Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens y revisado por Caty R.
Introducción del editor de Tom Dispatch
La secretaria de Estado Hillary Clinton realizó recientemente una gira de cuatro días por Oriente Medio, y dijo en cada parada a diversos aliados y enemigos, de manera típicamente estadounidense, lo que deben hacer. Y sin embargo, mientras hablaba, los eventos en el Líbano, Iraq, Argelia, e incluso Egipto parecían escapar cada vez más del control de EE.UU. Mientras tanto, el régimen de Túnez, uno de los Estados autocráticos y represores que Washington ha apoyado durante años mientras parloteaba sobre «democracia» y «derechos humanos», comenzó a derrumbarse.
En Doha, Qatar, frente a una audiencia de elite salpicada de responsables de la región, Clinton emitió repentinamente una advertencia a los dirigentes árabes de que la gente se había «cansado de instituciones corruptas y de un orden político anquilosado» y que «de muchas maneras, los fundamentos de la región se están hundiendo en la arena». Mientras Túnez hervía de ira y había disturbios por alimentos en Argelia y Jordania, insistió en que es hora de que los aliados de EE.UU. cambien su forma de ser y se abran a la «reforma». Un informe del New York Times, típico de la cobertura en este país, describió su discurso como una «crítica abrasadora» que también «sugirió una frustración porque el mensaje del gobierno de Obama al mundo árabe no se había comprendido».
Y ése, claro está, era el truco. Después de todo, desde que Barack Obama entró al Despacho Oval en enero de 2009, la política exterior de EE.UU. se ha desarrollado esencialmente de la misma forma que a finales del segundo mandato de Bush y en gran parte con el piloto automático, dirigida por un secretario de defensa heredado y una secretaria de Estado que igual podría haberla escogido John McCain si hubiera llegado a la presidencia. Basta con revisar el discurso de Clinton y, fuera de una descripción razonablemente exacta de algunos problemas regionales (y esa frustración), no ofrece otra cosa que vagas trivialidades.
El problema es que los planificadores de la política exterior de Washington parecen carecer de ideas, literalmente sufren muerte cerebral, precisamente cuando el mundo se mueve sin parar. En sus reacciones, incluso en su retórica, hay muy poco nuevo, aunque desde Túnez a India, China a Brasil, el mundo cambia ante nuestros ojos.
Una de las cosas nuevas en este planeta ha sido ciertamente WikiLeaks, cuyas descargas de documentos fueron recibidas inicialmente por el gobierno de Obama con desconcierto sorprendido y luego con una furia instructiva, ciega y represora. (Olvidemos el hecho de que el Departamento de Estado debería agradecer a su buena estrella la última descarga de documentos de WikiLeaks. Eclipsado por el Pentágono, toda la atención resultante le dio una prominencia que cada vez merece menos.) Como aclara el colaborador de TomDispatch, Juan Cole, quien dirige el invaluable sitio en la Red Informed Comment y es autor de Engaging the Muslim World, no sólo los aliados árabes de EE.UU. se «hunden en la arena». Estos días, para el gobierno de Obama, el mundo es un cenagal. Tom
El juego de la corrupción
Lo que la revolución tunecina y WikiLeaks nos dicen sobre el apoyo de EE.UU. a dictaduras corruptas en el mundo musulmán
Juan Cole
Una lección obvia de la Revolución Tunecina de 2011 es: la paranoia con respecto a los movimientos fundamentalistas y el terrorismo llevan a Washington a elegir mal y a dañar en última instancia los intereses y la reputación de EE.UU. en el extranjero. El tráfico cablegráfico del Departamento de Estado desde capitales en todo el Gran Oriente Medio, hecho público gracias a WikiLeaks, muestra que los responsables políticos estadounidenses tienen una visión honda y detallada de las profundidades de la corrupción y del nepotismo que prevalecen entre algunos «aliados» de la región.
El mismo tráfico de cables indica que, con un cínico cálculo de gran potencia, Washington sigue sacrificando las perspectivas de la juventud de la región en el altar de la «seguridad». Ahora se olvida de que el mayor dolor de cabeza de la política exterior de EE.UU., la República Islámica de Irán, surgió como reacción al respaldo estadounidense a Mohammad Reza Pahlevi, el despreciado Shah que destruyó los partidos políticos de izquierda y centro, allanando el camino para la toma del poder por los ayatolás en 1979.
