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Testimonio recogido por Emilio Rabasa Véjar desde Detroit

El ritual de la muerte para ingresar a una pandilla

Fuentes: Desinformémonos

Sí, a mis 17 años soy un sobreviviente.  Cuando la gente me pregunta ¿qué se siente ser un sobreviviente o qué se siente estar tan cerca de la muerte?, contesto que no es importante contar qué se siente estar en esa posición, sino saber aprovechar la segunda oportunidad que la vida me presentó. Soy muy […]

Sí, a mis 17 años soy un sobreviviente.  Cuando la gente me pregunta ¿qué se siente ser un sobreviviente o qué se siente estar tan cerca de la muerte?, contesto que no es importante contar qué se siente estar en esa posición, sino saber aprovechar la segunda oportunidad que la vida me presentó.

Soy muy joven, ni si quiera soy mayor de edad, por tanto sigo siendo un simple adolescente. ¿Qué me gusta hacer? Lo clásico, hacer skateboard, estar con mis amigos, salir con chicas, nada del otro mundo.

No soy religioso ni nada por el estilo, sin embargo, siento que es necesario encomendarte a algo o alguien, clásica educación de una familia americana normal. Con toda esta introducción entiendo que no soy una persona fuera de lo normal ni para destacar, me siento lo que soy, un chico joven, con ganas de trascender y listo, con ganas.

Conocí a Mark desde hace ya 10 años, sin duda un tipo tranquilo, más que un amigo, un hermano, un tipo al que sin duda le confiaría mi vida. Normalmente solía realizar todas las actividades que describí anteriormente con él.  Siempre tuvimos muchas cosas en común, incluso el gusto por la bebida energética, que tanto me gustaba y que todos odiaban.

Era un jueves normal, Mark y yo disfrutábamos de una cerveza, clhhharo a escondidas de nuestros padres, pues en Estados Unidos, como todos sabemos, estábamos cometiendo un delito. En una de nuestras múltiples pláticas, Mark me pidió que lo llevara a East Detroit. No pudo terminar la frase, antes de que yo contestara con un no rotundo.

East Detroit es un lugar donde la palabra justicia no existe. La policía no controla, no para y mucho menos ayuda, digamos que hasta ellos tienen miedo. Si hay una balacera, esperan que todo se calme, retiran tu cuerpo de la calle y simplemente aquí no ha pasado nada.

Durante una semana mi amigo me pidió que lo llevara a la zona, continué con la misma respuesta. Tenía esta sensación de que simplemente no podía ir o no debía. Mark me ofreció treinta dólares para gasolina, ahí cambió todo, quizás podría tratarse de unas nuevas ruedas para mi patineta, además pensé y me dije ¿qué puede pasar? Es mi amigo y, como dije anteriormente, le confío la vida.

Llegó el día. Salimos de la escuela, pasamos a la gasolinera y me dio lo que acordamos. Mientras manejaba y me alejaba de lo conocido y de la civilización en general, comencé a tener este sentimiento de nerviosismo y angustia, como si estuviera atrapado en un sueño o en una película. No sé qué hubiera sido mejor. Llegó el momento en el que no tenía idea de dónde estaba, a dónde iba, a quién vería y mucho menos qué pasaría. Me dijo «ésa es la casa, hemos llegado».

Al ser sentido contrario, tuve que rodear la cuadra para estacionar el coche. Letreros de precaución, no pasar, aléjese, me atacaban como una ráfaga de luces para un epiléptico. Una parte de mí seguía impaciente, poco tranquila, sin embargo otra parte de mí decía, tranquilo, es tu amigo, y me lograba tranquilizar un poco.

Nos bajamos del auto y empecé a ver mí alrededor, simplemente para saber dónde estaba o ver si en algún momento de mi vida habría sido posible que estuviera ahí. Sin más, escuché un balazo, mis orejas estaban pitando y no sabía que ocurría, voltee con Mark para comentarle lo cerca que había pasado eso, cuando de pronto vi mi brazo colgar como si se tratara de un zombie. Esto es un sueño, me dije, incluso me reí. Volví a voltear, sacudí mi cabeza y me di cuenta que no estaba soñando, me habían disparado. Mark estaba apuntando hacia mí a una escopeta aproximadamente a tres metros de distancia, no entendía lo que ocurría, comencé a ver tanta sangre, como si viera las cataratas del Niagara en Discovery Channel. Sin salir del estado de shock en el que me encontraba, le pregunté ¿acaso me disparaste? Sin contestarme disparo nuevamente contra mi, ahora hacia mi pecho.

Mi pecho parecía un hoyo negro, era como del ancho de un plato de sopa, solamente que este líquido no era comible y mucho menos apetecible. Caí sobre mis rodillas, perdí todo el aire y no podía ver. Estaba hincado, como si estuviera alabando a Mark,  el chico que me disparó en dos ocasiones.

Mark parecía poco satisfecho con lo ocurrido, por lo que puso el cañón exactamente entre mis dos cejas, sabía que moriría, pero algo en mí logró apartar la escopeta de mi cara cuando detonó el tercer disparo. Los perdigones se expandieron y varios me pegaron en la cabeza. En esos momentos agradecí que mi cabeza no se haya reventado como una sandía.

Para mi sorpresa y la de él, seguía vivo. En mis rodillas, sin aire, sin vista y casi sin poder hablar, pero seguía vivo.  Supongo que eso es algo para destacar. Lo miré fijamente cuando tomó la culata y me pegó en la cara. El golpe de gracia. Mis dientes salieron volando como los boxeadores o, peor aún. como en las caricaturas. Caí hacia atrás. En realidad sigo sin entender cómo podía ver, con tanto daño en los pulmones y en el corazón. Sentí unas manos indagando en mis bolsillos, buscando llaves y cualquier objeto de valor que pudiera encontrar.

