Una parte importante de los avances de la humanidad ha germinado sobre las cenizas de catástrofes o guerras precedentes. Por citar tres ejemplos que nos resultan temporal y culturalmente próximos: la Revolución francesa vino precedida de una hambruna que duró de invierno de 1788 a 1789. La Organización Internacional del Trabajo se crea en 1919 en el Tratado de Versalles, tras el fin de la Primera Guerra Mundial que dejo un rastro de 14 millones de civiles y unos 5,9 millones de soldados muertos. La Declaración Universal de los Derechos Humanos de 10 de diciembre de 1948, el mayor avance ético de la humanidad, brota de las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial, con un saldo de 60 millones de muertes, víctimas de los totalitarismos.
La pandemia del COVID -19 es una catástrofe global que está golpeando con crudeza a la especie humana. A fecha de hoy lleva más de 47.000 contagios y 3.434 personas fallecidas en nuestro país. Personas que han muerto solas, sin nadie de su familia que les pudiera dar un último beso o una simple caricia que acompañase su agonía. Familias que no se han podido despedir de sus seres más queridos. Abrazos rotos y llantos sordos en las soledad. Y sobre todo, angustia y miedo. Miedo a lo más humano que puede haber, el contacto, la relación. En suma, un ataque a la naturaleza social esencial al humano (zoon politikon). Pero lo más importante, esta crisis nos ha sumergido en un océano de fragilidad. Todas nuestras seguridades se han desvanecido por los desagües de las morgues saturadas de cuerpos anónimos que nos gritan en silencio nuestra finitud.
Conscientes ahora de nuestra realidad vulnerable y efímera, debemos sobreponernos al miedo y salir de esta crisis histórica con un diagnóstico adecuado de qué es lo que ha ocurrido y que consecuencias nos depara. Nos lo debemos a nosotros y a las generaciones venideras.
Asistimos a un cambio de ciclo, un hito que aventura cambios sistémicos importantes; y si en el plano individual las emociones son algo indispensable en todo análisis, no conviene dejarse arrastrar por esas mismas emociones en el plano colectivo: el miedo, la ira, y la búsqueda de enemigos que paguen nuestras facturas. Las emociones, en lo colectivo, son el látigo con el que los populismos azotan a los de abajo para que luchen contra los de más abajo, dejando siempre a salvo a los mismos. Los de arriba.
Por lo pronto, en un análisis racional, podemos decir que al final de esta crisis habrán caído varios muros que abren paso a una nueva era. El neoliberalismo ha fracasado estrepitosamente en la prevención, gestión y asignación eficiente de recursos para superar la crisis. Las políticas privatizadoras, los recortes en lo público, el gasto militar ineficiente, el deterioro de los programas de investigación y desarrollo, la mercantilización de la sanidad, se esconden hoy debajo de las alfombras de un sistema completamente desbordado e incompetente al que, en palabras de Santiago Alba, lo único que le sobra para ser perfecto somos nosotros mismos, los humanos [1]. Y parece que va por buen camino.
Al igual que la burocracia, el autoritarismo y la corrupción sistémica derrumbaron el muro de Berlín en noviembre de 1989, la ineficiencia, la desigualdad extrema y la asignación irracional de recursos han derrumbado el muro del capitalismo como sistema apto para defendernos ante las nuevas amenazas. Al contrario, no cesa de engendrar nuevos peligros. Un sistema depredador de recursos, generador de desigualdad, devastador del medio ambiente; un sistema que cosifica a las personas, a las que únicamente valora por su capacidad de consumo y de las que únicamente se sirve como objeto de explotación. Atrás quedan los agoreros del fin de la Historia[2], pues la única historia que termina hoy es la del neoliberalismo tal y como lo hemos conocido hasta estos días.
La declive neoliberal ha empezado ya en Europa. Han bastado unas pocas semanas de pandemia para derribar el hasta hace bien poco inexpugnable dogma de la austeridad, erigido como sistema supresor de la solidaridad entre pueblos. Volvemos a la economía de guerra y ello supone la oportunidad de un nuevo «new deal«. Las clases trabajadoras, que ahora llevan a penas 2 años sacando la cabeza de la crisis financiera derivada de la falta de regulaciones en el mercado hipotecario, que se inició en 2008 y les ha robado una década de trabajo, oportunidades, expectativas y bienestar, no van a tolerar dócilmente una nueva década de sacrificios por la escandalosa ineficiencia del sistema capitalista.
Europa tendrá que refundarse social y políticamente o desaparecer tras el vergonzoso velo de su inoperancia.
¿Estamos dispuestos a otra década de sacrificios por la ineficiencia neoliberal?