Los cables del Departamento de Estado publicados por WikiLeaks son notablemente reveladores cuando muestran cómo el hombre fuerte tunecino Zine el-Abidine Ben Alí y su familia ampliada (incluido el clan de su mujer Leila Trabelsi) se pegaron a la economía tunecina y chuparon su sangre. Las fascinantes descripciones de los diplomáticos estadounidenses hacen que los miembros de «familia» presidencial parezcan vampiros de True Blood que triunfan sobre Bontemps, Luisiana.
En julio de 2009, por ejemplo, el embajador de EE.UU. cenó con Nesrine Ben Alí el-Materi y Sakher el-Materi, la hija del presidente y su yerno, en su suntuosa mansión. Materi, que gracias al nepotismo ascendió al dominio de los medios de comunicación tunrcinos, ofreció una cena de 12 platos, con jugo de kiwis, «no disponible normalmente aquí» y «yogurt helado traído en avión de Saint Tropez», todo servido por una enorme cantidad de sirvientes bien remunerados. El embajador se fijó el tigre mascota de la pareja, «Pasha», que consumía «cuatro pollos diarios» en tiempos de extrema penuria económica para los tunecinos de a pie.
Otros cables detallan la forma en que los clanes Ben Ali y Trabelsi participaban en una versión tunecina de negocios ilícitos con información privilegiada, utilizando su conocimiento de las futuras decisiones económicas del presidente, para tragarse bienes raíces y compañías de las cuales sabían que aumentarían repentinamente de valor. En 2006, el embajador de EE.UU. estimó que un 50% de la elite económica de Túnez eran parientes consanguíneos o por matrimonio del presidente, un grado de nepotismo difícil de encontrar fuera de algunas de las monarquías del Golfo Pérsico.
A pesar de su conocimiento profundo de la corrupción y la tiranía del régimen, la embajada de EE.UU. concluyó en julio de 2009: «A pesar de las frustraciones de trabajar aquí, no podemos descartar a Túnez. Tenemos demasiado en juego. Tenemos interés en impedir que al-Qaida en el Magreb islámico y otros grupos extremistas establezcan un punto de apoyo en este país. Tenemos interés en mantener profesionales y neutrales a los militares tunecinos.»
La noción de que si EE.UU. no hubiera dado al gobierno tunecino cientos de millones de dólares en ayuda militar durante las últimas dos décadas y media al tiempo que ayudaba a entrenar sus fuerzas militares y de seguridad, un oscuro grupo marginal que llamado «al-Qaida en el Magreb» podría haber establecido un «punto de apoyo» en el país era estúpida. Sin embargo se convirtió en una excusa válida para todo tiempo, universal, para una política equivocada.
A este respecto, Túnez ha sido la norma cuando se trata de la política estadounidense en el mundo musulmán. El firme apoyo del gobierno de Bush a Ben Alí hace especialmente aborrecible la sugerencia de algunos expertos neoconservadores de que la utilización por parte de George W. Bush de la retórica de democratización para propósitos neoimperialistas haya inspirado de alguna manera a los trabajadores y activistas de Internet de Túnez (ninguno de los cuales se ha referido nunca al despreciado ex presidente de EE.UU.) Seguramente habría sido más inteligente que Washington dejara sin un centavo al régimen de Ben Alí, por lo menos en lo militar, y se distanciara de su traílla de chacales. La región está, por supuesto, salpicada de polvorientas dictaduras tambaleantes, ahora excesivamente nerviosas, en las cuales gobernar es robar. EE.UU. no recibe beneficios verdaderos de su dañina asociación con ellas.
Una teoría inválida
La profundamente defectuosa, y a veces deshonesta, Guerra Global contra el Terror del gobierno de Bush, reprodujo los peores errores de la política de la Guerra Fría. Uno de esos errores tenía que ver con la reposición de la denominada teoría del efecto dómino, la idea de que EE.UU. tenía que adoptar una posición firme en Vietnam, o Indonesia, Tailandia, Birmania y el resto de Asia porque si no todo el mundo caería ante el comunismo. No era verdad entonces -la Unión Soviética ya estaba a menos de dos décadas del colapso- y no es aplicable ahora hablando de al-Qaida. Entonces y ahora, sin embargo, la teoría del efecto dómino prolongó la agonía de guerras mal concebidas.