Mi victimario, se llevó mi camioneta, mi cartera e incluso la placa que tenía desde mi nacimiento, que llevaba en el cuello y era más importante para mí que la más preciada de mis patinetas. Alcancé a ver como mi camioneta voló, simplemente se fue, se desvaneció en el tiempo y en el espacio. Fue cuando las dudas existenciales se apoderaron de mí: me quedo tirado en este sitio y muero, o intento levantarme.

Mis padres siempre me llevaron a la iglesia desde pequeño, por lo que podría decir que me considero católico, sin embargo, nunca creí como tal en la existencia de un ser superior. A partir de este momento todo eso cambió y comencé a creer. Logré levantarme con la poca fuerza que me quedaba y sentí un empujón que me impulsaba a seguir hacia delante, caminé poco mas de dos metros cuando me desvanecí por completo. Ya en el suelo, me di cuenta que en realidad dolía y mucho, no tuve más remedio que comenzar a relajarme y cerré los ojos. Cada vez que lo hacía el dolor disminuía por lo que me ponía mas tranquilo.

De pronto caí en una contradicción, cómo podía estar relajado y cerrando los ojos si hacía poco menos de 10 minutos que me habían disparado y yo seguía perdiendo cantidades industriales de sangre, ¿cómo era posible? Hice lo que se sentía bien y eso era quedarse dormido.  Mi voz, pero en tercera persona, comenzó a hablar diciendo que debía luchar, debía pararme, debía intentar sobrevivir. Casi desfallecido, un oficial que se encontraba a una cuadra de mi, vio que caí como escena de película desde los matorrales, todo ensangrentado y con muy pocas posibilidades de sobrevivir, era simple y sencillamente un cuerpo que deambulaba por las calles. «¡Oye, amigo, no te preocupes, la ambulancia viene en camino, no cierres los ojos, tranquilo, todo saldrá bien!», me dijo.  Cada vez veía menos. Entré a la ambulancia y es imposible no recordar las caras de todos los paramédicos, estaban asombrados, anonadados, simplemente incrédulos, pero al mismo tiempo, me decían que me veía bien, que todo pasaría y que yo me recuperaría. No fue así.

Fui declarado muerto en el momento que entré al hospital, a partir de ese momento mi visión se tornó negra y yo ya no me podía mover ni sentía ninguna parte de mi cuerpo, me había ido.

Los doctores comenzaron a realizar el proceso de defunción, el papeleo y lo más difícil, localizar a mis padres para darles la dura noticia. Un doctor entró y dijo: «permítanme, voy a intentar salvarlo», él no me conocía, y yo ya estaba muerto. Me operó y me dieron 24 horas para saber si seguía respirando. Lo hice. Me arreglaron el brazo, los pulmones, el hoyo que había en mi pecho y como si hubiera sido un milagro desperté a los tres días.  Veía única y exclusivamente blanco, nada más que eso. Me dije: «estoy muerto, tengo 17 años y estoy muerto», y como si fuera magia comencé a distinguir los objetos de la habitación, las cortinas, el maldito tanque de oxígeno y de la nada había recuperado la visión de modo perfecto. Estaba vivo.

Comencé a respirar sin ayuda, después que me retiraron un tubo que me permitía respirar de modo artificial. Todos me decían lo hermoso que me veía. Simplemente no entendía lo que pasaba, era como estar atrapado en un mundo en el que solamente yo no sabía qué ocurría. Me preguntaban cosas y yo no tenía ni idea de lo ocurrido, el tiempo y el espacio se habían detenido hace mucho para mí. Lograron contactar a mis padres, que no sabían que desde hace tres días había recibido tres balazos que pudieron terminar con mi vida. Entraron como dos ángeles por la puerta y estaban incrédulos de verme en ese estado, lo importante es que seguía vivo.

Cinco días después del accidente, los doctores me enviaron a mi casa, yo no podía creerlo, parecía que le habían presionado a un control remoto el botón de saltar escenas, porque todo acontecía demasiado rápido. Al llegar a casa, mis padres comenzaron a hacerme preguntas de lo ocurrido. Cuando les expliqué todo, el timbre de la casa sonó en varias ocasiones, y como en una película de detectives en blanco y negro de los años cincuentas, dos hombres de traje enseñaron sus placas del FBI y me pidieron que fuera a declarar al juzgado pues habían atrapado a mi agresor. Mark, el chico que me había disparado, le contó a otro amigo suyo lo ocurrido, por lo que el chico nuevo asustado, llamó a la policía. Un equipo SWAT fue hasta su casa por él.  Lo único que tuve que hacer fue presentarme ante el juzgado y testificar en su contra. Por fin la justicia había ganado.

Mark recibió una sentencia de 35 años en prisión, nunca pudo mirarme a la cara las veces que yo entré al juzgado, la pena y la vergüenza le ganaban, simplemente no podía. Después de haberle dado la sentencia, me enteré que la razón de los disparos en mi contra, fue porque quería entrar a una pandilla. Su iniciación era matar a una persona al azar, por lo que pensó en mi para poder entrar.

Los primeros dos años, fueron los más difíciles. El despertarte diariamente sabiendo que alguien intentó matarte. Es complicado no poder confiar en nadie y que de pronto, a tus 17 años, seas un bebé de nuevo. Ahora vivo mi vida como cualquier otro chico, me ha costado, pero lo he logrado. Fui uno antes y otro después del incidente. Me dio una manera distinta de ver la vida, ahora sólo veo por lo que tengo, no lo que me falta, sino lo que tengo.

Fuente: http://desinformemonos.org/2014/05/desde-detroit-el-ritual-de-la-muerte-para-ingresar-a-una-pandilla/