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El incendio del Reichstag de Bush el 11-S

Fuentes: Common Dreams

Traducido para Rebelión por Germán Leyens

Cuando Hitler ascendía al poder en la Alemania de los años treinta, alguien le hizo el favor de incendiar el Reichstag, el parlamento alemán. Se piensa en general que los nazis lo quemaron ellos mismos.

Los cínicos acólitos de Hitler convirtieron ese incendio en una horrenda ola de terror. Acusaron «a los comunistas» y a los judíos, a los sindicalistas y a los homosexuales. Con el apoyo de un populacho aterrado, suspendieron los derechos y las libertades civiles, engrasaron su maquinaria bélica y se hicieron llevar por la marea fascista hacia una genuina dictadura fascista. El resto, como se dice, es historia.

La interminable orgía de retórica, recriminaciones y represalias por el 11-S patrocinada por la Casa Blanca se ha convertido en un paralelo traicionero. Pocos estadounidenses creen que la propia administración Bush haya derribado el World Trade Center. Pero esa convicción se generaliza en Europa y el mundo musulmán, y por buen motivo.

Este gobierno no-elegido – Hitler también llegó al poder con una minoría de los votos – ha utilizado las terribles tragedias del 11 de septiembre de un modo muy parecido a la forma como los nazis aprovecharon el incendio del Reichstag. Bush no logró capturar o juzgar a los presuntos perpetradores del 11-S. Pero ha utilizado la tragedia para impulsar una agenda de extrema derecha orientada a aplastar las libertades cívicas, silenciar toda oposición, engrasar una maquinaria bélica, y arrogarse el derecho a atacar unilateralmente a otros países sin provocación tangible.

Al mismo tiempo ha habido un ataque contra el entorno natural, los derechos de las mujeres, los derechos gays, el sindicalismo organizado, una amplia gama de tratados internacionales, y la necesidad del público de saber respecto a y llevar ante la justicia el crimen corporativo y los negocios bursátiles fraudulentos que parecen involucrar a por lo menos la mitad del gabinete de Bush, incluyendo a sus dos principales miembros.

De modo apropiado, precisamente cuando la nación honraba a los que murieron en uno de los actos más perversos de terrorismo imaginables, Jeb, el hermano de Bush, realizó otra burla del proceso electoral. En Florida, donde la elección de 2000 fue descaradamente robada, impusieron de nuevo las máquinas de votar defectuosas en distritos repletos sobre todo de negros y judíos. Mientras los ojos de la nación se concentraban en otro sitio — se inyectó un caos importante – tal vez fatal – en la primaria demócrata que debía elegir al oponente de Jeb en el otoño. Mientras las boletas inutilizables, las máquinas disfuncionales y las horas de votación manipuladas volvían a desgarrar el proceso democrático, se podía oír a los republicanos riéndose satisfechos desde Tallahassee a Washington.

Mientras tanto, John Ashcroft despedazó la Declaración de Derechos de EE.UU. de un modo como Osama bin Laden o Sadam Husein jamás hubieran imaginado. Bajo el manto del terror, el nuevo Gran Inquisidor virtualmente eliminó las primeras diez enmiendas a la Constitución – excepto la segunda, que garantizaba que él y sus patrocinadores del lobby de las armas (e innumerables potenciales terroristas) puedan continuar portando rifles.

Por cierto, mientras profesaban un odio acérrimo al Gran Gobierno, los así llamados conservadores patrióticos tiraron virtualmente a la basura toda garantía de libertad individual en la que se construyó la grandeza estadounidense. En nombre de la lucha contra el terror, el derecho se ha convertido en el máximo terrorista anticonstitucional. Ashcroft se arrogó el poder de arrestar virtualmente a todos los que considerara inadecuados, los «desapareció» sin anuncio público, les negó acceso a un abogado, y los juzgó en secreto, cuando lo hacía. Bajo ciertas interpretaciones del procedimiento militar, la Administración Bush cree evidentemente que tiene derecho a ejecutar gente sin garantías constitucionales.

En otras palabras, el régimen se conduce de un modo muy similar a muchas otras dictaduras del tercer mundo que EE.UU. ha instalado por todas partes. Pinochet, Somoza, los talibán, Sadam Husein, el shah, Noriega, Mobutu, Marcos, Suharto. Los saudíes.

