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El polvorín Marruecos

Fuentes: Le Monde Diplomatique

Se llama Zahra Budkur, tiene veinte años, es estudiante en la Universidad de Marrakech. Por haber participado en una marcha de protesta fue golpeada por la policía, encarcelada junto con centenares de compañeros en la siniestra comisaría de la Plaza Jamaâ El Fna (visitada a diario por miles de turistas) y salvajemente torturada. Los guardias […]

Se llama Zahra Budkur, tiene veinte años, es estudiante en la Universidad de Marrakech. Por haber participado en una marcha de protesta fue golpeada por la policía, encarcelada junto con centenares de compañeros en la siniestra comisaría de la Plaza Jamaâ El Fna (visitada a diario por miles de turistas) y salvajemente torturada. Los guardias la obligaron a permanecer desnuda, mientras tenía sus menstruaciones, durante días, delante de sus camaradas. Para protestar, Zahra inició una huelga de hambre, y se halla en estado de coma. Su vida pende de un hilo (1).

¿Ha oído alguien, en Europa, hablar de esta joven estudiante? ¿Nuestros medios de comunicación han citado acaso la trágica situacion de Zahra? Ni una palabra. Ninguna tampoco sobre otro estudiante, Abdelkebir El Bahi, arrojado por la policía desde lo alto de un tercer piso y condenado para el resto de sus días a la silla de ruedas por fractura de la columna vertebral.

Cero información también sobre otros dieciocho estudiantes de Marrakech, compañeros de Zahra, que, para protestar contra sus condiciones de detención en la prisión de Bulmharez, están asimismo en huelga de hambre desde el 11 de junio. Algunos ya no se pueden poner en pie, varios vomitan sangre, otros están perdiendo la vista y unos cuantos, en estado comatoso, han debido ser hospitalizados.

Todo ello ante la indiferencia y el silencio general. Sólo los familiares han manifestado su solidaridad. Lo cual ha sido considerado como un gesto de rebelión. Y también ellos han sido odiosamente apaleados.

Todo esto no ocurre en un país lejano, como pueden serlo el Tíbet, Colombia u Osetia del Sur. Sino a tan sólo catorce kilómetros de Europa. En un Estado que millones de europeos visitan cada año y cuyo régimen goza, en nuestros medios de información y entre nuestros propios dirigentes políticos, de una extraña tolerancia y mansedumbre.

Sin embargo, desde hace un año, por todo Marruecos se multiplican las protestas: revueltas urbanas contra la carestía de la vida e insurrecciones campesinas contra los abusos. El motín más sangriento ocurrió el 7 de junio en Sidi Ifni cuando una apacible manifestación contra el paro en esa ciudad fue reprimida con tal brutalidad que provocó una verdadera insurrección con barricadas callejeras, incendios de edificios e intentos de linchamiento de alguna autoridad pública. En respuesta, las fuerzas de represión actuaron con una desmedida ferocidad. Además de causar decenas de heridos y de detenidos (entre ellos, Brahim Bara, del comité local de Attac), Malika Jabbar, de la Organización Marroquí de Derechos Humanos, ha denunciado «las violaciones de mujeres» (2), y la cadena árabe de noticias Al Jazeera ha hablado de «uno a cinco muertos».

Las autoridades lo niegan. Han impuesto una «versión oficial» de los hechos, y toda información que no coincida con ésta es sancionada. Una Comisión parlamentaria investiga lo ocurrido, pero sus conclusiones sólo servirán, como de costumbre, para enterrar el problema.

Las esperanzas nacidas hace nueve años con la subida al trono del joven rey Mohamed VI se han ido desvaneciendo. Si unas pinceladas de gattopardismo han modificado el aspecto de la fachada, el edificio, con sus sótanos siniestros y sus pasadizos secretos, sigue siendo el mismo. Los tímidos avances en materia de libertades no han transformado la estructura del poder político: Marruecos sigue siendo el reino de la arbitrariedad, una monarquía absoluta en la que el soberano es el verdadero jefe del Ejecutivo. Y donde el resultado de las elecciones lo determina, en última instancia, la corona que nombra además «a dedo» a los principales ministros, llamados «ministros de soberanía».

Tampoco ha cambiado, en lo esencial, la estructura de la propiedad. Marruecos sigue siendo un país feudal en el que unas decenas de familias, casi todas cercanas al trono, controlan -merced a la herencia, el nepotismo, la corrupción, la cleptocracia y la represión-, las principales riquezas.

En este momento la economía va bien, con un crecimiento del PIB previsto para 2008 del 6,8% (3), gracias en particular a los millones de emigrantes y a sus transferencias de divisas que constituyen el principal ingreso, junto con el turismo y las exportaciones de fosfatos. Pero los pobres son cada vez más pobres. Las desigualdades nunca han sido tan grandes, el clima de frustración tan palpable. Y la explosión de nuevas revueltas sociales tan inminente.

Porque existe una formidable vitalidad de la sociedad civil, un asociacionismo muy activo y atrevido que no teme defender derechos y libertades. Muchas de estas asociaciones son laicas, otras son islamistas. Un islamismo que se nutre de la gran frustración social y que, de hecho, es políticamente la primera fuerza. El movimiento Al Adl Ual Ijsán (no reconocido, pero tolerado), que dirige el jeque Yassín y que no participa en las elecciones, junto con el Partido de la Justicia y del Desarrollo (PJD), el más votado en las últimas legislativas de septiembre 2007, dominan ampliamente el mapa político. Pero no se les permite gobernar.

Lo cual empuja a grupos minoritarios a elegir la vía de la violencia y del terrorismo. Que las autoridades combaten con mano férrea. Con el apoyo interesado de la Unión Europea y de Estados Unidos (4). Esta alianza objetiva es la que conduce a taparse los ojos ante las violaciones de los derechos humanos que allí se siguen cometiendo. Es como si las cancillerías occidentales le dijesen a Rabat: a cambio de vuestra lucha contra el islamismo, se os perdona todo, incluida vuestra lucha contra la democracia.

Notas:

(1) Le Journal hebdomadaire, Casablanca, 26 de julio de 2008.

(2) Ídem , 12 de julio de 2008.

(3) Le Monde, París, 10 de agosto de 2008.

(4) Washington está construyendo una inmensa base militar en la región de Tan-Tan, al norte del Sáhara Occidental, para instalar la sede del Africom, el Comando África de sus ejércitos, con misión de controlar militarmente el continente.