A pesar del abandono del gobierno de Obama de la frase «guerra contra el terror», los impulsos que ésta conllevaba siguen conformando poderosamente las decisiones políticas de Washington, así como sus temores y fantasías geopolíticas. Resulta una absurda versión modernizada de la teoría del efecto dominó. Ese temor irracional a que cualquier pequeño revés estadounidense en el mundo musulmán podría llevar directamente a un califato islámico acecha tras muchos de los pronunciamientos de Washington y gran parte de su planificación estratégica.
Un ejemplo evidente se puede ver en el cable de la embajada que aprobaba el respaldo de Washington a Ben Alí por temor al insignificante y oscuro «al-Qaida en el Magreb». A pesar del espeluznante nombre, el pequeño grupo ni siquiera estaba originalmente vinculado al al-Qaida de Osama bin Laden, sino que surgió del movimiento reformista musulmán argelino llamado salafismo.
Se daba a entender que si EE.UU. dejaba de dar ayuda militar a Ben Alí, Bin Laden podría llegar a ser repentinamente califa de Túnez. Esta versión de la teoría del dominó -un pretexto para pasar por alto una cultura de corrupción, así como los abusos de derechos humanos sobre los disidentes- se ha generalizado tanto como para convertirse en el fundamento esencial de los mensajes diplomáticos secretos de EE.UU.
Hundir a la democracia en nombre de la Guerra contra el Terror
Tomemos, por ejemplo, Argelia. La ayuda militar estadounidense para la vecina Argelia ha aumentado de nada antes del 11-S a casi un millón de dólares al año. Podrá ser una suma pequeña en términos de ayuda, pero aumenta rápidamente y complementa un apoyo mucho más considerable por parte de los franceses. También incluye un entrenamiento sustancial para contraterrorismo; es decir, precisamente las habilidades que también se necesitan para reprimir protestas civiles pacíficas.
Irónicamente los generales argelinos que controlan las cuerdas del poder fueron los responsables de la radicalización del partido político musulmán del país, el Frente de Salvación Islámica (FIS). Cuando se le permitió presentarse a las elecciones en 1992, ese partido obtuvo una abrumadora mayoría en el Parlamento. Espantados y abatidos, los generales abrogaron repentinamente los resultados de la elección. Nunca sabremos si el FIS se podría haber convertido en un partido parlamentario democrático, como sucedió más adelante con el Partido Justicia y Desarrollo de Turquía, los líderes de los fundamentalistas musulmanes de los años noventa.
Furiosos porque los privaron de los frutos de su victoria, sin embargo, los partidarios del FIS pasaron a la ofensiva. Algunos se radicalizaron y formaron una organización que llamaron Grupo Islámico Armado, que más tarde se convirtió en afiliada de al-Qaida. (Un miembro de este grupo, Ahmed Ressam, intentó entrar a EE.UU. como parte del «complot del milenio» para volar el Aeropuerto Internacional de Los Ángeles, pero lo detuvieron en la frontera.) Luego estalló una sangrienta guerra civil en la cual los generales y los políticos más seculares fueron los vencedores, aunque después de la muerte de 150.000 argelinos. Como en el caso de Ben Alí en Túnez, París y Washington consideran que el presidente Abdel Aziz Bouteflika (elegido en 1999) es un bastión secular contra la influencia del fundamentalismo musulmán radical en Argelia, así como entre la población argelina-francesa en Francia.
Visto desde fuera, en los primeros años del Siglo XXI, Argelia recuperó la estabilidad bajo Bouteflika y sus respaldos militares y la violencia disminuyó. Los críticos denunciaron, sin embargo, que el presidente se coludió en cambios legislativos que posibilitaron que se presentara a un tercer período, una decisión que fue mala para la democracia. En la elección presidencial de 2009, se enfrentó a un campo débil de rivales y su principal oponente fue una mujer de un oscuro partido trotskista.