Ésa es la cuestión clave, pues la orientación de las clases dirigentes para gestionar la indignación – no les quepa la menor duda-pasará por incrementar el miedo a una nueva crisis y con ello, justificar el recorte de las libertades. En esa línea, China ya está empezando a ser admirada por su asombrosa capacidad para suprimir la libertad en aras de la seguridad. El viejo falso dilema de seguridad vs.libertad tenderá a reconducirse hacia lo autoritario, para evitar las reacciones de la ciudadanía frente a la cada vez más absurda gestión de los recursos por la economía neoliberal.
La caída del muro neoliberal arrastra consigo la revisión del modelo antropológico sobre el que se asienta. El new deal debe empezar por nosotros mismos. Vivimos en una sociedad obscena, en tanto que produce y expone indecentemente una sofocante abundancia de bienes, mientras priva a sus víctimas de los recursos más esenciales.[3] Nos genera necesidades irreales, ansiedades irracionales, felicidades efímeras y angustia existencial. Somos porque consumimos y nos consumimos porque somos. Se precisa, por tanto, una deconstrucción de nuestros hábitos de relación con el entorno y una adecuación de los mismos a las posibilidades de nuestro planeta. La búsqueda de la felicidad ha de huir de la mera adquisición y disfrute de bienes de consumo como propósito vital exclusivo.El ser humano ha de empezar a ser sostenible o dejará de ser. El confinamiento de estos días nos brinda una magnífica lección de cómo ser sin dejar de existir.
La estructuración política de este new deal debe pasar por la recuperación de los espacios de poder público sujetos a control democrático y garantes de los bienes esenciales: sanidad, educación, protección social, cuidados. La recuperación del keynesanismo como soberanía económica que sustente un Estado Social, capaz de dar respuesta a los nuevos retos del S XXI, es algo inaplazable ante la demostrada ineficiencia del capitalismo financiero para solventar los problemas más elementales de la existencia humana.
Y los derechos humanos. Recordemos que su consolidación como objeto de consenso universal se produce tras la barbarie de la IIGM. La dignidad no puede pisotearse por políticas autoritarias que garanticen nuestra salvación a toda costa frente a las pandemias. Precisamente la muerte y la desolación que nos golpean, recuerdan la necesidad innegociable de la vida digna, como la única que vale la pena ser vivida. Los derechos humanos han de salir reforzados de la crisis sanitaria mundial.
En fin, la protección de estos derechos, exigirá la caída de los nacionalismos, como doctrinas identitarias y caducas, mercaderes del odio y de los miedos irracionales, con los que trafican para llegar al poder. Doctrinas aparatosamente contrafuncionales para superar crisis como las que atravesamos. Véase, si no, la solución de Boris Johnson, paradigma del nacional populismo neoliberal: que circule el virus, para crear inmunidad. Neodarwinismo social. Comportará que algunos mayores de 60 años mueran, pero el «rebaño» saldrá inmunizado. Sencillamente escalofriante. En España los nacionalismos de lazo y pandereta se debaten ahora entre el ridículo y el esperpento. Nada tienen que aportar para solventar la crisis sanitaria y su sermón de odio al otro desentona con la realidad, con pareja estridencia que la del solo de un corneta principiante en la filarmónica de Viena. La muerte del «America first» simboliza, mejor que ninguno, la caída de los muros nacionales. Unos muros que no han impedido la libre circulación del virus.
Para reforzar los derechos humanos deberemos repensar su soporte institucional universal: Naciones Unidas y sus agencias especializadas, concretamente la Organización Mundial de la Salud, habrán de erigirse en las gestoras naturales y democráticas de las futuras crisis. Caminamos pues hacia esa república universal y cosmopolita que ya soñara Kant en «La paz perpetua», y que es el único modo de gobernar desde la fuerza de la razón un fenómeno, como la globalización, que hasta ahora sólo se ha regido por la razón de la fuerza.
Cuando pase la pandemia, habrá que tomar decisiones, señalar a quienes quieran privarnos de los derechos acudiendo al miedo, provocar los cambios necesarios para vivir en harmonía con el medio ambiente, y recordar que el autoritarismo jamás nos salvará de nuestras fragilidades, porque somos frágiles por naturaleza. Hay que dejar atrás la pesadilla del consumismo y transitar hacia una era de la cooperación, de la solidaridad, para lograr una sociedad verdaderamente libre, en que la única incógnita sea cómo utilizaremos nuestra libertad para lograr la felicidad. El principio de la historia es ahora. Sepamos aprovecharlo.
Notas
[2] The End of History and the Last Man. es un libro de Francis Fukuyama de 1992
[3] MARCUSE, H. «Un ensayo sobre la liberación». México. 1969. Primera edición en español, junio de 1969.
Carlos Hugo Preciado Domènech es Doctor en derecho. Magistrado del orden social en el TSJ de Catalunya