupo, pierdes un pedazo de tu sueldo. Si no podemos ocuparnos de un grupo, siempre se le puede asignar a otro profesor que esté desesperado por conseguir ese trabajo o el dinero.»
Sin duda corren tiempos difíciles: pero, ¿seguro que los empleadores que luchan por sobrevivir a la recesión no hacen más que apretarse el cinturón? Es cierto en algunos casos. Pero en la imagen global los datos muestran una pauta más desagradable. Pensemos un poco en los gráficos que se pueden ver pinchando aquí. Después de un descenso acusado en los años 2008 y 2009, la producción económica estadounidense se recuperó bastante bien hasta los niveles previos a la recesión; nos fue mejor que a la mayoría de nuestras economías compañeras del G-7. Pero no tanto a los trabajadores estadounidenses. Aquí la diferencia entre el número de personas que perdieron su empleo y quienes han vuelto a ser contratados cuando se inició la recuperación es mucho mayor que en otros lugares.
Ahora bien, algunos empleos siempre se «racionalizan» gracias a mejoras tecnológicas u organizativas; este es un ámbito en el que no resulta patriotero decir que Estados Unidos ha aventajado a sus homólogos europeos. Pero esa «brecha de productividad» se ha reducido considerablemente y, en cualquier caso, entre los años 2008 y 2010 no ha habido ningún avance espectacular de la tecnología o de la eficiencia (más bien lo contrario: Twitter/Facebook/FarmVille).
¿Y qué decir de la deslocalización? No cabe duda de que influye. Pero, cada vez más, los trabajadores estadounidenses también están siendo presa de lo que llamaremos endilgación: reducir el personal y descargar el trabajo sobre la plantilla que queda. Pensemos en el reciente reportaje de The Wall Street Journal sobre los «súperempleos», un eufemismo ingenioso para referirse a los trabajadores que hacen algo más que las tareas de propias de su puesto de trabajo; más de la mitad de los trabajadores entrevistados dijeron que sus puestos de trabajo se habían ensanchado, por lo general sin aumento de sueldo ni de incentivos.
Entre tanta cháchara sobre la «recuperación del desempleo», ¿con qué frecuencia explica alguien la sencilla proeza mediante la cual se ha llevado a cabo realmente? En el año 2009 la productividad estadounidense se ha duplicado con respecto a la de 2008, y de nuevo ha sido el doble en 2010: reduce la mano de obra, aumenta la productividad y… ¡voilà! No es raro que, según un nuevo informe del Instituto de Política Económica (Economic Policy Institute) los beneficios empresariales hayan aumentado un 22 por ciento desde el año 2007. Es preciso repetirlo: han aumentado un 22 por ciento.
Es un cambio bastante radical. Como señala Brad DeLong, economista de la Universidad de California en Berkeley, hasta no hace mucho «las empresas conservaban a los trabajadores en los momentos malos aun cuando no hubiera suficiente trabajo para ellos (los ponían a pintar la fábrica) porque no querían ver a sus trabajadores cualificados y experimentados largarse y luego tener que correr con el gasto y la pérdida de tiempo de tener que formar a otros nuevos. Esa época se acabó. Hoy día las empresas se aprovechan de los momentos malos para racionalizar sus actividades e incrementar la productividad laboral alegando necesidades de empresa ante sus trabajadores.»
¿En qué tiene una enorme desfachatez el gran conglomerado empresarial de Estados Unidos? Ya sabrán buena parte de la respuesta, pero para obtener confirmación oficial veamos lo que dice Erica Groshen, una vicepresidenta de la Reserva Federal del Banco de Nueva York: en Estados Unidos es más fácil que en Gran Bretaña o Alemania, por ejemplo, «que los empleadores eviten incorporar puestos de trabajo permanentes», declaró hace poco a la agencia Associated Press. «Están menos limitados por las prácticas tradicionales de los departamentos de recursos humanos [que, traducido, quiere decir decencia] o los convenios sindicales». El politólogo de Rutgers Carl van Horn lo dice en lenguaje más llano: «Todo favorece a los empleadores. El empleado no tiene ningún poder. Si tu jefe dice «quiero que vengas a trabajar los dos sábados próximos», ¿qué vas a decirle? ¿Que no?»