Estos rebaños de matones y clepto-dictadores patrocinados por EE.UU. finalmente han terminado por pagar las consecuencias. Para la mayoría de los estadounidenses, cualquier comparación semejante con algún régimen de EE.UU. parece una exageración histérica. Después de todo, los manifestantes contra la guerra abusaron de la palabra «fascista» a fines de los años sesenta como un epíteto común.

Pero Lyndon Johnson no era fascista, y a Richard Nixon lo obligaron a funcionar al unísono con la Declaración de Derechos y con una Corte Suprema que estuvo dispuesta a respaldarla. Aunque EE.UU. estaba sumergido en una guerra real, aunque injusta, las garantías de libre expresión, habeas corpus y de un juicio justo y público siguieron existiendo.

Esas garantías han desaparecido. Las libertades también fueron limitadas durante la Guerra Civil y la Primera y Segunda guerras mundiales. Pero la nueva guerra de Bush no tiene un enemigo definido, ni un objetivo claro, y aún más importante, no tiene un fin previsible. Es una realidad orwelliana tangible, un pretexto permanente para destruir la libertad y el disenso.

Porque esos poderes absolutos están siendo utilizados ahora en primer lugar contra gente de color, la mayoría de los estadounidenses piensan que estos nuevos poderes no los afectarán. Pero como en Alemania, es sólo cosa de tiempo antes de que todos y cada uno sean intimidados, y todos y cada uno sean objeto de ataques oficiales.

Esta administración ha gustado de lanzar la etiqueta de «terrorista» contra aquellos ecologistas y otros activistas que podrían cuestionar su tendencia al secreto u oponerse a sus políticas dictadas por las corporaciones. La historia nos enseña que sería una ilusión no esperar lo peor.

Porque esta administración no sólo no fue elegida, sino tiene mucho que ocultar. Un ejemplo es la violación mediática en patota de Martha Stewart. Mientras ella sufrió el ridículo público y el procesamiento oficial, los crímenes de George Bush en Harken Energy y de Dick Cheney en Halliburton fueron mucho peores. Stewart no era directora de una compañía cuyas acciones podría haber vendido con información confidencial. Bush y Cheney no estaban en la dirección o cerca de ella de las compañías de las que obtuvieron millones mientras se saqueaba a los accionistas corrientes. Como sabemos de tantas dictaduras del tercer mundo, cuando existe una adicción al secreto siempre hay mucho que ocultar.

Mientras tanto, Ashcroft encontró suficiente tiempo para atacar el uso medicinal de la marihuana y de otras substancias que los estadounidenses podrían querer utilizar aparte del tabaco y del alcohol. No puede sorprender por lo tanto, que mientras un cúmulo de información reciente confirma las tan necesitadas posibilidades curativas de marihuana, particularmente en la quimioterapia y en los tratamientos del sida, los fumadores de marihuana están siendo igualados con terroristas. Mientras estado tras estado confirma la historia de 5.000 años de marihuana como hierba medicinal, la administración insiste en imponer sanciones por su uso, que a menudo exceden aquellas por violación y asesinato. La guerra contra la droga sigue siendo una orden judicial indiscriminada para exponer a decenas de millones de estadounidenses al peligro de ser arrestados al azar y sin motivo.

Para comenzar, la derecha dejó de lado su retórica histórica sobre los derechos de los estados, para pisotear la oposición en un 80% de Nevada a ser convertida en un basural para desperdicios radioactivos. Hay que terminar por preguntarse si existe algún poder del que no se quiera apoderar este gobierno.

La respuesta parece ser negativa. Éste podría bien ser el tiempo más peligroso de toda la historia de EE.UU. Aunque los regímenes de guerra de Abraham Lincoln, Woodrow Wilson y Franklin Roosevelt tuvieron sus excesos, siguió existiendo un compromiso integral con las garantías históricas de libertad que habían hecho la grandeza de EE.UU.

Impregnados de fracaso económico, escándalos personales y una obsesión por el secreto, éste se ha convertido en el gobierno más opresor de todos los de EE.UU. Con medios de información comprados, un Congreso dócil y un Partido Demócrata invertebrado, ha convertido el horror del 11 de septiembre en una excusa chabacana para enterrar las libertades fundamentales que han hecho la grandeza de EE.UU.

No será fácil resucitar esas libertades. Pero no tenemos otra alternativa.

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http://www.commondreams.org/views02/0913-03.htm