Los cables de la embajada de EE.UU. (de nuevo revelados por WikiLeaks) reflejan una profunda inquietud ante una creciente cultura de corrupción y nepotismo, a pesar de que no llegó a la escala tunecina. En febrero pasado, por ejemplo, el embajador David D. Pearce informó de que ocho directores de la compañía petrolera estatal Sonatrach estaban siendo investigados por corrupción. Agregó: «Este escándalo es el último en una serie, que aumenta dramáticamente, de investigaciones y procesamientos que hemos visto desde el año pasado involucrando a ministerios del gobierno argelino y empresas públicas. Significativamente, muchos de los ministerios afectados están dirigidos por ministros considerados cercanos al presidente argelino Bouteflika…»
Y no era nada nuevo. Más de tres años antes, la embajada en Argel ya hizo sonar la alarma. Observadores locales, informó a Washington, presentaban a los hermanos del presidente Bouteflika «Said y Abdallah, como particularmente rapaces». La corrupción se propagaba en un cuerpo de oficiales cada vez más dividido y polémico. El desempleo entre los jóvenes era tan terrible que se iban por el Mediterráneo en embarcaciones desvencijadas en la esperanza de llegar a Europa y encontrar trabajo. Y sin embargo, al leer los cables de WikiLeaks no se encuentra ninguna recomendación para dejar de apoyar al gobierno argelino.
Como es usual cuando Washington apoya regímenes corruptos en nombre de su guerra contra el terror, la democracia sufre y las cosas se deterioran lentamente. Las elecciones viciadas de Bouteflika que apuntaban sólo a asegurar su victoria, por ejemplo, desalentaron activamente la participación de los fundamentalistas moderados, y algunos observadores piensan ahora que Argelia, que ya está agitada por disturbios alimentarios, podría enfrentarse a una agitación popular al estilo tunecino. (Hay que recordar, sin embargo, que los militares argelinos y la policía secreta, con años de experiencia en una feroz guerra civil, están mucho más versados en técnicas opresoras de control social que el ejército tunecino.)
Si Argelia, rica en petróleo y mucho más grande que Túnez, se desestabilizara, sería un acontecimiento más impactante desde el punto de vista estratégico y aún menos predecible. Se tendría que culpar no sólo a Bouteflika y sus compinches corruptos, sino a sus patrocinadores extranjeros, con un conocimiento profundo (como indican los cables de WikiLeaks) pero petrificados en su actuación política.
Los «Ben Alís» de Asia Central
El problema tampoco se limita al Norte de África ni a los ansiosos autócratas respaldados por EE.UU. en el mundo árabe. Tomemos el país centroasiático de Uzbekistán, rico en gas natural y oro, con una población de unos 27 millones, sobre cuya corrupción la embajada de EE.UU. ya cablegrafió en 2006. El régimen dictatorial pero determinadamente secular del presidente Islam Karimov fue un temprano aliado del gobierno de Bush en su Guerra Global contra el Terror, muy dispuesto a suministrar a Washington confesiones conseguidas por medio de torturas de agentes de «al-Qaida» en su mayoría, según el ex embajador británico Craig Murray, simples disidentes uzbekos. (Aunque los uzbekos tienen un patrimonio cultural musulmán, las décadas de régimen soviético llevaron a una alta secularización de la mayoría de la población y, con la excepción del Valle Farghana, el movimiento musulmán fundamentalista es ínfimo.) Los graves abusos de los derechos humanos llevaron finalmente al gobierno de Bush a criticar a Karimov, lo que condujo a Tashkent a retirar los derechos de bases en ese país a los militares de EE.UU.
En los últimos años, sin embargo, ha habido un nuevo acercamiento debido a que las obsesiones de seguridad regional de Washington volvieron a ganar en relevancia y a la intensificación de las guerras de Afganistán y de la zona tribal del noroeste de Pakistán. El gobierno de Obama está convencido ahora de que necesita a Uzbekistán para el tránsito de suministros a Afganistán y eso evidentemente supera todas las consideraciones políticas. Como resultado, Washington suministra a Uzbekistán cientos de millones de dólares en contratos del Pentágono, una receta para más corrupción.