Y a menos que la CNBC te engatuse, esta situación no es solo producto de la recesión. Durante toda la década pasada los salarios se han estancado y la carga de trabajo ha aumentado, pero la burbuja de Wall Street nos ha permitido ahogar nuestras penas en créditos. (Claro que trabajo unas horas desorbitadas y nuestro fondo de pensiones ha pasado a la historia, ¡pero fíjese en la encimera de granito de mi cocina!) Luego vino la situación de quiebra y la aceleración… se aceleró.
Lo que nos lleva a otro delirio compartido: el trabajo multitarea. Pasando por alto todo lo que nos hemos esforzado en alcanzar cierta conciliación colectiva, la aritmética elemental revela que hasta después de que las amas de casa ingresaran en el mercado laboral había que seguir haciendo el trabajo de las amas de casa. Sin duda, parte del mismo, en especial el cuidado de los niños, se deslocalizó, a menudo con salarios que estaban por los suelos. Pero a muchas mujeres y a un número creciente (aunque todavía insuficiente) de hombres, les espera el segundo turno cada noche. Al que cada vez más se suma un tercer turno, pues seguimos encadenados digitalmente a la oficina en el menguante número de horas que pasamos realmente en casa.
El trabajo multitarea parece la solución evidente: «déjame que conteste a este correo electrónico mientras te ayudo con los deberes». Pero aquí está la terrorífica noticia que arroja la investigación: salvo contadas y raras excepciones, la mayoría no podemos hacer realmente muchas tareas a la vez. Pruebe a mantener una conversación con su esposa mientras revisa la BlackBerry, pero verá que los datos empíricos muestran (PDF) que hace ambas cosas malamente. Y no solo eso: si hace muchas tareas al mismo tiempo de forma constante, su cableado mental real se deteriora y su cerebro pierde la capacidad de concentración. (Lo mismo pasa con el sueño: dejando a un lado una diminuta minoría de mutantes, los seres humanos rinden clara y progresivamente peor cuando descansan menos de ocho horas por la noche. Siga adelante y llore.)
Pinche aquí para ver más mapas y gráficos sobre cómo los estadounidenses trabajan más y ganan menos.
¿Se cree usted la excepción? Para nada. «Prácticamente todas las personas que hacen múltiples tareas a la vez creen que son brillantes haciéndolo –advierte el sociólogo de Stanford Clifford Nass-. Y uno de los grandes descubrimientos es… ¿adivina cuál? Es usted realmente pésimo haciéndolo. [Se] ha demostrado una y otra y otra vez. Nadie habla de eso, no sé por qué, pero lo cierto es que no se han aportado pruebas en sentido contrario desde hace 15 o 20 años.»
En realidad, no cuesta mucho trabajo suponer por qué nadie habla de eso: tenemos que creer que hay una solución alternativa para lo que estamos acostumbrados a interpretar como un defecto personal. Cuando, de hecho, el problema es la absurda premisa de que nuestra economía puede producir siempre más con cada vez menos.
¡Pero anímese! Allí arriba, en las oficinas de los directivos se reconoce cada vez más que las demandas poco realistas sobre el tiempo están aniquilando el alma… de los directivos. «Como siempre están activos, los entornos de trabajo multitarea están acabando con la productividad, echando a perder la creatividad y haciéndonos infelices», señala un artículo reciente publicado en McKinsey Quarterly, la revista de investigación de la gigantesca consultora global que ha sido la principal animadora de la eficiencia empresarial de Estados Unidos. «Este azote golpea con especial dureza a los consejeros delegados y a sus colegas, la primera línea de directivos.» ¿Cuál es el consejo de McKinsey para los directivos atribulados? Haga las cosas de una en una; delegue; tómese más descansos.
Trate de decirle eso a los millones de personas cuyo trabajo ha sido recortado, deslocalizado o acelerado gracias a McKinsey.