La primavera pasada cayó un gobierno centroasiático -Kirguistán- gracias al descontento popular, lo que debería haber sido una advertencia para Washington, y a pesar de ello los funcionarios de Washington ya parecen haber olvidado las lecciones de esos sucesos para sus políticas en la región. Mientras el gobernante Kurmanbek Bakiev permitía que EE.UU. utilizara la Base Aérea Manas para el tránsito y suministro de tropas estadounidenses a Afganistán, Washington pasaba por alto su corrupción y gobierno autoritario. Y resultó que su régimen no era tan estable como se había supuesto.
Hay un principio simple ante tales situaciones: una mala política crea otra aún peor. El error del gobierno de Obama al aumentar su Guerra Afgana hizo que necesitara cada vez más suministros, aumentó su preocupación por líneas de abastecimiento peligrosas a través de Pakistán, y lo hizo vulnerable al chantaje por el tránsito de parte de las cleptocracias gobernantes en Asia Central. Cuando sus poblaciones, también, estallen de cólera, el daño probable para los intereses de EE.UU. podría ser severo.
Hay que recordar una vez más que, como muy bien sabe el Departamento de Estado, el propio Afganistán es, cada vez más, sólo una inmensa versión, particularmente decrépita del Túnez de Ben Alí. Los diplomáticos estadounidenses por lo menos se mostraron algo preocupados por Ben Alí. Por el contrario, los funcionarios estadounidenses se deshacen en elogios públicos al presidente afgano Hamid Karzai (aunque en privado son perfectamente conscientes de la debilidad y corrupción del «alcalde de Kabul»). Siguen insistiendo en que el éxito de su gobierno es crucial para la seguridad de Estados Unidos, y por ese motivo Washington gasta miles de millones de dólares para sostenerlo.
La corrupción triunfa en nombre del contraterrorismo
Algunas veces podría parecer que todos los regímenes corruptos respaldados por EE.UU. son corruptos del mismo modo repetitivo. Por ejemplo, una forma de corrupción destacada particularmente en los cables de la embajada de EE.UU. cuando se trataba de los clanes Ben Alí y Travelsi en Túnez era la forma en que ofrecían «préstamos» a sus partidarios políticos y miembros de sus familias a través de bancos que controlaban o en los cuales tenían influencia.
Ya que esos receptores comprendían que en realidad no tenían que reembolsar los préstamos, los bancos se debilitaron y otros negocios tuvieron dificultades para obtener crédito, afectando la economía y el empleo. Gracias a la revolución del jazmín, por fin se está encarando el problema. Después de la huída de Ben Alí, el director del Banco Central fue obligado a renunciar, y el nuevo gobierno confiscó los activos del Banco Zitoune, que pertenecía a uno de sus yernos.
De la misma manera, en Afganistán, el Da Kabul Bank, fundado por el aliado de Karzai, Sherkan Farnood, fue utilizado como alcancía para la campaña presidencial de Karzai y para préstamos a miembros de su familia, así como a las familias de los señores de la guerra de su círculo. Los beneficiarios incluían al hermano de Karzai, Mahmoud Karzai y a Haseen Fahim, hijo de su vicepresidente y ex señor de la guerra de la Alianza del Norte, Marshal Mohammad Fahim. Parte del dinero se utilizó para comprar bienes raíces en Dubai. Cuando los precios de los bienes raíces se derrumbaron en ese país, el valor de esas propiedades cayó en picado.
Cuando los beneficiarios no pudieron amortizar o pagar sus deudas, el banco se tambaleó al borde de la insolvencia con consecuencias potencialmente graves para todo el sistema financiero afgano, mientras las multitudes desesperadas se reunían para retirar sus depósitos. Finalmente, el banco fue adquirido por el empobrecido banco afgano, lo que indudablemente significa que el contribuyente estadounidense terminará pagando la mala administración y la corrupción.
Lo mismo que la camarilla de Ben Alí se excedió en la corrupción, el círculo de Karzai también está repleto de pillos. Diplomáticos estadounidenses (entre otros) han acusado, por ejemplo, a su hermano Wali Ahmed de estar profundamente implicado en el tráfico de heroína. Con humor negro, la embajada estadounidense en Kabul informó en enero pasado de que Hamid Karzai había propuesto, y el parlamento había aceptado, para el puesto de lucha contra narcóticos en el gabinete a un cierto Zarar Ahmad Moqbel, que antes había sido Ministro Adjunto del Interior, pero fue removido por corrupción. Otro ex Ministro Adjunto del Interior incluso informó a funcionarios de la embajada de que «Moqbel recibió apoyo de la mafia de la droga para que incluyera al hermanastro más joven de Karzai, Ahmed Wali Karzai y a Arif Khan Noorzai.» ¡Es lo que se afirma sobre el actual zar contra la droga de Afganistán!