¿Cómo han conseguido lavarnos el cerebro? Para unos pocos afortunados, el dinero y el reparto de dividendos ayudan a recubrir de caramelo la vorágine cotidiana: en Googleplex, la sede de Google, se puede encontrar de todo, desde un gimnasio en el centro de trabajo hasta paredes para escalar, limpieza en seco gratuita, salón de masajes o sushi. Algunos prestan atención al canto de sirenas de Tony Robbins, Franklin Planner, 4-Hour Workweek o Lifehacker: escoja su propio gurú de la productividad. Pero para la mayoría de los estadounidenses no hay más que miedo…en el mejor de los casos, a resultar superado y, en el peor, a ser degradado. Incluso entre los titulados universitarios, el desempleo asciende al doble de la cifra de 2007, y esas estadísticas no tienen en cuenta a los licenciados que trabajan de repoonedores o en servicios de atención telefónica. Hace poco, McDonald’s ha anunciado que tiene más de un millón de solicitantes para 62.000 puestos de trabajo nuevos. Ya hemos dicho bastante.
Mientras, lo que se ha hecho pasar como las molestias crecientes de una economía moderna (para no pasarse de marxista) tiene que ver sencillamente con la redistribución. Para el 90 por ciento de los trabajadores estadounidenses, los ingresos se han estancado o descendido en las tres últimas décadas, mientras que en lo más alto de la pirámide se han hinchado y en la cúspide han estallado. En el año 2008, el 0,1 por ciento más rico ganaba 6,4 veces lo que obtenía en 1980 (en cifras ajustadas a la inflación). Y para alimentar aún más su ira, ¿el 22 por ciento de beneficios? La mayoría correspondía a un solo sector: el de las finanzas.
Dicho de otro modo: todo el trabajo extra que ha asumido usted (trabajando por la noche hasta tarde, salándose la hora de la comida, perdiéndose partidos de fútbol) ha dado su fruto. Para ellos.
La cosa seguirá así mientras sigamos creyéndonos tres falacias. La primera, que sentirse avasallado por una carga de trabajo abrumadora es un fracaso personal. La segunda, que se trata únicamente de una batalla de su empresa o su sector… cuando en realidad lo que está sucediéndoles a las limpiadoras de los hoteles y a los vendedores también les está pasando a los directores de proyecto, a los ingenieros y a los médicos. La tercera, que nadie puede hacer nada para evitarlo.
No, no y no. Hemos llegado a este punto por varias décadas de decisiones políticas. Citaremos solo tres: ceder la financiación de las elecciones a intereses económicos; dificultar que los sindicatos se organicen; desregular Wall Street (y rajarse a la hora de volver a regularla después de que los agentes financieros estuvieran a punto de aniquilar la economía mundial). E incluso después de haber visto que estas políticas ponen de rodillas a la economía global, Mitch McConnel & Co. dice que poner en duda la fuerza empresarial equivale a sacar las carretas que conducían a la guillotina. Por favor.
Hace falta todo un cargamento de arrogancia y un artículo cuatro veces más extenso que este para prescribir una solución. Pero baste decir que en Estados Unidos hay empresas a las que se les ha ocurrido un modo de prosperar y mantener un entorno de trabajo sensato e, incluso, cautivador. (Pensemos en las políticas de Mule Design Studio, una tienda de internet con una serie de clientes de primera: «Nuestro horario de oficina es de lunes a viernes, de 9 a 18 horas. No damos nuestro número de móvil. Los fines de semana dejamos de existir».)
Las empresas europeas tienen que hacer frente a las mismas presiones que las nuestras (aunque en la vigorosa economía de Alemania, por ejemplo, hay seis semanas de vacaciones obligatorias, trabajar en fin de semana es una práctica de último recurso y la reacción de las empresas a un revés de la economía no es despedir a todo el mundo, sino instituir el kurzarbeit alemán reduciendo temporalmente el horario de trabajo para recuperarlo cuando las cosas empiezan a pintar mejor [más información aquí, en formato pdf]). Claro que van siempre ligeramente rezagadas con respecto a nuestra productividad. Pero pregúnteselo usted mismo. ¿A quién beneficia que seamos el número 1?
Exactamente. De manera que tal vez haya llegado el momento de salir del armario de la aceleración. Quéjese a un amigo, a un vecino o a un compañero de trabajo. Escúcheles decir «A mí también». Quizá suene un tanto pobre y no extirpe a Mitch McConnell del organismo político de Estados Unidos. Pero si usted es objeto de una relación abusiva, como lo es en la actualidad más del 90 por ciento de los estadounidenses, el primer paso para recuperarse es reconocer que se tiene un problema.
Monika Bauerlein es codirectora de Mother Jones.
Clara Jeffery es codirectora de Mother Jones.
Fuente: http://motherjones.com/