O tomemos el ejemplo de Juma Khan Hamdard, a quien Karzai nombró gobernador de la provincia Paktya en la parte oriental de Afganistán, dominada por los pastunes. Hace un poco más de un año, la embajada lo acusó de ser el líder de «un sistema de corrupción a escala provincial». Se dice que fue «el punto central de una vasta red de corrupción que incluía al jefe provincial de policía y a varios directores afganos del ministerio».
Según ese cable difundido por WikiLeaks, la red de Hamdard había establecido una sofisticada operación de extracción de dinero orientada a apoderarse de fondos estadounidenses para proyectos de reconstrucción. Ajustaban las licitaciones en los contratos para hacer el trabajo y luego recibían su parte en cada etapa desde la preparación del terreno hasta la inauguración.
Además se informó de que el gobernador tenía antiguos lazos con el movimiento milicia/partido Hizb-i Islami de Gulbaddin Hikmatyar, uno de los dirigentes guerrilleros pastunes que tratan de expulsar a EE.UU. y a la OTAN del país, el cual por su parte, según afirman los funcionarios estadounidenses, tiene una vaga alianza con los talibanes. También afirman que Hamdard tiene un negocio en Dubai del que es socio el hijo de Hikmatyar al que se acusa en el cable de canalizar joyas y dinero de la droga a seguidores de Hikmatyar. Como en Túnez, la retórica pública de contraterrorismo oculta una elite gobernante corrupta y artera que puede, por sus acciones, fomentar más que prevenir el radicalismo.
Verdades duras
Para una superpotencia obsesionada por teorías de la conspiración y fijada en el statu quo, resulta que saberlo todo no significa nada en absoluto. WikiLeaks nos ha hecho el favor, sin embargo, de difundir un conjunto de verdades duras. Políticas de la línea dura como las de los generales argelinos o de Karimov en Uzbekistán, radicalizan a menudo a poblaciones económicamente desesperadas y oprimidas. Como resultado, el respaldo de EE.UU. tiene una probabilidad significativa de ser contraproducente, tarde o temprano. Las elites, confiadas en que mantendrán ese respaldo mientras haya una célula de al-Qaida en algún lugar del planeta, tienden a sobrepasarse, lanzándose a culturas de corrupción y auto-enriquecimiento tan vastas que debilitan las economías, mientras producen pobreza, desempleo, desesperación, y finalmente una cólera pública generalizada.
No significa que EE.UU. debería, para utilizar la frase de John Quincy Adams, salir al mundo en busca de dragones que matar. Washington ya no es todopoderoso, si alguna vez lo fue, y la política exterior más realista del presidente Obama es un cambio saludable después del frenético intervencionismo de George W. Bush.
No obstante Obama ha dejado en su sitio, o en algunos casos ha fortalecido, uno de los peores aspectos de la política de la era de Bush: un apoyo automático a los autoproclamados laicistas pro occidentales que prometen bloquear la llegada al poder de partidos musulmanes fundamentalistas (o, a fin de cuentas, de cualquier otro). Debería haber un camino diplomático intermedio entre el derrocamiento de gobiernos por una parte y el respaldo a fondo de odiosas dictaduras por el otro.
Es hora de que Washington dé señales de un nuevo compromiso con la democracia real y los derechos humanos auténticos cortando simplemente la ayuda militar y de contraterrorismo a regímenes autoritarios y corruptos que, en todo caso, cavan sus propias tumbas.
Juan Cole es profesor titular de la cátedra de historia Richard P. Mitchell de la Universidad de Michigan y director de su Centro de Estudios para el Sur de Asia. Su blog es Informed Comment. Su último libro es «Engaging the Muslim World» (Palgrave Macmillan, 2009) que acaba de aparecer en una edición en rústica de Palgrave Macmillan.
Copyright 2011 Juan Cole
© 2011 TomDispatch. All rights reserved.